Resistencia en el flanco débil

enero 29, 2013

Noches blancas de Fedor Dostoyevski


Que levante la mano aquel que no recibió alguna vez de boca de mujer el siguiente mensaje: "A mí también me gustas y me caes genial, de verdad, pero te veo sólo como amigo"... Todos aquellos que habéis alzado el brazo, confirmado, sois unos ruines y unos protervos, mentís que es cosa mala. Porque en efecto, no hay ni hubo hombre nacido de mujer (y con apetito por mujer) que no haya recibido, al menos una vez en su puñetera vida, calabazas semejantes. Esto es un porque sí, no observa excepción ni admite discusión.


Es este un clásico que nos acompaña desde antiguo y se repite generación tras genereación, en cualquier lugar donde exista fémina de bandera y un par de mastuerzos que le fueren detrás. 

Nadie como Dostoyevsky nos ha retratado esta problemática de las relaciones hombre-mujer-otro hombre, en el difícil marco de la Rusia del siglo XIX, sin ir más lejos, que hacía un frío que te cagabas y encima te tenías que enamorar de la interfecta por lo guapita de cara y el pedazo de carne blanca apenas visible entre el final del faldonazo y el principio de la alpargata. Qué tiempos aquellos, cuando había que pasar sí o sí por la vicaría para mojar el churro.

De este modo tenemos que Noches Blancas es la mejor historia de pagafantas que en las ruskis literaturas ha sido. Más en concreto, y lejos de lo que podría llegar a aventurarse si es que no se ha leído la obra, las noches blancas del título no hacen referencia a las noches nevadas de la Rusia de la Pulmonía y el Tentetieso, sino que refieren la cantidad de noches en blanco que el susodicho pagafantas se pasa solo en casa, tirado en la cama, llorando desconsolado, compadeciéndose de todo su maldito ser. Largas noches de insomnio, las del resto de su vida, intentando convencerse de que haber compartido cinco minutos de dicha con aquélla a la que no le costó ni tres segundos dejarlo por otro, ya es darse por bien pagado y mejor recompensado. ¡Cuántos hay que espichan y ni siquiera han paladeado esos cinco minutos de almibaroide felicidad!...

Todo aquel con dos dedos de frente y algo más de 100 gramos de amor propio no sólo sabe que este consuelo es una puta mierda que no sirve para nada, sabe también que es una mayúscula mentira. Mentirse uno mismo para seguir viviendo... y aun así vivir poco, mal y nunca. 

Tal es la vicisitud y la maldición del pagafantas.

Imprescindible bonus track la adaptación de Visconti a la pantalla, Italia, 1957, Marcello Mastroianni dejándose toda la dignidad y cuarto y mitad de sus rótulas en un baile alucinado, mequetréfico y gañán.  

No perderse el uno ni la otra, oigan.
 

 

enero 15, 2013

Tanto leer puede volverte loco, loco, loco... ¡LOOOOOOOCOOOOO!



   Primero llegó Cervantes, con una sola mano, y nos soltó El Quijote: un tipo se atiborraba de novelas de caballerías y mandobles a diestro y siniestro, hasta que se le pudrían los sesos y se volvía majareta, y después se moría, silencioso y triste y afiebrado, porque con los sesos caducados ya no se puede vivir ni ser persona de provecho, ni por lo común siquiera ser persona de clase ninguna.

   Luego llegó Flaubert, con dos manos y un mostacho plagado de mots justs, y nos soltó la Bobary: una chicuela-mujer se atiborraba de novelas romanticonas y de caballeros de una pieza, hasta que se le trasnochaba el sieso (que no el sexo, ése lo tenía bien engrasado), y en semejante ataque de melodramatismo sucedió que se le fue tanto la pinza que se mata o se deja morir, ahora bien bien no me acuerdo.

   Después está esto, que nos lo soltó George Sand, venga, toma: no sé si con la derecha o la izquierda, pero desde luego vestida de hombre y descojonándose de la risa en la cara de la biempensancia de su época, y lo tituló «Cora»: un inglés fatuo lee demasiados libros de E.T.A Hoffman, Novalis, Jean-Paul y el cojo Byron, así todo el rato hasta que se vuelve loco por la hija de un tendero francés, que no es para tanto, la moza, pero resulta  que a él le parece la hostia, ya que, recordémoslo, se le ha entelado completa la sesera de tanta lectura de lo fantástico romántico y de tanto himno a la noche mágica. Por suerte para él, lo echan a patadas del pueblo, por pesao, y cuando regresa al poblarucho tras los años, con la mollera repuesta de tanta insana lectura, vuelve a ver la tal Cora, y es entonces que se percata el tipo que no era para tanto la cosa, ni la tipa, que era incluso hasta fea, ¡madre de dios!; y ante todo y sobre todo y lo que es peor: ¡toda ella del todo e irreversiblemente francesa!

   Finalmente, ya inmersos en ese cajón de sastre baqueteadísimo que convenimos en llamar la posmodernidad, llegó David Cronenberg, sólo armado de su imaginancia aviesa y unas gafas de pasta de lo más ordinario, y nos soltó «Videodrome»: un tipo ve tanta pornografía, tanto hardcore sádico e ultraviolento, que inmediatamente pierde la chaveta y cree que todas las mujeres del mundo quieren encamarse con él y que les apague cigarrillos en las tetas. Como eso de matarse o dejarse morir ya estaba muy visto en los 80, Cronenberg cambia el pistón y añade una vuelta de tuerca, convirtiendo al loco en una cinta de vídeo (porno) o una Sala X, ahora bien bien no lo recuerdo.

   La cultura es una cosa grande, oigan.

 


enero 13, 2013

Ugo Cornia: De cómo la felicidad es posible (incluso sin escribir)

 


   «Sobre la felicidad a ultranza». Hoy les traigo este libro para hablarles de otra cosa, soy así de cabrales, para hablarles de qué cosa: de los libros de autoayuda, esa cosa infecta, epítome de la impudicia moral. Toma.

   ¿Acaso existe literatura más dogmática que la autoayuda? Al menos la Biblia te amenaza con el Infierno. La autoayuda ni siquiera se molesta en amonestarte, te dice llanamente: «si no me sigues a mí, allá tú, seguirás siendo tú mismo para el resto de tus días», es decir, una masa doliente de pena y desesperación.

   No sólo te dice qué tienes que sentir y a qué debes aspirar. No sólo te dice cómo tienes que hacer para conseguir todo eso que previamente te ha dicho que tienes que ser y sentir. Te dice, además, que no puede ser que no lo consigas, que todo el mundo lo consigue. Si compra el libro, claro...

   Más en concreto: no sólo tienes la aspiración de ser feliz, tienes la obligación de serlo, y ¿cómo conseguirlo? Comprando y leyendo mi libro, ¡mis libros!, porque nunca hay sólo uno... No hay fallo posible. Si sigues mis instrucciones, nuestras instrucciones, porque una vez lees uno no debes tampoco dejar de leer estos otros, entonces y sólo entonces, llegarás a ello. No hay pérdida posible. Todo el mundo lo consigue, ¿por qué no ibas a consegurilo tú?... «¿Y si resulta que yo he pagado a tocateja el libro, los libros, y me los he leído de arriba abajo y he seguido los pasos y a pesar de eso siento que mi vida sigue siendo una caquita?»... Entonces una de dos; o no lo has leído bien, ¡vuelve a leerlo! (a ser posible, compra un ejemplar nuevo y pásale el viejo a tu sobrina); o bien no sabes leer, ¡vuelve a la escuela, ganapán!

   En resumen, «Usted Puede Sanar Su Vida Si Yo Le Digo Cómo»... Me viene una palabra a la mollera y esa palabra es: ¡SECTA!

   En fin, una vez establecido lo cual pasamos a qué es «Sobre la felicidad a ultranza» de Ugo Cornia, quiero decir, a parte del libro de un italiano de las montañas al que le publican un libro en español con la típica portada de un libro de Foster Wallace.

   Pues es un libro en el que un italiano de las montañas nos cuenta cómo digirió la muerte de sus seres queridos en un muy breve lapso de tiempo y siguió palante como buenamente pudo. ¿Que cómo lo hizo? Pues follando mucho, todo lo que pudo, pues conduciendo el coche a 140 por la autopista mientras albergaba pensamientos absurdos, y pues conversando muy mucho con los fantasmas ectoplásmico-mentales de sus padres muertos... Y he aquí el detalle clave: nos cuenta cómo lo hizo él, no nos da la brasa con cómo hacerlo. No universaliza sus capacidadades y sus métodos. Yo encontré mi solución y fue ésta. A partir de ahí que cada cual se busque sus habichuelas, gente.

   ¿Y cómo fue que salí palante como buenamente pude? Pues porque la vida sigue, lo queramos o no, porque no hay más cojones. Porque la vida puede ser trágica y de hecho acaba siéndolo siempre, antes o después, pero sólo en nuestras manos está el convertir lo trágico en un invierno eterno y terrible.

   La Autoayuda te dice ser infeliz es terrible. Cornia: ser infeliz es inevitable.

   La Autoayuda te dice ser feliz es posible y puede ser además para siempre. Cornia: ser feliz es una cosa fabulosa y si fuese para siempre dejaría de serlo automáticamente.   

   ¿Quién quiere sonreír todo el puto día? ¿Quién quiere vivir hasta los ruinosos 80 años? ¿Quién quiere tener un orgasmo en la punta de los genitales las 24 horas de día? Es de gilipollas, cierto, hasta un gilipollas redomado podría verlo. Pero aun así anda que no está a reventar de gilipollas el mundo.

  Otra cosa que me ha gustado de este Ugo Cornia es que escribe pero no nos lo dice. Esa renuncia a darnos la murga y el tostón del escritor ya te da una medida de que no es un tío ni medio normal. No sé, cualquier italiano está en una playa italiana y da dos saltos y aterriza en otra playa italiana, pero de la costa opuesta. El caso es lucir el moreno latin lover sí o sí. Pero Cornia no. Cornia sólo da un salto y se queda en mitad, es decir, en las montañas. Y aun así el tipo no para de echar sus buenos polvos, sin necesidad de morenos ni nada. Es un tipo outré, esquinado, lateral... Por eso hace una cosa que casi ningún escritor hace, que es hablar de sí mismo diciendo que hace cualquier otra cosa, lo que sea, desde no hacer absolutamente nada, hasta irse a bañar el culo al río, o pasarse los días contemplando los andares de un ciempiés trepado a la pared, lo que sea, menos escribir.

   Admiro profundamente a un escritor que es capaz de darnos a leer todo un libro entero, entera o supuestamente biográfico, en el que su personaje o alter ego o sosias es capaz de renunciar a decirnos que escribe o bien que se va a poner a escribir o que, maldición, no puedo —o no me dejan— escribir.

   En una charca donde el proselitismo es endémico, ése se me antoja un gesto de titanes. 

 


 

enero 12, 2013

Deletérea humedad de los cajones

 


 

    Si hacemos caso a lo que circula por ahí, este libro que no llega a 200 páginas (en formato bolsillo) es una selección, recopilación, licuefacción de las, al parecer, 4000 páginas de "cartas de amor" que Henry Miller le escribió a la "actriz" Brenda Venus, entre 1976 y 1980. Todas las comillas son mías.

    Miller contaba entonces 85 años y estaba hecho fosfatina, como es menester en semejantes dígitos. La Venus, en cambio, literalmente apenas si cabía en los vestidos de lo cañón que la habían traído al mundo su madre y la genética. No en vano se acababa de cepillar al gran Clint Eastwood en The Eiger Sanction, y siendo biempensantes habrá que suponer que sólo en la ficción.

    Miller se pasó los últimos años de su existencia mendigándole sexo a la Venus a través de estas cartas. Lo que fuese, le daba igual, ni siquiera le pedía follar el pobre viejo; sólo un magreo nocturno, o un par de tocamientos mañaneros, o un tetazo en toda la cara, qué sabe uno, ¡pero algo, copón! Aun así la Venus no cedió ni media. Ni mierda. Nada. Cero. Kaputt. Poluciones nocturnas.

    Luego Miller espichó y la Venus, como veía que no era capaz de conseguir ni un sólo papel en condiciones por sí misma (¿por qué sería?), se puso desesperada a rebuscar en los cajones, y al poco entregó a la imprenta estas cartas. Qué gran estilo, amigos todos. ¿No? Eso sí que es señorío, prestancia, saber estar, y lo demás es filfa.

    Y bien, puede que cuanto llevo dicho hasta aquí se les antoje todo lo parcial, extemporáneo y cruel que ustedes quieran, cosa que admito al tiempo que afirmo que no me parece más parcial ni extemporáneo ni cruel que publicar un libro semejante, y ni siquiera la mitad de mezquino.

    Esto es todo cuanto mi Mr. Hyde quiere decir de este libro, que por supuesto, y acto seguido, pienso entregar a las llamas.
 
 

 

enero 10, 2013

La noche del pedroncio

Miracle Mile (1988) de Steve de Jarnatt                                                                        


Era la noche del fin del mundo y yo había quedado con Felisa, mi novia, para pasarla juntos, abrazaditos, acarameladillos y, si se terciaba y había lugar, echando nuestra última canilla al aire crepuscular. Era, como decía, la noche del Apocalipsis, y yo llegaba tarde a mi cita, entre otras cosas, porque me había quedado enganchado jugando a la consola, ametrallando boches junto al puente de Arnhem... Volé con el coche sobre las calles desiertas y cerca anduve de matarme hasta en tres ocasiones. Imaginen qué disgusto, mi madre, si llega a enterarse de que espiché antes de la gran Hecatombe y además de muerte no natural... Cuando llegué a su portal y pegué un timbrazo, dos, al tercero ya me salió gritando la vieja del quinto, bruja donde las hubiere, que a qué coño venían esas prisas a aquellas alturas de Humanidad, ¡habráse visto!, ¡sinvergüenza!, ¡alcornoque!, ¡gañán!... Miré el reloj mientras la vieja me bañaba de improperios: pasaban cincuenta minutos de las once, exactamente cincuenta, y yo arrastraba como hora y media de retraso sobre la hora fijada. Todos los científicos del Mundo habían coincidido en vaticinar el fin de los tiempos, el pedroncio estelar, para aquella misma medianoche, lo que implicaba que el Armaguedón, el Gran Silencio, la Rehostia Puta Consagrada se nos vendría encima más o menos en diez minutos... Solté un bufido y se me levantó el flequillo. Justo entonces me contestó Felisa, toda ella eufónica dulzura, toda ella silábica beldad, por el telefonillo: "Cariñoooo, aún ando maquillándome... ¡Dame sólo quince minutos, eh! ¡Muá!"... Así que aquello fue todo.

El Horror (mequetrefe)



    «Una avanzada del progreso». 'An Outpost of Progress'. Una de las pocas cosas que me parecía mal, mejor dicho, la única maldita cosa que me parecía mal de la colección gloriosa aquella,  Alianza Cien, es que su gente no te ponía el título original en los créditos. Te ponían el nombre del traductor y te ponían al gran Ángel Uriarte, sumo padre de siempre acertadas y bonicas cubiertas, ah sí, y te ponían lo de «Impreso en Papel Ecológico Exento de Cloro». Joder. Qué les costaba. El puñetero título original de la cosa y el año. Es una condenada línea de nada. Pues no. Es como decir, bueno, encima que les cobramos sólo 100 pesetas por el librito de marras, encima no les vamos a dar también clases de idiomas por el mismo precio. Así todo. Siempre. Todos los días. El hijoputismo. La cabronez.

    El caso: 'An Outpost of Progress'. «Una avanzada del progreso». ¿De qué nos habla este librito? Ay. Qué pregunta. En fin, la cantidad y la calidad del poso de la obra conradiana es tal que habría que escribir una tesis doctoral de todos y cada uno de sus textos, hasta de los cuéntilos cortos e ínfimos como éste, para hacerle al hombre un algo de justicia. 

    Quiero decir: Joseph Conrad, ¿no? Se petaba un grano purulento frente al espejo y en ese pus resbalando espejo abajo había más literatura que en cualquier cosa que pueda escribirse hoy día.

    De hecho: Joseph Conrad, ¿no? Sólo él, sólo ese nombre polaco pasado a la cristalización british es ya un argumento-bartleby, un argumento válido e irrefutable en favor de abandonar la escritura, cualquier clase de escritura. Ahora, ya mismo, now!... ¿Escribir para qué carajos? Que todos dejásemos de escribir de inmediato y para siempre, y dedicásemos el resto de nuestras vidas al florilegio de los jardines, el fornicio de las carnes y la relectura de los grandes clásicos incontestables. Pero habitamos, ¡ay!, este mundo tan necio...

    «Una avanzada del pogreso», por lo demás, es un relato tan bien cosido que da miedo. Y precisamente ése, el miedo, es uno de sus grandes temas. El hombre no sabe vivir si no es con miedo, si no es a través del miedo. Necesita temer algo para tener un algo que atacar. Y en ese vaivén se consume toda su vida y toda su energía. Así no tiene qué pensar ni repara en que su existencia es un absurdo. Un nonsense además de los chiquiticos.

    Por eso la Selva, Pan, la Naturaleza, el Caos de la Creación, que son mucho más grandes y poderosos que el hombre y no necesitan preguntarse a sí mismos si tienen o no tienen sentido para seguir siendo ellos, seguir siendo ELLO, representan al Gran Enemigo del Hombre. La Selva puede acabar con la vida de un hombre sin apenas proponérselo, sólo siendo ella misma de un segundo al siguiente. Y de ahí el miedo del hombre civilizado, patán que cree que todo lo puede. Y de ahí, por supuesto, que todos sus esfuerzos, su mal llamado ideal de progreso, vaya destinado a destruirla. El progreso no es la afirmación de la supremacía del genio humano sobre las fuerzas de la Naturaleza, es la afirmación de que la supremacía del genio humano sólo puede asegurarse mediante la destrucción de todas las fuerzas que le son superiores. Que son más divinas, sagradas y morales.

    Adherido a todo esto tenemos que este cuento maquiavélico habla también de las cucarachas, vamos, como en Kafka, pero con hamacas en lugar de catres... ¿Dónde medran las cucarachas? Al calor y la humedad y la inmundicia de las ciudades. Pues los hombres lo mismo. ¿Dónde medran los hombres? Al calor y la humedad y la inmundicia de las ciudades. Las ciudades están a reventar de hombres cucarachoides, miserables y sin talento que nacen, crecen, se reproducen y mueren finalmente, sin haber sido puestos a prueba ni una sola vez en su torticera vida. Pero saca a un par de esos mentecatos de su hábitat cómodo y artificial y ponlos en mitad de la selva. Verás qué poco duran.

    O lo que es lo mismo: el Supremo Cerebro del Hombre Temeroso sabe que nunca podrá domeñar la Naturaleza si no es pasándole por encima. ¿Cómo hacerlo? Fácil: el Progreso. ¿Y en qué consiste éste? cil: en crear muchos y enormes nidos de cucarachas —es decir, ciudades, urbanismo, franquicias de comida rápida, coleccionables de quiosco—, al calor de cuyo amodorramiento neural se engendrará toda una miríada imparable de más y más hombres mequetrefes. 
 
   Un hombre mequetrefe nada puede contra la Naturaleza y su coste es prácticamente igual a cero. Cierto... Pero en cambio nada puede la Naturaleza contra un millón, dos, tres, seis mil millones de hombres mequetrefes, la puta marabunta del intalento, cuyo coste nominal sigue orillando el cero.

    Y en esas andamos, cucaracheando el mundo.
 
 


enero 05, 2013

Patricia Highsmith: Misoginia y Quintacolumnismo

     


   Un experimento: vaya por delante y como en forma de aviso que lo que sucede a continuación no lo escribo como yo, sino como sosias de mí, uno de mis múltiples y disparatados Hydes, más concretamente con voz y experiencia y traje de baile rococó de conde húngaro-cárpato-dálmata-vampiro, degustador de las carótidas de las lozanas mozas de los aledaños villorios y pedanías, since el 1700 y pico hasta hoy. Asín que:

   Patricia Highsmith. Hasta hoy el mejor libro que había leído de Patricia Highsmith había sido «Suspense: Cómo se escribe una novela de intriga». Ya saben, ése negro de Anagrama, con la Highsmith y un pedazo de gato siamés en la portada, tan cucos. ¿Por qué era el mejor? Por la sencilla razón de que ése era el único libro que le había leído hasta el día de hoy a la señora Highsmith... Lo leí en una ya lejana época de mi larga vida, tantos años ha, en que mi pasajera obsesión no fue otra ni distinta que escribir una novela de suspense (de ahí el libro, claro) en la que un misterioso no se sabe quién o qué hasta el final (¡vampiro!) asesinaba, uno a uno, y de las formas más giallo y estrambóticas imaginables, a todos los actores que a lo ancho y largo de la filmografía mundial habían intrepretado Van Helsings... Pero eso ahora no viene al caso.

   Lo que sí viene al caso es ¿por qué no había leído ningún otro libro de la Highsmith hasta hoy? ¿Por qué? No sé, misterios, bruma en las calles, lo más normal hubiese sido, se me ocurre, leerse lo menos una del Ripley de las narices, o los extraños en un tren. Pero no. Nada. Caso cerrado. La culpa fue del Minghella, bueno no de él exactamente pero sí a la postre. Por su película aquella, la del talento, de Mr. Ripley: cojo inmediata aversión a cualquier cosa en la que salga Gwyneth Paltrow. La única que le soporto es «Seven» y porque al final la cortan en pedacitos (una risas). El bueno de Spacey, qué truhán... Conque filmmakers y screenwriters del mundo, a ver si vamos matando más a la Paltrow...

   Pues ayer, mientras aguardaba la caída del anochecer para salir a hacerme un vermutillo, leí la cosa esta pequeñuja, «Siete cuentos misóginos», que es tan rematadamente buena, son tan rematadamente buenos los pequeños siete cuentos susodichos, que ahora ya nunca más «Suspense» podrá ser el mejor libro que habré leído de la Highsmith.

   ¿Y por qué son tan buenos? Porque se nota enseguida que están escritos al vuelo y sin parar, que manan directamente del fondo de la psique-alma torturada. Es lo mismo que, no sé, Apollinaire escribiendo guarradas. Notas que ni siquiera tienen que entrenarlo, que lo tienen ahí dentro y sólo tienen que abrir la boca y vomitar. Que les sale natural.

   O lo que es lo mismo. Que Apollinaire era un perverso y la Highsmith una misógina redomada. Por esos son tan buenos, ambos dos, cada cual en lo suyo...

   Qué duda cabe, la Highsmith, reputada bisexual homosexual misántropa odiadora de una madre mala bestia, sabe de qué carajo habla... Quién se atarevería a refutarla. Yo no, desde luego.

   Lo malo es que estos siete maravillosos destilados de misoginia y mala leche son tan condenadamente buenos y saben a tan poco que ahora no me va a quedar más remedio que leerme el libro entero,  «Pequeños cuentos misóginos», en edición de Alianza (la de Anagrama no, que tiene una portada muy buena, sí, pero muy fea, no me gusta, me desembraga la relojería), y que será, tan probablemente y a partir de ese mismo entonces, el libro mejor que habré leído de la Highsmith.

   Al primero de ustedes, amantísimos lectores,  que me mande un ejemplar de gratis le regalo a cambio unas braguitas autografiadas de la Sharon Tate

 


enero 04, 2013

Cuentos para leer al anochecer (pero los del Dickens no, los) de Arthur Conan Doye






    ¿Por qué hay libros que tardamos años, décadas en leer? ¿Por qué, diminutos mortales, nos hacemos con libros que pululan vírgenes por nuestras bibliotecas una media de entre 15 años y el resto de nuestras patéticas vidas? He ahí una pregunta que dejo en el aire para los muy bibliofrénicos...

    Yo tardé diecisiete años largos en —ponerme a leer éste: Cuentos de terror y misterio, del amigo Conan, el Doyle, no el cimmerio aquel con taparrabos y un espadote (¿o dos?). 

    De entrada quiero decir que lo más terrorífico de este libro no es del buen doctor Doyle, no está en sus cuentos, no, que está en la portada, ese grabado chulo de un tal Tony Johannot para el Werther de Goethe. Que es una pasada. el grabado. Todos los libros deberían tener dos portadas, una, la que diga el editor, y otra, la que diga yo, estas últimas todas siempre con grabados molones del XIX.

    Hoy escribir terror es prácticamente imposible y leerlo es casi más un acto de fe que otra cosa. ¿Por qué? Pues por los telediarios y el facebook y el tiktok. Por ejemplo. O por los politicastros a una bandera aferrados. Por ejemplo —pero, ojo, con una mano sólo, la derecha, por un poner, que la siniestra la necesitan aérea y dúctil, por aquello del sobre. Eso sí es terror. Eso sí que da cague.

   Conque uno no lee a Conan Doyle sino para que éste lo introducca en aquélla atmósfera. Inglaterra victoriana. 221B. Whitechapel. Ferrocarriles llegando a su hora a la estación de Charing Cross. Scotland Yard. Baskerville Hall. Puentes sobre el Támeses. Niebla por decreto, etc. Seguro que habrá quien entienda... Alan Moore y Felix J. Palma saben de qué hablo.

    Otra cosa que quiero decir es que desde que murió el folletín la literatura es una mierda. La literatura con psicología interior y personajes complejos y con gastos mensuales dedicados a la terapia es una mierda. Una mierda bien gorda. ¿Por qué ya no hay literatura en los periódicos? ¿Por qué sólo hay malditas columnas de condenados escritores de moda? Joder, si leer columas periodísticas ya no tiene ni puta la gracia desde que espichó Umbral.

    Yo quiero un magazine semanal única y exclusivamente dedicado a literatura folletinesca. Viejos clásicos folletinescos junto a nuevos plagiarios folletinescos. Reverte, pedazo de bestia, deja ya de darnos la brasa con tus calenturas y escríbeme una a la Dumas, a la Salgari, a la Sabatini. Y lo mismo tu compa Marías, marchando una de Conrad, de Kipling, de Stevenson, de Twain. Dejad ya de haceros de oro con los periódicos y haced de verdad algo periódico que valga el mal papel en el que esté impreso... Que nos ríamos todos y no sólo vosotros, hostia.

¡Ah! Y profusamente ilustrado. Con molones grabados del XIX.
 
(¿Tío... pero si no has dicho una maldita palabra sobre los cuentos?...¡Anda coño!... pues es verdad... ya otro día, si eso...)
 
 


enero 03, 2013

Un hombre sin patria de Kurt Vonnegut

 


 

Kurt Vonnegut tenía allá por el 2004 más años de los que es higiénico y razonable cumplir en éste nuestro bienamado baño de lágrimas. Déjemonos de correctos politiquismos, de dirigidas biempensancias,  y arrojemos de una vez al más que merecido fuego purificador a todos aquellos mequetrefes que dicen sandeces como que haber alcanzado con creces las seis décadas es estar echo un chaval... Convengamos que rebasados los 70 lo normal es estar hecho un guiñapo.

Kurt Vonnegut, pues, estaba hecho un guiñapo humano, pero su cabeza y su ánimo y su espíritu crítico resistían aún el embate de los años, las administraciones republicanas y el alzheimer. 

De todos modos, aunque dormía pocas horas, lo cual le dejaba mucho tiempo libre para escribir y fumar como un poseso, Vonnegut se traía una novela entre manos que no le salía, que se le había encasquillado en el ápice del paladar escribidor. El título de la novela de marras era  «Si Dios estuviera vivo hoy». O al menos eso es lo que él mismo afirmaba.

Como Dios redivivo no se dejaba escribir, Vonnegut afilaba la pluma y el ingenio escribiendo graciosas invectivas contra Bush, la Humanidad contaminatriz y los académicos del Nobel, por un poner. Lo más divertido de Vonnegut es que siempre es capaz de propinarte un bastonazo en pleno rostro y aparentar que él no ha sido, que ha sido otro, quién sabe quién, aquél que corre por allá, pero él desde luego no, dónde va a parar, él sólo pasaba por allí... «Un hombre sin patria» reúne esas gráciles patadas en el escroto de nuestra especie.

Una de las cosas que siempre me llamó la atención de Vonnegut es la de que estaba constatemente recibiendo cartas de lectores.  «Kurt, mira lo que me pasa. Acónsejame qué hacer en este caso, Kurt»... O bien, «Kurt, querido amigo, estimado siempre, me has salvado la vida millones de veces»... O incluso, me imagino, cosas como «Estimado señor Vonnegut, ¿qué es lo que tiene usted exactamente contra el punto y coma?»... Entrañables misivas de ese palo o palos semejantes... Desde luego es una cosa que sólo se me hace meridianamente imaginable en Estados Unidos.

¿Por qué ningún editor sin escrúpulos ha editado ya un volumen con esas cartas? ¿Y con las respuestas de Kurt?... De hecho, se me ocurre que si esas cartas aún no han sido violentadas y fagocitadas por la maquinaria editorial es por la sencilla razón de que jamás existieron. Vonnegut era un maldito cachondo... Lo mismo me ocurre con la novela inacabada de Kurt, «Si Dios estuviera vivo hoy». Si de verdad hubiese existido quimera semejante los editores ya se las habrían empescado para vendérnosla en tapa dura, rústica y e-book... aunque sólo constase de diez cochinas páginas.

Claro que siempre  cabe la posibilidad de que los herederos del buen Kurt, su esposa, sus hijos, fuesen personas hechas y derechas, íntegras, inasequibles a la fáustica tentación del demonio editorial... 

Tampoco hay que preocuparse demasiado, antes o después la esposa  fallacerá, luego espicharán sus hijos, y entonces vendrá el turno de los nietos, esos monstruos sin memoria a los que Vonnegut tanto lamenta no poder legar un planeta Tierra en condiciones.
 
Ya se sabe, en esta puta vida todo lo que no es absurdo es paradoja.