Resistencia en el flanco débil

marzo 30, 2012

Amor (profiláctico) en tiempos revueltos


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Si después de la tormenta lo que viene es la calma, después de la guerra, pues, lo suyo es que vengan la degradación, el vicio, el crapulismo. Tiempos salvajes son las memorias alcohólicas y puterescas de un Joseph Kessel recién salido de la Gran Guerra y recién lanzado a la tierna veintena: los años briosos del no parar de mojar. Memorias de entonces, la Primera Posguerra Mundial, la Siberia depravada, las retinas hasta arriba de inhumanas estampas y el sacro escrotal hasta las trancas de amor seminal, eso sí, escritas desde la distancia que otorgan los setenta años, cuando ya entero uno está más hecho una higa que otra cosa y poco importa nada, poco importa todo, conque mucho menos la escritura, o lo que viene después, es decir, la lectura. Es por esto, digo yo, que son o las barrunto unas memorias disolutas pero púdicas, libertinaje de baja intensidad. Disipación para todos los públicos, impudicia, antes que nada, velada y melodramática. Kessel no se atreve a decirnos con todas las letras que enamorarse de una cabaretera sifilítica es mal negocio lo mires por donde lo mires, y que puede haber mucha distancia, si se quiere y se pretende, entre el pichabrava y el cabezaloca. Esta boquita pequeña o cobardía rastrera no me parece nada propia, amén de poco francesa. Si un Céline zombi levantase la cabeza a buen seguro le largaba un gordo escupitajo en la mortaja impoluta...


Les Temps Sauvages (1975) de Joseph Kessel                                                                

marzo 22, 2012

Roger Corman's Fall of Deeping Hall


The Hole of the Pit (1914) de Adrian Ross

¿Quién habla de diablos? —replicó entornando los ojos—. Para el sabio no hay diablo ni santo, sino fuerzas e inteligencias que tienen el poder de ayudar o causar daño, difíciles de controlar o mortales para los insensatos y cobardes, pero que responden a la palabra adecuada. (p. 103)

El agujero del infierno (1914) de Adrian Ross
en versión de Javier Sánchez García-Gutiérrez



Si obrase en mi poder lo que moderna y posmodernamente se viene entendiendo como máquina de tiempo wellsiana, el primero entre mis muchísimos viajes disparatados sería obligar a Roger Corman, aunque fuese a punta de pistola, a perpetrar una adaptación de El agujero del infierno de Adrian Ross. Sería en 1963, después de El cuervo y El terror, y justo antes de El palacio de los espíritus. Vincent Price haría el papel de avieso primo desquiciado y el escotazo siempre estupendo de Hazel Court, el de zorrón italiano; ni que decir tiene que Peter Lorre, entero él untado en betún, haría las veces del negro Pompeyo... Los desbarajustes espaciotemporales derivados de semejante incursión probablemente no derivarían en un presente menos indignante que el que hoy padecemos, pero a buen seguro mucho más cachondo y sicalíptico. Eso sin mencionar que las gaviotas, todas, se habrían extinguido...  



Hazel Court                                                                                                                                       

marzo 20, 2012

El paseante y su sombra


 Robert Walser

Pasear —respondí yo— me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. Un hombre tan inteligente y despierto como usted podrá entender y entenderá esto al instante. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear, no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo.

El paseo (1917) de Robert Walser
en versión de Carlos Fortea



Trodden Weed (1951) de Andrew Wyeth