Resistencia en el flanco débil

julio 30, 2010

¡A la mierda, Bailey!



Hay que ser muy bueno en lo tuyo para sacarse de la manga una novela como Huérfanos de Brooklyn. Si además se da el casual de llamarse Jonathan Lethem y ser, en efecto, Jonathan Lethem, entonces eso es ya determinante. Al resto de mortales sólo le queda ponerse a leer. A maravillarse y carcajearse a mandíbula batiente. Porque sí, hay que ser muy bueno en lo tuyo para sacarse del magín ese personaje irrepetible que es Lionel Essrog, huérfano de Brooklyn, hombre de Frank Minna, aquejado de Tourette, cáustico fantoche, Philip Marlowe de pacotilla, lector impenitente, ingenuo de genio tan autista como solipsista y, finalmente —pero no por ello menos importante—, buenazo de corazón romántico y bonachón mil veces pisoteado. Decir que Huérfanos de Brooklyn, antes que una vuelta de tuerca a la géneo policíaco, es más una novela policíaca zurda, no viene a cuento —aunque sea cierto—, porque aquí lo en verdad importante, la literatura y la escritura de muchos kilates, son el discurso y el discurrir ecolálico de la conciencia de Lionel Essrog. No importa que a buen seguro el contenido de la mente de un afectado de Tourette fuese prácticamente intranscribible a páginas impresas. Lethem consigue que Essrog parezca verosímil, consigue convertirlo en narrativa. Consigue que funcione, no sé cómo demonios, pero vaya si funciona. La realidad y la medicina están de más.


Resulta difícil no recalar en John Kennedy Toole y su conjura de necios. Ignatius Reilly y Lionel Essrog te ganan el alma y la carcajada de la mano del patetismo enternecedor. Si la novela de Toole es superior a la de Lethem sólo se explica porque aquélla tiene toda una cohorte de personajes memorables mientras que Lethem sólo nos regaló a Essrog y su verborrea. Léanla, copón, sólo el primer capítulo ya tendría que analizarse en las universidades de un mundo que jamás será éste.


julio 25, 2010

La élite de Salter



James Salter escribe tan bien que lo mataría. Es envidia sana, claro... o algo así. El caso es que La última noche vuelve a ser otra pequeña colección de relatos magistrales, del primero al último, como ya lo fuese Anochecer. La sutileza con la que Salter maneja las transiciones de tiempo y acción en sus historias es de esas cosas que parecen, vistas, leídas desde fuera, muy simples de ejecutar, pero que sin embargo sólo están al alcance de unos muy escasos talentos. La hondura de sus retratos de las relaciones humanas, la profundidad de su ojo vivisector, es otra gran capacidad difícilmente imitable. No es sencillo captar de una forma tan nítida la doble baraja con la que suele jugar el amor entre dos personas: su inasequible belleza pero a la vez, también, lo acre y doloroso que puede llegar a convertirse en el momento más inesperado. Como una orquídea silente y dormida que en un segundo te atrapa y digiere. El amor en James Salter es eso, una planta carnívora en pos del corazón humano, siempre el más débil, que es siempre el aún enamorado. Relaciones tempestuosas que son o que fueron, a mitad de camino entre una vida inundada de recuerdos y la enfermedad que trae el ocaso, los cuentos de La última noche revelan la asunción del ciclo vital, la inevitable madurez, pero a la vez una madurez rebelde, que renuncia a doblar la rodilla, no quiere aceptar o acepta a regañadientes la posibilidad de que, tal vez, lo mejor de la vida ya se ha consumido, de que tal vez no habrá una última oportunidad de volver a brillar. Una suerte de relampagueo acerado, la mirada desafiante y rabiosa en las escaleras al sótano de la muerte...

Salter comparte trono con Raymond Carver en lo más alto de la narrativa corta norteamericana, muchas veces incluso lo supera, pues su habilidad para la concisión y la elipsis se me antojan inigualables; pero Carver compensa esta distancia con verismo, con instantáneas de realidad que Salter no puede o no quiere siquiera concebir. Los personajes de Carver son gente ordinaria, perdedores del día a día como los hay a patadas en la vida con sólo levantar una piedra. Los protagonistas de Salter, en cambio, son siempre una élite de desahogados económicos e intelectuales que nunca pronuncian una palabra fuera de lugar porque ni su vocabulario ni su cultura son de este mundo. Una raza de superhombres extraordinarios que liberados del esclavismo de una vida mundana y servil pueden dedicar toda su energía al cultivo de la intelectualidad estética y las pasiones destructoras. En tanto los personajes de Salter se debaten desesperadamente por una nueva oportunidad para vibrar, sentirse felices y únicos, los de Carver malbaratan su existencia sabiendo que eso de "brillar" es siempre algo que les sucede a otros.

Salter se disfruta como una sala de museo, Carver como una atracción de espejos deformantes.



julio 21, 2010

La Legión de los Idiotas




Todo y ser una novela memoralística sobre la Primera Guerra Mundial, en Un año en el Altiplano no son recurrentes los pasajes de absurda masacre; las grandes masas de hombres al asalto con la bayoneta calada que terminan, sí o sí, desventrados en Tierra de Nadie, a los pies de la trinchera enemiga o la propia, o semienterrados en el fondo de un cráter de obús. Algo hay de todo eso, por supuesto, pero queda claro que a Emilio Lussu le pareció mucho más importante retratar a fondo el que él mismo creía, a buen seguro, el verdadero mal, MAL con mayúsculas, de todo aquel asunto. Mucho más terribles que la sangría y la matanza de aquellos hombres, más terrible aún que el propio sinsentido de la guerra, fueron, nos quiso decir Lussu, sus mandos; los generaluchos y comandantitos que se servieron del pretexto de la guerra para, mediante su ineptitud, su altanería, su ceguera, propiciar dichas masacres. Hombres que no tuvieron el menor escrúpulo en enviar a la muerte a miles de soldados por la simple ambición de un asecenso o una medalla, y que a la postre sólo conseguieron, una y otra vez, miles de vidas sacrificadas por apenas un palmo de tierra ganada al enemigo, las más de las veces ni siquiera eso. Aquí se hace inevitable recordar la figura del General Paul Mireau de Senderos de Gloria. Claro que donde Stanley Kubrick era trágico Emilio Lussu es irónico; evidencia la incompetencia y la tiranía de los mandos del Ejército, cualquier Ejército, a través de la humorada y la caricatura. Y he ahí el gran acierto del libro, introducir la sorna y la sonrisa cómplice en un escenario tan luctuoso como el de la guerra. Hasta tal punto que en ocasiones uno tiene la sensación de que se está asistiendo a la representación de una opereta con las trincheras por decorado, y que cada vez que aparece un tipo con la pechera floreada de galones, el uniforme inmaculado, se sabe que el bufón acaba de entrar en escena y que el catálogo de sus ridículos y payasadas es inagotable. Lástima es que cada una de esas bufonadas acabase por costar la vida de tantos hombres que no tuvieron la oportunidad ni de reír los últimos ni reír mejor. El pez grande se sigue comiendo al chico, por más que aquél sea un redomado estúpido.



julio 10, 2010

Corona de Flores: Neobarroco Condal


Así vuelve todo a su sitio, a su deslugar. Me hace sentir idiota este inútil querer pasar la escoba por el patio terroso de tanta sinrazón. Hoy más que nunca me se me antoja todo un cisco, un bullicio cloroformo que me sabe a esencia de nolotil, allá cuando me da el dolor de las atmósferas. Un asco protofarmacéutico. Y, claro, habida cuenta de semejante calistenia del músculo del aburrimiento, leer tochanacos como un perdido, como un auténtico kamikaze compulsivo, se me ocurre la única economía de guerra con arrestos. Que luego me empeñe en venir hasta aquí para departir y expectorar sobre mis experiencias lectoras —y lectrices— responde tan sólo a este estado necio mío, de diámetros ditirámbicos, que sólo se explica por una flaqueza congénita en mis aportes de oxígeno a los ventrículos del sentido común. Ustedes no me lo perdonan, lo sé, pero yo sí, claro; porque me quiero mucho en modo exógeno y porque no me queda otro condenado remedio. ¡Ay, Señor, cuánta incapacidad!

A todo esto, si me preguntan —y aunque no me pregunten—, tal vez les diga que la Corona de Flores de Javier Calvo es una posmodernidad de travesura, una vanguardia en color sepia perpetrada con la risa de niño malo y los dedos muy cruzados. Algo así como comprar un coche de época, un Rolls, un Hispano-Suiza, gastarte una pasta en restaurarlo para después, una vez listo, trufarlo de alerones y neones made in Moebius; un folletín tuneado. Con todas las virtudes del pasapáginas y felizmente huérfano de un afán de trascendencia que en ningún momento amaga, este retablo neogótico y neobarroco es nocillesco y mutante en las distancias, en sus arquitecturas formales; y un tebeo de superhéroes post-Sin City de entrañas para adentro. Tour de force más imaginativo que narrativo, pero en cualquier caso muy aplaudible, a mayor gloria de una ciudad de Barcelona que nunca podrá ser, o mejor, de la ciudad condal que pudo haber sido, tal vez, de no haber mediado la hispanidad, el ibérico marasmo, Calvo nos sirve en bandeja un cóctel saboroso que bebe tanto del refinado steampunk de Alan Moore como del gótico baturro de Pilar Miró —aunque sucediese en Cuenca—, y que sólo tiene el pero del no dejar huella ni mácula; se olvida tan pronto como se echa el cierre a la última página. Pero es que eso y no otra cosa es el folletín.






julio 07, 2010

Stark no es nombre de bien





La noche ya no es noche, al parecer, que es gesta, pero aun así sabe a humedad de sobaco y sabe a chicle de dos pesetas. El gato pide la hora, saca la lengua, espanzurrándose contra el terrazo busca en balde un fresco que no hay mientras maúlla aquello de que este calor ni es de recibo ni es de este mundo. Afuera se escucha el bocinal del pueblo del opio rojo, aunque eso sí, se escucha poco y se escucha flojo, ya que ésta, al fin y al cabo, no deja de ser una ciudad del montón, de tres al cuarto, cuyas cien mil almas reúnen apenas un par de huevos bien puestos. Aquí lo vital es y será siempre la tibieza. Eso, y no descontarse a la hora de los billetes en el refajo... Pero aquí lo inelegante sería hablar de lo obvio, conque mejor les digo que Stark es una nivola de putísima madre, a leer en dos tardes intensas. Una nivola negra con creces. Ya quisieran muchos que su primer vuelo relampaguease con semejante exhibición de desplantes a la galería: sólo lo justo en su justo lugar, donde debe y se espera. Crook story ejemplar, de bandera, con antihéroe yonqui, poli cerdero y rubiaza de curvas en venta, en la que todos apuestan hasta la camisa —y a veces también la vida— a caballo perdedor. Edward Bunker sabe de sobras que gana siempre la Banca. Más que perder o morir en el intento, lo que importa es jugar.