Resistencia en el flanco débil

diciembre 31, 2012

Crónicas Marcianas de Ray Bradbury


 


    Cabe iniciar este exabrupto con el detalle poco intrascendente de que antes de ponerme a escribir este exabrupto he estado mis buenos diez minutos buscando portadas de «Crónicas Marcianas» en el Internet. Ediciones en inglés, ediciones en francés, ediciones en italiano, en deutch,  en catalufo, checo, ruso, latín, arameo, griego clásico y hasta en esperanto. Hay semejante cantidad de portadas chulisisímas de este libro  milagroso danzando por ahí que no he sabido por cuál decantarme... Así que al final he optado por la más fea, que es, no lo dudéis, ésta que os pongo, la de Minotauro, en cualquiera de sus versiones y sucesivas ediciones, y después a la zaga le sigue en feúra y mal hacer diseñual la actual de Planeta (léase, Minotauro fagocitada por el clan Lara), que cualquiera de vosotros que ahora me leéis y no lo tenéis, empero, haríais bien en adquirir para vuestras palúdicas bibliotequillas.

    Se impone decir que no tengo el más mínimo reparo o escrúpulo en reconocer que hasta el día de hoy este libro milagroso no lo compraba la gente para sí, ni lo compraba para regalo, ni lo compraba para quemarlo por el libro mismo, el libro en sí, es decir, por su calidad intrínseca e irrefutable, sino que lo adquirían, como pasa con todo libro prologado por Jorge Luis Borges, por eso mismo, porque estaba prologado por el ciego Borges. Una de tantas injusticias y esnobismos del mundo libresco y literaturesco... Confío, sin embargo, que después de mi aportación de hoy, éste mi exabrupto de hoy, la gente enviará al cegarruto porteño a tomar por el saco y, en efecto, sí, esta vez sí, oh Dios mío di que sí, agotarán todos los ejemplares disponibles en el mercado de este libro milagroso por lo que en realidad es: una entrañable defensa de la fantasía.

    También albergo la esperanza de que el impacto de este opúsculo mío,  este exabrupto mío bradburyano, bradburyense, bradburnyego, consiga que la gente se lea el libro y deje de hacer lo que generalmente hace con todos los libros prologados por el cegarruto Borges, que es comprarlos, lrse el prólogo, y acto seguido entregarlo al moho de sus estanterías o a la húmeda entraña del trapero de turno o la almoneda de barrio.

    ¿Por qué el bonachón de Ray Bradbury se ganó el cielo al escribir este libro (milagroso y) marciano? 

    Por un este lado: porque les dijo a los hombres; ¡eh!, mirad, sois todos una cagarruta. Os las dais de súperimportantes y no sois más que una cagarruta. Todos vuestros valores y ambiciones: gloria, poder, dinero, son una cagarruta. Y todos vuestros logros en arte, técnica y moralidad también lo son, una cagarruta completa y fetidísima. En resumen, les dijo: hombres todos, sois una especie despreciable y no merecéis otra cosa que la exterminación... Pero lo dijo, ojo, y aquí el detalle importante, sin un sólo improperio o exabrupto —es decir, no como yo—, sin una mala palabra, todo educación y sutilidad y preciosista y dulce prosa poética. ¡Eso es estilo!

    Por el un otro lado: porque les dijo a los fans fatales de lo ciencificcionero: ¡eh!, mirad, sois una mierda plastosa y patética. Os las dais de enteradillos y mesiánicos y profetas y no sois más que una mierda plastosa y patética. Y todo vuestro panteón de divinos totems del Hall of Fame: Robert Heinlein, Asimov, Clarke, Fred Hoyle etc., no son más que una mierda plastosa y patética. Y todos vuestros lugares comunes baqueteadísimos, lo HARD CF, el Sagrado Primer Contacto, lo Replicante prometeico, lo Robótico y lo Extraterrestial no son más que una mierda plastosa y patética. En resumen, les dijo: fans fatales de lo cienciaficcionero, no basta con sacar dieces en física y matemáticas, también hay que querer dar de comer a la mente condenadas buenas historias, condenadas buenas historias bien escritas, joder, cacho gaznápiros plastosos y patéticos... Pero lo dijo, ojo, y aquí el detalle esencial, sin dar un solo nombre propio, sin señalar, sin tirar una sola piedra sobre el tejado propio ni el ajeno, todo elegancia y sutilidad e imaginativa y portentosa prosa poética ¡Eso es talento! ¡Eso es saber estar!

    Nadie antes que él había utilizado poesía para hacer ciencia ficción. 

    Nadie antes que él había demostrado que la ciencia ficción podía ser poética. 

    Nadie como él demostró que la ciencia sin fantasía no sirve de nada (BMW no patrocina este exabrupto).

    Conque no me sean cagarrutas y patéticos y plastosos mierdas; lean esta maravilla los que aún no lo hicieron, reléanla los que ya lo hicieron, y regálensela a sus vástagos y pequeños sobrinos hideputas para estos reyes. 
 
    Eso no les salvará de la exterminación que se tienen tan merecida, pero hará más humana y entretenida su espera en el corredor de la extinción...
 
 

 

diciembre 29, 2012

Napoleón Bonaparte, "le petit" facedor de viudas...

 



   Hoy toca una de hostias, de batallitas guapas, de sangre a borbotones (¡ese Rafa Reig!). Se titula «La batalla». La escribió Patrick Rambaud (que no Rimbaud, ojito). Y se llevó un buen fardo de premios franceses, entre ellos la Muñeca Chochona, o sea, el Goncourt. Esto no es de extrañar, pues es una novela en la que todo, desde la pólvora hasta las boñigas de la caballería, es y huele a francés. ¡Vive La France! ¡Vive Le Cocq Esportive! Pues que vivan...

   Vencer sólo da algo de lustre y de gloria a la larga y una cantidad infame de dinero a la corta, eso de la oficialía para arriba, claro, ya que se entiende que de la oficialía para abajo, se pertenezca al ejército que se pertenezca, lo suyo es perder siempre, sí o sí, y también espicharla la mayoría de veces. La guerra es y ha sido siempre ansí.

   Pero vencer, como decía, no tiene épica. La épica, camaradas todos, está en la derrota, la debacle total, y también, por supuesto, en la retirada... ¡Eso es poesía! Por ello todos los libracos de batallitas que se precien de semejante nombre cuentan siempre el desastre y la calamidad. Da mucha más cancha. Queda más fetén.

   «La batalla» del Rambaud, Patrick, es uno de esos buenos libracos de sangre y fuego que se precian de semejante nombre.

   En concreto: este novelo narra la primera derrota de Le Petit Cabron, alias Bonaparte, y su Grande Armée, en Essling, Austria, a orillas de un Danubio que no era azul, au contraire, mon ami, que bajaba el hijo puta crecidísimo, bestiajo y asesino a más no poder, y con más barro y escoria que agua. Corría el verano del 1809, o sea que ya hacía más de un año que Goya disfrutaba de los royaltis de sus fusilamientos...

   Lógicamente, al ser Rambaud francés, no llama a Napoleón «Le Petit Cabron», esta licencia sólo se la permite el jocundo Pérez-Reverte —si ustedes son asiduos a estas letras de mierda mías, ya habrán podido comprobar que yo a Arturo lo amo y lo odia a iguales partes y ambas caras de la moneda al mismo tiempo—, que duerme, Pérez-Reverte, como decía, siempre con un ojo abierto y un arcabuz bajo la almohada, ¡voto a bríos!... De todos modos, aunque no lo llame cabrón con todas sus seis letras, no es ello óbice para que Rambaud, repito, francés y compatriota, sin llegar el exabrupto, retrate al Emperador como lo que fue: un megalomaníaco y redomado cabronaco, hacedor de viudas. Para que luego digan que a los franchutes sólo les pone el chovinismo.

   La narración batallesca está muy bien, te mete en harina, hay múltiples decapitaciones por bala de cañón y miles de desmembramientos y balazos en la sesera. Casi se sienten como propias la sensación de asfixia y desorientación en mitad del humo negro, la pólvora, la sangre y los gritos desesperados de dolor y de agonía. Mención aparte merecen los pasajes en que entran en juego los médicos de campaña, cuya obsesión no es otra que la de amputar miembros serrucho en ristre. Todo muy reconfortante y como para acompañar las comidas.

   ¡Qué tiempos aquellos, señores! ¡Qué tiempos! ¡Cuando había hombres!

   ¡Ah! Y también sale Henri Beyle, que todavía no se había convertido en Stendhal, pero ya andaba tomando notas todo el rato en la moleskine. Como en el fondo ya intuía que la Historia de la Literatura lo reclamaría para sí, el tipo se las empesca todas para estar como a tres kilómetros de la bala perdida más cercana, el muy tunante, eso sin descuidar la labor de levantarle la novia a su amigo y pintor e ingeniero de puentes-chapuza, Lejeune. Qué tipo el Stendhal este, un truhán...

   El mejor momento del novelo sucede cuando el moribundo mariscal Lannes le dice a Napoleón que acabe ya con esa guerra, que es todo un absurdo, que se dé cuenta de que ninguna masacre semejante conduce a nada... Napoleón, por supuesto, se pasa el consejo por el forro de su úlcera (¡Sacrébleu!). Luego el lucido espicha y Le Petit Cabron sigue a lo suyo, descalabrando el mundo...

   Es el instante en que vemos claro que todo gran poder lleva consigo una grandísima necedad.

   Y ya. 

 


 

Straw dogs



Cerró el libro, cansado, harto de todo menos del libro, pero cansado, cansado del libro y de no tener alternativa al libro, tirándolo sobre la cama, luego miró la nada de la pared blanca y ajena, luego cerró los ojos, ni siquiera supo preguntarse si sería capaz de llorar. En lugar de eso se preguntó por enésima vez qué demonios estaba haciendo allí, tan lejos de todo, de todos, de sí mismo. Había perdido ya la cuenta de las veces que fue incapaz de contestarse otra cosa distinta de un silencio denso, percutor. Luego quiso pensar qué haría la mañana siguiente, qué andaría haciendo, con suerte, la semana entrante. Diseñó inverosímiles horarios y mapas para unos días en los que ni siquiera confiaba, unos días que ni siquiera quería para sí, sentía que no le pertenecían desde hacía cuánto... ¿Que no se pertenecía desde cuánto tiempo atrás? Más silencio derramándose... Pese a todo, convino que ya mañana sería otro día, justo para no irse a la cama, como tantísimas noches antes que aquélla, con la íntima certeza de que se había convertido poco menos que en una bestia sin escapatoria. Otro animal atrapado en un reflejo roto. Eso. Sólo eso. Después se quedó dormido. Un sueño largo en una noche corta, sin sueños.

diciembre 18, 2012

Love Isn't in The Air

 

   Ved, amigos, lo acertado de la cubierta de este librillo menudo y esclarecedor, vean cómo el diseñador de la misma, don Ángel Uriarte, maestro enorme, nos brinda a la novia toda ella coloreada, de punta en blanco, de punta en níveo, la novia, ella entera núbil y a la par predadora, dispuesta y emperifollada y anhelando el momento del sí quiero, venga, dale vamos, que hoy es mi gran día. Y he dicho bien, he dicho a propósito, he dicho «mi gran día», no el nuestro, de los dos, la pareja, porque mirad en cambio al novio, que aún no se ha entregado al sumo sacrificio de la sagrada ceremonia y ya está negro. Negrito del todo.

  
«Noche terrible» es una masterpiece tremenda del argentino, y sin embargo amigo, Roberto Arlt, que abunda sobre los muchos contras y los apenas pros de la Sacrosanta Institución del Matrimonio. Es, por supuesto, un relato del todo intempestivo y por entero, todo él, de principio a fin, bendita misoginia. ¿Acaso, sabido su tema, podría ser de otro modo? No, no, por supuesto... Todo esto que tantas de vosotras calificaríais de perfidia y torticera incorrección —y no sin razón, por cierto tampoco le resta a la historia y al tema, sin embargo, un ápice de lucidez, esto es, de incontestable verdad.

   La noche terrible a la que hace referencia el título es la noche previa al casorio funesto, en el que el novio decide, entre sudores fríos y ominosos presagios, si a la mañana siguiente deja o no plantada  en el altar a la novia. Y pese a que yo no he parado de descojonciarme de la risa durante toda la historia, no os quepa el menor asomo de duda, nos encontramos ante una de las cumbres del Cuento de Horror. Horror PreterMarital.




diciembre 17, 2012

Tenemos que hablar del chocholoco de Katie (no me apellido Shriver)...

 


 

   «El honor perdido de Katharina Blum» es un librito pequeño pero a la vez generoso que se lee en unas horas, un libro que da mucho en muy poco tiempo, lo que, por supuesto, aumenta su valor intrínseco y debería aumentar nuestra estima extrínseca por él, también por su autor, pues libros así, autores así, nos rescatan a los bibliofrénicos un tiempo valiosísimo, en el que seguir inyectándonos más y más letra impresa por vía intravenosa.

   Deberían escribirse más libros como «El honor perdido de Katharina Blum», libros cortos, intensos, directos, enriquecedores, historias de leer en un día y listos, que no nos llenen la cabeza de anecdotario estéril y submorralla argumental, como las hay a patadas.

   Hacía dos años que Böll había recibido el Nobel cuando entregó «El honor perdido de Katharina Blum» a la imprenta, que todo y basarse en hechos reales, hechos violentos, hechos luctuosos, no puede estar más lejos del telefilm barato, del «librofilm» casposo, que es un palabro ("librofilm") que me acabo de inventar con el menor de los esfuerzos, y que tan a buen seguro a ustedes no les ha costado un milisegundo asimilar.

   «El honor perdido de Katharina Blum» es un libro-denuncia. ¿Y qué carajo denuncia? Pues denuncia que la sociedad humana, la civilización mequetrefe, su masa social, es esencialmente malvada, es esencialmente cabrona, esencialmente letal; y que el Estado es una máquina de triturar individualidades, una apisonadora sin escrúpulo ni miramiento alguno. Vaya, que no nos desayunamos con nada nuevo, pero es que estamos hablando de 1974, ya saben, de cuando había dos Alemanias, una más bien —de— diestra y la otra muy siniestra.

   «El honor perdido de Katharina Blum» va de Katharina Blum, que es una mogijata y una estrecha, una mujer recta, hacendosa, virtuosa, como es de ley, y que de buenas a primeras —de la mañana a la noche— descubre en esa misma noche el gusto del amor y el gusto del falo. La sociedad biempensante puede llegar a aceptar, aunque muy a regañadientes, que a una mujer le dé la fiebre y la locura del amor, pero jamás perdonará que una mujer moje sus bragas pensando en el falo. Esto no es sólo obsceno e inmoral, es incluso peor, es rojo: ¡es comunismo!

   El título de «El honor perdido de Katharina Blum» hace referencia, por tanto, no al virgo entregado a la voluptuosidad de la carne, sino a la recta conciencia entregada al sucio furor de la hoz y el martillo, ambos dos dándole duro al pistón.

   Leído «El honor perdido de Katharina Blum» hoy día, cuando ya no hay Muro de Berlín ni Guerra Fría —o casi—, ni en general —una vez jubilada la Merkel— gobernante ninguno que no provoque risa o gunitera, y la China comunista es una de las principales economías de este chusco que habitamos, sigue demostrando, empero, lo que ya demostraba en 1974, dos años después de que a su autor le otorgaran un Nobel de los menos discutibles: que los gobiernos liberales, más papistas que el papá, caerán como han hecho siempre, con toda su ferocidad y violencia «democráticas», sobre todos aquellos cuyos flujos vaginales y viscosidades seminales no se entreguen y entremezclen con un único y exclusivo objeto: el productor —es decir, el «reproductor»—; verbigracia, más-carne-de-cañón-para-El-Sistema. Más mano de obra a precio de saldo. Más dinero. Sucio dinero, pero DINERO al fin y al cabo...

   Se dice y se comenta que pocas semanas después de salir a la venta «El honor perdido de Katharina Blum», Heinrich Böll salió a la calle sin su mítica boina, lo cual le reportó una nariz enrojecida y congestionada durante días, un a todas luces inoportuno catarro. Se dice también que una de esas constipadas jornadas quedó con el filmmaker Volker Schlöndorff, para echar unas pintas. Hay hasta quien da por cierto que en dicha quedadada cervecil no sólo intercambiaron viruses respiratorios, hay hasta quien asegura que uno de ellos —no sabemos cuál— le dijo al otro —tampoco sabemos cuál, aunque en este caso por fuerza tuvo que ser el otro—: «Tenemos que hablar del chocholoco de Katie, compañero...»

 


 

 

diciembre 14, 2012

Bastardos de Ícaro


The Hunters (1956) de James Salter                                                                               


De ordinario a los editores les gusta vender como "alegatos antibelicistas" todos los libros o novelas ambientados en guerras, lo sean éstos en verdad o no. Parece que en esta sociedad nuestra, todo apariencia y nada detrás, está mal visto dar a leer al público un relato simple y llanamente bélico que no belicista ni beligerante sin atribuirle, muchas veces tan gratuitamente, una intachable altura moral que justifique la entrega a la imprenta de líneas manchadas de sangre y campos de muerte. Somos así de hipócritas.

Pilotos de caza desde luego no es un alegato antibilicista, ni siquiera es un relato bélico, aunque narre la guerra en el aire en Corea. Se me ocurre que la comparación con el actual mundillo de la Formula-1 puede servir mejor al caso. Lo único que diferencia a los pilotos de Salter y los Vettel, Alonso, Hamilton y Button de hoy día es que los primeros asumen que podrían morir cualquier día, en cualquier misión, quizá la próxima, mientras los segundos sólo contemplan espichar si tienen muy mala potra... Por lo demás, unos y otros son la misma mierda: inmaduros egomaníacos, vanidosos machitos malcriados, pagadísimos de sí mismos, a los mandos de una endiablada maquinaria de muerte y velocidad.

Pilotos de caza no puede ser un alegato antibelicista, ni siquiera un relato bélico, porque no hay guerra en sus páginas. En ninguna de ellas se menciona el curso de la contienda, ni los pilotos, ni uno de ellos, se preocupan por cómo van las cosas allá abajo, en la tierra donde sus compatriotas se están ahogando en la muerte, el barro y la escoria de la infantería. A los pilotos de Salter les importan un comino sus compatriotas, su patria y la mismísima guerra. A ellos lo único que les importa es ganar, derribar al adversario, para ellos la guerra no es sino el vehículo a través del cual demostrar que son los mejores, y ni siquiera en plural, que cada uno de ellos es el único y sinpar NÚMERO UNO. Un As del aire. Ser "el AS" del aire. Ésa es su íntima aspiración y su única meta. Pilotos de caza es por tanto un alegato, esta vez sí, pero antiegotista.

Igual que la Formula-1 da por sentado que la mejor forma de convertir su negocio en circo de masas es potenciar primero y enfrentar después el ego de sus pilotos, el Ejército sabe que la mejor manera de convertir a los suyos en óptimas máquinas de derribar aviones no es cultivar el odio al enemigo, sino la rivalidad entre compañeros. El juego de los "héroes" es así de sucio, pero funciona...

La transformación que sufre al final del libro su protagonista, Connell, más que probable alter ego del propio Salter, dibuja un inequívoco punto y aparte. Harto de ser otro buitre de los derribos, sediento de gloria y borracho de vanidad, Connell se desmarca de sus "compañeros" y competidores con un supremo acto de altruísmo y abnegación, renunciando a ser coronado As entre Ases, y accediendo a un estado mental y espiritual superior, en el que la grandeza de surcar el Cielo y la posibilidad de hacerse Uno con él a través del vuelo, aunque sea a través del propio autosacrificio, convierten en risible y miserable cualquier noción de Yo, de Ego.

Y en efecto parece que haber alcanzado a través de la técnica la gloria y la proeza del vuelo, el sueño de Ícaro, para mancharlo después con nuestras absurdas torrenteras de destrucción y nuestras estúpidas eyaculaciones de vanidad, no sólo se antoja una victoria pírrica, también indigna de una criatura capaz de surcar los cielos.


Salter, a bordo de su F-86 Sabre, durante la Guerra de Corea                                        

diciembre 12, 2012

Enanos coñones, fantasmas esclavos, pasadas de vuelta y demás barbarismos



   Desde que los gañanes del mundo pasaron de estar encadenados al arado y al barbecho a ser esclavos del telar y la fundición 20 de cada 24 de sus horas, decimos que vivimos en la «Era Industrial». También haylos muchos, hijos de la gran puta, con los bolsillos siempre a reventar de billetes, a quienes también les dio por llamar a esto «Progreso».

   La cuestión es que desde que estos buitres sin alas nos instalaron en su era del Progreso y de lo Industrial coincide que se viene utilizando la expresión «Otra vuelta de tuerca», no para ver quién es el más bestiajo del pueblo y puede apretar más la tuerca de marras, cual si fuere una moderna Excalibur, sino, antes bien, para dejar probado y sentado quién es el más listo e ingenioso de la fiesta, o lo que también viene conociéndose como nombrar al más pollilargo del lugar. Obsesos de la última palabra de cualquier maldita cosa.

   Henry James, por ejemplo. Dijo: «voy a ver si me quedo con toda la peñuqui en esto de las narraciones de fantasmas», y escribió «Otra vuelta de tuerca». "The Turn of the Screw" para escolarizados de pago y en general gente de fuera con posibles.

   Creía que con esto ya lo había conseguido, pobre, ser lo más in  del panorama del terror literaturesco, sin saber que a la postre el gran contador de Ghost Stories, de apellido James, que recordaría la Historia no sería él, sino Montague Rhodes (James), por muchas turns a la screw que a James (Henry) le saliesen de la mollera o por tan pasado de rosca se tuviera.

   O Alejandro Amenábar, por ejemplo. Dijo: «Voy a darle otra vuelta de tuerca a "Otra vuelta de tuerca" pero sin que se note que la estoy copiando en lo esencial, no sea que me digan que soy un hijo del intalento», y rodó «Los otros», historia de casa vieja con mujer en camisón y niños dentro, en la que, como todos ustedes saben —o deberían ya a estas alturas—; son ustedes, lo saben —o reincido, deberían—; los mortales,  ustedes todos —no escurran el bulto, no—, los que acosan a los muertos fantasmáticos y nos los dejan desayunar en paz.

   «Otra vuelta de tuerca», el libro, es una cosa tan bien hecha, tan sutil, escanciada de una manera tan soberbiamente ambigua, que puede observar múltiples y alocadísimas interpretaciones.

   La mía, por ejemplo: Los fantasmas de Quint y la señora Jessel no pueden descansar en paz porque son los niñoides cabrones, Miles y Flora, los que los llaman y los sacan del limbo para correrse con ellos —y en ellos— juergas macabras y ultraterrenas.

   El verdadero Mal, por tanto, el verdadero Horror, por tanto, no reside en los aparecidos, meros esclavos de los niñatos coñones, juguetes rotos de bruma en sus tiernas manitas de futuribles odiosos dandys. Los fantasmas, que fueron sirvientes en vida, y en consecuencia deben seguir siéndolo en la muerte —¡sólo faltaría!—, no pueden encontrar su ectoplásmico camino hacia la luz porque estos vivos malnacidos menores de 14 años, diminutos satanases de buena cuna, disfrutan haciéndoles pasar las de Caín.

   Cualquiera que ha traído al mundo criatura sabe que esto es así...

   Tenemos entonces que el tour de force de James (Henry) —pues desde que se inventaron las escuelas de idiomas y las academias de esquí ya no decimos «vuelta de tuerca», decimos «tour de force»—, fue avisarnos de que el Horror no habita más allá de las puertas de la Muerte, sino que se engendra, crece y es expulsado, finalmente, desde el más acá de las piernas de la Mujer.

 


diciembre 02, 2012

Hemon y sus mentiras (Pesares & Coyundas)



   Aleksandar Hemon nos muestra varias polaroids de lo largo de su vida. En forma de cuento. Polaroids narrativas. La mitad de cada yo —cada él— de sus cuentos es verdad. Otros tres cuartos son mentira. Las cuentas no salen, ya lo sé, pero, señores, esto es literatura... Me importa un bledo conocer qué mitad es verdad y qué tres cuartos son mentira, a mí lo que me interesa es cómo asienta la mezcla en el paladar. Y la mezcla sabe bien las más de las veces y bastante de puta madre en un par o tres de tentativas. Así que el saldo no está nada mal.


   El Hemon de «Amor y obstáculos» es un yo mitad autobiográfico y tres cuartos trola que se pasa el tiempo y las páginas ansiando mojar el churro mientras intenta enchufarle al personal un cuento o poema o ensayo o affaire literario titulado "Amor y obstáculos". Dicho cuento o poema o ensayo o affaire literario, sencillamente, no existe, se lo saca Hemon de la chistera para darse coba mientras busca la hendija de la las féminas y tantea la oportunidad de meter su churro dentro. De ahí, suponemos, la cerradura en forma de corazón de latón de la tapa del libro, todo un hallazgo erótico-subliminal invocando el coito ya desde la portada, pero sin tener, en útima instancia, el coraje de titular la cosa con honradez («Follar sin obstáculos»), porque vete tú a pensar qué dirá la gente, y además la de ventas que se van a perder. Qué avispados, maeses editores, ay que ver...

   Todo lo cual para distraer su atención, no la atención de ustedes, no la atención del lector, sino la del propio Hemon, distraer a sus sosias diversos, sus yoes polaroid, del que el escritor siente su verdadero e íntimo castigo, su drama vital auténtico, que no es la falta del follar, tal y como, aviesos pensadores, podríamos imaginar, nada más lejos y menos priápico; que, antes bien, es más un complejo de culpa como un castillo en los Cárpatos, porque cuando los Balcanes saltaron en pedazos él estaba en los Chicagos, de modo que su particular guerra fratricida el hombre tuvo que chupársela entera en diferido.

   Y es que definitivamente el «Heart of Darkness» conradiano no es lo mismo leído que vivido, conque quizá sí, quizá mejor no pensar más en ello, todos mis hermanos de sangre allí, haciéndose picadillo, y yo aquí, tan lejos, tan a salvo, sin otra cosa mejor que hacer que emborronar infolios o pantallas con mis trolas sicalípticas. Mejor así, mejor olvidar tanta pena, tanto dolor, mejor seguir escribiendo para follar...