Resistencia en el flanco débil

agosto 29, 2010

El centro de la fiebre, corazón de la perplejidad



Se hace difícil hablar de una novela como El ladrón de morfina, tan rebosante de matices y claroscuros brutales, tan rica; una novela tan poco, tan nada novelesca, pero tan narrativa. Y al tiempo tan poética. Porque tiene el ritmo y la cadencia y los pasajes lumínicos que sólo surgen de un talento de poeta... Un placer y un desafío. Un laberinto de asombros constantes, de principio a fin, la mayoría de ellos brillantes en su factura e incómodos por su fondo. Un escritor español del siglo 21 hablando de una guerra tan lejana y tan ajena como la de Corea. Suena intempestivo... Claro que esa guerra concreta, ajena y lejana, es sólo un pretexto, lo sabemos, para hablar de todas las guerras, cualesquiera, o aún mejor, más difícil todavía: el pretexto para hablar de las hombres en guerra, diseccionar su mente socavada, su destruido corazón. Todo el ladrón de morfina es un palimpsesto de voces y tiempos de narración distintos y dísimiles, del pretérito al futuro y vuelta al pasado, del tú al yo pasando por un íntimo nosotros: la montaña rusa de rompecabezas ficcionales orquestada por Sandoval no deja nunca de descolocarnos, manteniéndonos en vilo.

Al cabo, muy probablemente El ladrón de morfina no sea un relato bélico, ni siquiera antibelicista, pues su hábitat es el negro contenido de la entraña en gangrena y la mente envenenada, de las cuales la guerra es sólo la raíz y no la causa. El horror. Ese horror conradiano tan en boca de todos desde que Coppola empezó a ser Coppola, reside en el hombre, le es partícula esencial, su envés tenebroso, y la guerra sólo actúa de espoleta. El último libro de Mario Cuenca Sandoval parece ser, pues, el relato de la caída voluntaria en el sueño de la locura como camino a la vez de redención y de evasión. Que busca la redención para un alma torturada por sus recuerdos, todos y cada uno de ellos, también, remordimientos. Que busca la evasión de una realidad que se ha vuelto intolerablemente absurda, en la que todo está del revés, y de la que sólo una inmersión opuesta, por tanto, la alienación, puede servir como vía de escape.

La locura entendida y servida no como pesadilla sino como sueño inducido —por la morfina, por el espanto, por la culpa—: no como delirio sino como máscara: como literatura. Recordar, inventar y reinventarse en la ficción, en la literatura, ante el horror y el miedo de uno mismo. Saberse humano, demasiado humano, y que eso es una herida —una enfermedad— que no ha de sanar.

Foto: Al Chang (28 de agosto de 1950, Haktong-Ni, Corea)

agosto 18, 2010

El Principio Antrópico o de los Tentáculos bien puestos



En estos días veraniegos —y en verdad negados, no doy una si no es a siniestras— en los que todo el mundo que se cree en posesión de una sinapsis con pedigrí dice la suya sobre el final de Origen, la película sobrevaloradísima de la temporada, la de las capas de cebolla con moho en el centro, la de los ascensoristas astronautas vestidos de Armani, con más trampas y agujeros que los calzoncillos de Bukowski, estaría bien, por ejemplo, devanarse las meniges con los múltiples niveles de ficción y realidad, metaficción y metarrealidad, de los microrrelatos de Javier Esteban, estos sí sin trampa ni cartón, quizá porque la materia esencial de la que se nutren es la potentísima imaginación abierta a la nada, sin preconcepciones, y no, en cambio, la falsa prestidigitación teledirigida de Christopher Nolan.

Se me ocurren pocos libros —es un decir, ahora no se me ocurre ninguno— tan plagados de lugares comunes al tiempo tan irreconocibles, tan nuevos por mutados, tanta es la dosis de radiación de ingenio a la que han sido expuestos. Allá donde el tópico y el mito mil veces ciclostilado son atomizados y convertidos en carne nueva de ficción por los B'52 e Ictíneos Polaris directamente surgidos de la mente de este escritor que no quiere entender la escritura si no es como subversión, nos daremos de bruces con el acerado filo del Principio Antrópico, y ya sólo por eso vale un potosí de los buenos, de los de las minas marcianas...

Esteban es un doctor Frankenstein de poco escrúpulo, un Herbert West de los demonios, a medias Fu-Manchú indoeuropeo, la otra mitad Moriarty radiactivo, auténtico mad doctor de los huevos, nos pone a prueba en cada línea y le importa un pito si te quedas en el tortuoso camino; tus vísceras de perdedor serán pasto de las fauces de zombis crísticos y arcángeles ectoplásmicos: El Dorado de un Nuevo Fantástico abrirá sus puertas sólo a los muy avezados. ¿Cuántos están dispuestos a aceptar el desafío?

Precisamente porque su autor es una verdadera máquina de triturar, procesar y, finalmente, deconstruir cultura, sus relatos, sus textos, los micro y los no, conforman una pequeña máquina infernal de doble filo y sentido inescrutable cuyo combustible, para bien, para mal, es la multirreferencialidad. No cualquier mortal puede campar a sus anchas por sus campos minados de guiños procaces y tributos desdoblados y apócrifos. Lo que es una traba, un contra. Pero lo que es un contra para unos es pro para otros, que nos hemos dejado las pestañas y la vida mamando libros, tebeos y películas de toda catadura. Surfeamos por su mar picado y minado como delfines ígneos... y aun así a veces también nos la pegamos con todo el equipo. Nunca se está suficientemente al tanto y el mínimo desliz se paga caro.

En este sentido, quizá y sólo muy probablemente, algunos que escribimos podamos y queramos ver en el libro de Esteban un toque de atención que empieza a ser espinoso obviar. La generación blogger, que se supone viene detrás de la nocilla y ojalá desbanque pronto a la Ikea, si es que en último término parte de ella pretende dar el salto a la página impresa, deberá considerar en algún momento el prescindir de un lector online, casi siempre afín y también casi siempre bien dispuesto, tras la pantalla, para apuntalar su literatura. Al fin y al cabo, entiendo, se trata de narrar historias, y ahí afuera, quiero decir, "ahí afuera", en las librerías, los lectores cómplices son los menos, y muy pronto empecerá a cotizar en la Seguridad Social una estirpe —me produce sudores fríos utilizar el término "generación" en este caso— de jóvenes que piensa que Hal 9000 ha de ser por fuerza lo último en hipervideojuegos o un fijador para la cresta, una de dos.

Lo fundamental, sin embargo, es que Esteban ha escrito lo que le ha salido de dentro, con una sinceridad y una integridad que son prácticamente un suicidio, y por encima de todo, con sentido del humor, que es siempre, pienso, lo más difícil en literatura, lo que menos abunda. Porque todos hacemos una puta gracia de la hostia, por absurdos y por ridículos, pero no cualquiera está dotado para hacer reír y sonreír. De puta madre.

agosto 12, 2010

Bolaño en el castillo



Pienso en Bolaño y me lo imagino, una de dos, o bien en la garita del camping aquél de Castelldefells en el que languideció no poco tiempo, aprovechando las horas de un trabajo alimenticio y servil para escribir como un poseso, o bien delante del computador, pero no para escribir, sino concentrado en una virtual Stalingrado, pugnando por romper el cerco táctico que significó el principio del fin del Tercer Reich. Como escritor en estado nocturno y salvaje o como wargamer. No pienso en ningún Bolaño distinto de esos dos...

No hace mucho, mientras mis tropas de élite panzer eran inmisericordemente aplastadas en un infructuoso intento por retomar Carentan, me pregunté en voz alta, desesperada, vencida, que qué coño hacía yo allí, a mis treita y pico tacos, jugando a alargar la vida del Führer mediante soldaditos de plástico a escala 1:72, y J., que era quien tenía en ese momento enfrente y venía de finiquitar lo poco en pie de mis tropas con su último ataque paracaidista por el flanco izquierdo, contestó: "no suele ser ni una fascinación por lo nazi ni una obsesión militarista, es más la erótica del 'y si...', ¿sabes?, cambiar el curso de la Historia, triunfar donde fracasaron Napoléon primero y Hitler después". O lo que es lo mismo. Tener el cerebro del millón de dólares por sesera.

En la línea abierta por Marcel Schwob con Vidas imaginarias y culminada por Borges —Historia Universal de la Infamia, Pierre Menard— y Stanislaw Lem —Vacío perfecto, Magnitud Imaginaria, Golem XIV—, La Literatura nazi en América es un arranque sorpendente de metaliteratura anticipativa: vidas inventadas que, no obstante, podrían haber sido o aún pudieran ser. El apócrifo desfile bio-bibliográfico de un sinfín de ficticios escritores infames que no necesitaron de la victoria nacionalsocialista para dar al mundo una obra de discutible moral, aunque no por ello de necesario demérito literario. Un reverso tenebroso. Porque aunque los "escritores nazis" de Bolaño no existan —o aún no se hable de ellos— no quita que sí exista —y se lea a— Tom Clancy, por un poner ejemplos vergonzantes.
Sorprende para bien que Bolaño leyó a Phlip K. Dick y su Man in the high castle y sorprende aún más que conocía el Iron Dream de Norman Spinrad, dos clásicos del género en el que el Tercer Reich y la idología nazi, por esos azares de la ucronía, acaban campando a sus anchas por el mundo. De hecho, la literatura de ciencia ficción y las novelas populares de a duro están omnipresentes en todo el libro, como una debilidad insoslayable. De todos modos, su manual de literatura nazi no es, como aquéllas, una historia alternativa, no es un qué se habría escrito en una versión de Universo en el que Hitler gana la partida, la nómina de escritores depravados de Bolaño lo es, depravada y abyecta, aunque no necesariamente indigna, precisamente porque se desarrolla en la clandestinidad del oprobio al vencido.

Es este el libro de un Bolaño tan a partes iguales narrador como wargamer, tan estudioso y amante de la literatura como de la Segunda Guerra Mundial y el malditísimo siglo XX. Escritor y General en uno, estoy seguro de que con ningún libro suyo se divirtió tanto como con éste: el caso era manejar —y desmadejar— vidas al antojo, ya fuesen éstas vividas o ficticias. El juego de siempre, que todo lo valida. Ser, una vez más, el Gran Titiritero. Tener por sesera el cerebro del millón de dólares que engendra los hilos del mundo.




agosto 03, 2010

De aquí parte la simetría


De repente vino el tipo aquél, Aristóteles, y soltó toda la inmunda parrafada, que si el camino del exceso, que si el camino del defecto, que si el camino de enmedio, bla, bla, bla, y aquello fue ya la semilla de la pifia suprema. Hace tiempo que he perdido el norte de mis desvaríos, eso seguro, y así no hay escritura ni subliteratura que se avengan a rumbo; la puerta del folio —la pantalla— en las narices, eso por no mencionar que a estas alturas de día —de noche— el cerebro me pide para ponerse en marcha mucho más azúcar del que mi dieta está dispuesta a ceder: pocos absurdos más colmo para cualquier pluma con arrestos que tornarse light. Me cago en la leche. Antes era el sexto hombre de un equipillo de tercera, ahora ya ni siquiera se puede decir que chupe banquillo, me llaman de tanto en tanto, cuando les falta gente y no llegan al número, para que figure en acta, poco más. Por eso me debato entre antagonismos de frenética raigambre como ese espectador de fórmula uno en que todo es pose y mostaza de perrito caliente en la comisura de la bocaza: como él, parpadeo atónito entre ensordecedores trallazos multicolor deslizándose a mi vera para después tirarme el moco y dármelas de turista moderneta, hondeando en el aire mi entrada como si fuese la bandera de una nación superior, con la que ni los klingon se atreverían... Es un decir. Pero sí, leer simultáneamente a Umbral y Marías por fuerza te ha de florear de hongos la cabeza. Con Marías compruebas que se puede y que además es lícito, que se puede hacer interesante un argumento aun escribiendo en modo tostonazo. Encima aprendes un buen fajote de palabras que ni sospechabas que estaban en el Diccionario. Umbral, por supuesto, es la Antártida de esa antípoda, una australidad negativa: que se puede escribir como los chorros del oro, a las mil maravillas —un topicazo más y hasta censuraré que no me disparen—, viniendo a explicar, en puridad, poco más que una mierda. Y te regalas, además, por el mismo precio, la vista y el hozico del morbo con un montón de increíbles palabros que tantos no querrán jamás que figuren en el Diccionario... La tele. La turba. Los caramelos sin azúcar. Las tetas con silicona. Los mundiales de fútbol en pago por visión... Cebos para una medianía menstruando tibieza. El primero que esté libre de culpa que monte una guerra.

Imagen: elreydespaña