Resistencia en el flanco débil

noviembre 26, 2012

Lo normal es el invierno


La bella state (1949) de Cesare Pavese                                                                                                  

Por supuesto, lo mejor del bello verano de Pavese es el personaje de Ginía, Ginetta, su psicología, cómo Pavese es capaz de meterse en su mente, crearla para nosotros, mostrarnos su interior: sus dudas, sus miedos, sus pudores, su carácter forjado a fuego en la naturaleza rural y pedestre de una ciudad que pese a sus fábricas y talleres sigue siendo provincias, sus ademanes de niña tonta en uns casos, sus pensamienos de mujer madurada en otros. Sólo un hombre que ha nacido y crecido en la aldea profunda podría hacer un retrato así, sólo un hombre con una sensibilidad finísima podría trasladarlo de una manera tan ajustada y soberbia al sexo opuesto. Señal de escritor con mayúsculas.

No ostante, la razón íntima por la que releemos este librito maravilloso no es Ginía, es el estudio de Guido y Rodrigues, sucio y desordenado, helado, la chimenea al fondo, consumiendo leña, los vasos a medias de vino, la cama deshecha... Releemos el bello verano precisamente por lo contrario, por su invierno, que tan bien conocemos, con el que tanto nos identificamos, ese largo clima frío, oscuro, cetrino, en que perdimos la inocencia, la sed de alegría, durante el cual añoramos el último verano, el bello verano, los veranos todos, inclusive el estío final, único, durante el cual fuimos felices, sonreímos, soñamos de verdad que otra vida era posible. Verano que sabemos no se repetirá, que no regresará después de ninguna primavera, porque nuestro estado normal, tras el desengaño, la estación de los que sobreviven a sus sueños es y será siempre el invierno.


Pavese sobre el Po                                                                                                                                  

Tierno verano de lujurias con catetas

 




    Hubo una época, tiempo atrás, cuando las Kodaks eran muy caras y Robert Cappa había acaparado todas las Leicas, en que se puso de moda hacerse pintor para poder pillar buen cacho. Ni siquiera hacía falta saber pintar, bastaba con aparentarlo, y en eso sucedía que las titis hacían cola para posar en pelotas delante de tu caballete. De ahí al catre sólo mediaba un trecho. Un trecho estrecho...

    «El bello verano» habla de este vital período histórico. Como Pavese era, a su vez, un publerino en toda regla, retrata magníficamente el pensamiento del cateto y la cateta. En esta novela hay uno de cada; un cateto, Guido, el pintor rubiales, que se las da de moderno pero que no puede olvidar que de pequeño lo amamantó una cabra; y una cateta, Ginía, la rubia pudorosa y mojigata, que sólo piensa en casarse, chingar a oscuras y planchar las camisas de su futuro maridito. Enternecedor.

    Aquí la única medio normal es Amelia, que folla cuando quiere y con quien quiere y por eso agarra un sifilazo de no te menees. Ella es la única vedaderamente moderna, la única con auténtico spleen...

   Del bello verano del título apenas si nos apercibimos, ya que hace referencia al último agosto antes de perder la cateta Ginía su virgo. Por eso casi toda la novela sucede en invierno y con un frío que hiela las pelotas, que es como decir que el invierno es feo, una suerte de infierno, de negro castigo por haberse dejado llevar al huerto, remordimiento y escrúpulo típicamente paleto y cazurro.

    Como tal vez alguno de ustedes conozca, Pavese era un poco torpe, todo y tener un libro-diario por ahí, intitulado «El oficio de vivir», vivir, lo que se dice «vivir», muy bien no se le daba, lo único que sí se le daba hacer bien con las manos y con su entera persona era escribir. Esto él lo sabía fijo, lo supo siempre, pero fue trampeándolo sólo lo justo para pasar de un año al siguiente, de un siguiente al siguiente libro, y así hasta que final y fatalmente, en un intento desesperado por superar su genético aldeanismo y su vital inoperancia, se quitó de en medio por una mujer —dizque una tal Constance Dowling, actriz y femme fatale de tercera regional—: «vendrá la muerte y tendrá tus ojos»,  todo aquella murga... Es decir, que se mató por amor o desamor, lo mismo da que da lo mismo, inscribiendo así su apellido de lleno en la más rabiosa modernidad, pero dejándonos huérfanos a los bibliofrénicos de más obras maestras como ésta, el muy gilipollas.

   Ahora que ya nada es siquiera posmodernidad, sino lo absurdo e inefable siguiente, resulta que es más barato comprarse una buena cámara digital o un móvil modo Dios —ya saben, omnipotente y omnipudiente, por ende—, que un par de lienzos y una caja de acuarelas, de modo que todos los mindundis del mundo se han hecho fotógrafos, pros o semipros, adictos al flikr, yonkis del  instagram, para poder cepillarse a las buenorras catetas del mundo, sean éstas o no de la city, tanto da que da lo mismo. 
 
   Si el compa Pavese levantara la cabeza seguro que se volvía a suicidar...
   
 
 


noviembre 20, 2012

Poco más que cualquier cosa


Los adioses (1953) de Juan Carlos Onetti                                                                                              

¿Por qué ya no escribimos cartas? Corremos el riesgo de respodernos que ya no las escribimos porque el móvil ubicuo y su plenipotencialidad  han sustituido el papel y el lápiz, la estilográfica, y por descontado el viaje al estanco de abajo, para comprar sellos. De todos modos, más que a sustitución huele la cosa a aniquilación, a cese. Ya no nos escribimos cartas porque el móvil y su ubicuidad pantentacular han aniquilado la distancia. Saber que podemos decirnos cualquier cosa en cualquier momento mata por completo todo el espectro emocional de la distancia, del shock de la separación. Saber que podemos decírnoslo todo en cualquier momento hace que lo posterguemos, que le escamoteemos relevancia, que nos pierda esencia, y al final optemos por lo peor, nos conformemos con sólo eso, lo otro en lugar de todo, con decirnos cualquier cosa. Y esto, este haber cambiado conectividad por comunicación, me parece un abismo de tal calibre que podría tragarnos el día menos pensado, dejándonos para los restos sin cobertura.

Supongo que está bien hablar de cartas, las cartas que ya no escribimos y toda la vida que en esa omisión y esos silencios nos estamos dejando, a cuenta de Onetti, de sus adioses, que he tenido que leer dos veces, dos, porque en la primera tentativa no me enteré de nada. Onetti es uno de esos escritores que impone, que manda, el cómo, el cuándo se le lee. Onetti quiere que le leas como él escribía. Sereno, todo movimientos plácidos, a ritmo despacioso, lento, estirado en la cama. Si intentas el asalto a otra velocidad que no sea ésa, será él mismo quien de un despacioso y plácido puntapié te arroje a la cuneta. Como hizo conmigo.

De las cartas de Los adioses ni siquiera importa el contenido, qué dicen, importa lo que propician, lo que desencadenan, o sea, la novela, que no es otra cosa que aquello de pueblo chico, infierno grande. Una correspondencia siempre es una cosa de dos, por un lado, y un puñado de otros que quieren enterarse de qué se dicen esos dos, por el otro. Una correspondencia siempre es la exhibición de un secreto, y aún más, la exhibición pública, pero sellada, de dicho secreto.  En ciero modo, la ostentación de una magia. De una luz.

Nada tan apetitoso como los secretos ajenos para quienes ya agotaron toda su luz, que tienen todo el tiempo del mundo y nada que decir, nadie a quien decir poco más que cualquier cosa. 


C. S. Lewis                                                                                                                                             

noviembre 07, 2012

Baggage




Stone junction, Jim Dodge. La primera vez que intenté leer esta novela me quedé en la página 36. El libro no tuvo nada que ver en ello, pero quedó como fiel testigo de un naufragio. Gran parte de mi vida quedó varada en esa página 36. Y a día de hoy, ahí sigue. Quizá sea tiempo de buscar la marea que la libere. Quizá sea bueno empezar a buscarla en esa página 36.


Martirologio. Andréi Tarkovski. Puede que si sin pretenderlo he ido postergando durante tantos meses su lectura sea porque ahora, y sólo ahora, haya llegado su momento...


Los adioses, Juan Carlos Onetti; La paga del soldado, William Faulkner. Un Onetti y un Faulkner. Raül sabe por qué... El adiós a tantas cosa. La exigua paga de un trabajo que nadie quiere hacer. De algún modo melódico y triste, los títulos se imponen por sí solos.


Solaris, Stanislaw Lem. El libro que más veces he leído -que cierra, de paso, el círculo, la conexión Tarkovsky-. Este libro siempre ha tenido la capacidad de trasladarme muy lejos.


El poder cambia de manos, Czeslaw Milosz. Estar en posesión del poder no siempre implica ser dueño también de la autoridad. O lo que es lo mismo: los cheques en blanco se acaban pagando más tarde o más temprano.

Amor y obstáculos, Aleksandar Hemon. A pesar de los peores pronósticos, aún existe un lo mejor de mí al que no doy por desaparecido. Aún sigo buscando algún rastro de aquél que fui.


Compañía de sueños ilimitada. J. G. Ballard. Hay que procurar siempre tener un Ballard en la recámara...


El último enemigo, Richard Hillary; Pilotos de caza, James Salter y Piloto de guerra, Antoine de Saint-Exupéry. En el siglo XIX muchos grandes autores se fraguaron en la aventura de la mar. En el XX emprendieron el vuelo, tantos de ellos para no regresar...




Travesia de Madrid, Trilogía de Madrid y Retrato de un joven malvado, Francisco Umbral. Podría pensarse que es el lugar el que ahora impune el autor, pero no sería descabellado pensar que fue el autor quien, página a página, fue imponiendo el lugar... A mi vuelta, cuando sea, espero poder devolverle al tocayo Xavier su ejemplar de Retrato de un joven malvado. Después de todas las charlas que hemos tenido lo menos que puedo hacer es leerme este libro a orillas del Prado.


La esperanza, André Malraux. Dice el dicho que la esperanza es lo último que se pierde. Aunque desde Camus y esa Guerra Civil desde la que escribía Malraux sabemos, sin embargo, que las causas justas bien pueden ser derrotadas.