Resistencia en el flanco débil

noviembre 27, 2011

Arquitecturas del Hipersueño


Alien (1979) de Ridley Scott                                                                                                                                         

"El Invencible, crucero de segunda clase —la mayor de las naves con que contaba la base de la constelación de Lira—, surcaba el cuadrante más exterior de esa región del universo. En el túnel de hibernación del puente principal dormían los ochenta y tres tripulantes de la nave. Como la travesía era relativamente corta, no se había recurrido a la hibernación total sino a un sueño profundo en el que la temperatura del cuerpo no bajaba nunca de los diez grados. En la cabina de comando solamente los autómatas estaban activos. Ante ellos, sobre el retículo del visor, se reflejaba el disco de un sol no mucho más cálido que una estrella enana roja. Cuando la circunferencia ocupó la mitad de la pantalla, el reactor dejó de funcionar. Una pesada quietud reinó de pronto en toda la nave. Los climatizadores y las computadoras trabajaban en silencio. La tenue vibración que acompañara la emisión del haz luminoso había cesado también. El torrente de luz, como una espada infinitamente larga hundida en la oscuridad, había impulsado a la nave en la inmensidad del espacio. El Invencible se desplazaba ahora a una velocidad uniforme, inerte, mudo y aparentemente vacío.

Luego, poco a poco, unas luces diminutas empezaron a enviarse guiñadas de consola a consola, envueltas en el purpúreo resplandor del sol distante que asomaba en la pantalla central. Las cintas magnéticas se pusieron en movimiento. Los programas se deslizaron lentamente, en las ranuras de alimentación de una serie de aparatos, los transformadores chisporrotearon y la corriente llegó a los circuitos con un zumbido que nadie oyó. Los motores eléctricos, venciendo la resistencia de los aceites lubricantes solidificados desde hacía mucho tiempo, se pusieron en marcha con un agudo gemido. Las barras de cadmio emergieron de los reactores auxiliares, las bombas magnéticas inyectaron una solución de sodio líquido en la serpentina del enfriador. Un estremecimiento recorrió la popa, y en el interior del casco se oyeron crujidos y cuchicheos, como si una multitud de animales diminutos retozaran en él, arañando las paredes metálicas con pequeñas garras afiladas: los robots reparadores habían iniciado su larga ronda para verificar el estado de cada soldadura, la hermeticidad del casco, la integridad de las estructuras metálicas. La nave toda volvía a la vida, se poblaba de murmullos y movimientos: despertaba. Sólo la tripulación dormía aún.

Por último, un autómata programado transmitió una señal al tablero de comando en el túnel de hibernación. Un gas despertador se mezcló al aire frío. Desde las rejillas de ventilación del piso y entre las hileras de, cuchetas, sopló un viento templado. No obstante, no parecía que los hombres tuvieran ganas de despertar. Algunos agitaron los brazos; el vacío de aquel sueño helado se pobló de delirios y pesadillas. Por fin uno, el primero, abrió los ojos. La nave estaba preparada desde hacía varios minutos; el blanquísimo resplandor del día artificial había disipado la oscuridad en los largos pasillos, en los pozos de los ascensores, en las cabinas, en el puesto de comando, en las cámaras de aire. Y mientras el túnel de hibernación se poblaba de rumores, de suspiros y gemidos involuntarios, la nave misma, impaciente, como si no hubiese podido esperar el despertar de los tripulantes, iniciaba la maniobra preliminar de desaceleración. La pantalla central reflejó las estrías de fuego de la proa. Una violenta sacudida turbó la inercia aparente de la nave. Las dieciocho mil toneladas de El Invencible, acrecentadas por la enorme velocidad inicial, se comprimieron bajo el impacto de la inmensa fuerza de retropropulsión de los reactores de proa. En las cámaras cartográficas trepidaron los mapas herméticamente enrollados. Aquí y allá, los objetos sueltos se desplazaron de un lado a otro, como en una danza. Parecía como si de pronto las cosas inanimadas hubiesen cobrado vida. En las cantinas, la vajilla se entrechocaba, repiqueteando. Los respaldos de los sillones vacíos de gomaespuma se inclinaron hacia atrás; las correas y los cables murales de los puentes oscilaron sacudiéndose. Un confuso ruido de vidrios, chapas, láminas plásticas cruzó como una ráfaga por toda la nave, de la proa a la popa. Y desde la cámara de hibernación llegó un murmullo de voces humanas; luego de siete meses de sueño, los hombres de la tripulación renacían a la vida".

 El invencible (Niewycinezony, 1964) de Stansilaw Lem