Si en la primera línea de un cuento aparece un clavo,
en la última alguien debe colgarse de él...
Anton Chéjov
Fijó el clavo a la viga con tres firmes martillazos. Tironeó de él con fuerza para comprobar que no cedía. Satisfecho, fue directo al estudio; había llegado el momento de la verdad. Al fin volvía a tener una muy buena idea y no la podía desaprovechar. Empezó a mano, papel y pluma, pero no hubo forma, hacía tanto que no escribía así que enseguida se sintió bloqueado. Conque saltó al ordenador, el teclado; su inmediatez, se dijo; todo fluiría mucho mejor... Pasó horas frente a la pantalla, dándole una y otra vez a la tecla de retroceso; borrando, corrigiendo, eliminando párrafos enteros; no hubo manera, seguía sin salir, algo había allí escondido, parapetado tras el cursor intermitente, que volvía a bloquearlo. “No, así no voy a ninguna parte”. De modo que pensó en volver a los viejos tiempos, pasarse a la máquina, la artrítica Olivetti de sus comienzos. Los vecinos pensaron que se había vuelto loco, escucharon el irregular pero constante repiqueteo durante todas las horas de aquella madrugada. Pero fue inútil, tan pronto como llegaba al tercer o al cuarto párrafo se desinflaba, aquello no le terminaba de convencer. “Empezar de cero, empezar de cero”, se lo repetía obsesivo, de modo que arrancaba la página y volvía a la carga. Así transcurrieron todos los días y noches de una larguísima semana, del folio virgen a la máquina, de ésta al ordenador, y luego de vuelta otra vez al papel de toda catadura –libretas, blocs, servilletas, facturas impagadas, en una ocasión de urgencia impostergable hasta el rollo del váter–, y sobre éste siempre la pluma quieta, el pensamiento trabado. De nuevo el bloqueo: desespero e impotencia. Y a lo largo de toda aquella tiránica sinrazón, un sinfín de cafés muy cargados, el doble de cigarrillos, insomnios interminables, apenas un par de bocados y, cómo no, una denuncia vecinal por escándalo interpuesta en el juzgado... Cuando semanas después las autoridades tiraron la puerta abajo, supongo que ya se lo imaginan, encontraron su estudio a reventar de bolas de papel arrugado, la Olivetti encastada en el monitor del ordenador, y a él, por supuesto, con el cable del teclado por corbata, pendiendo del clavo que fue origen de este microrrelato.
1 comentario:
En silencio, pero sigo escuchándole.
Saludos.
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