Aquí un servidor, a sus 32 añazos, ya pertenece —muy a su pesar— a esa generación de escolares cafres que era encasquetarles una lectura obligatoria, la que fuese, y perder el culo a ver si se había hecho peli o qué. Y vaya si circulaba, la adaptación de marras, en cintas de aquellas mamotreto, VHS, allá por los primeros noventa, cuando el tráfico de cultura se hacía por amor al arte o por vagancia, una de dos, aún no por coleccionismo o el vano acumular, y la era digital y la dictadura de la SGAE no se barruntaban más que como amenazas fantasma. Qué vergüenza...
También hay que reconocerlo: no toda pero sí mucha parte de culpa de aquello la tenían, cómo no, ciertos profesores, más que profesores interfectos, individuos, gente chunga, que imponían lecturas de mierda a sabiendas, con el ojo avizor premeditadamente en el culo, poco menos, eso cuando no con el caciquismo por bandera, que aún recuerdo cierta profezuela entre cuyas lecturas "recomendadas" —eufemismo gilipollas— siempre había al menos un título escrito por ella. Y venga: ¡fuera escrúpulos y que caiga sobre mí el pecunio de las reediciones! Vergüenza vergüenza...
También hay que reconocerlo: no toda pero sí mucha parte de culpa de aquello la tenían, cómo no, ciertos profesores, más que profesores interfectos, individuos, gente chunga, que imponían lecturas de mierda a sabiendas, con el ojo avizor premeditadamente en el culo, poco menos, eso cuando no con el caciquismo por bandera, que aún recuerdo cierta profezuela entre cuyas lecturas "recomendadas" —eufemismo gilipollas— siempre había al menos un título escrito por ella. Y venga: ¡fuera escrúpulos y que caiga sobre mí el pecunio de las reediciones! Vergüenza vergüenza...
Todo esto viene a cuento de Picnic en Hanging Rock, el libro, no, bueno, la película, no, estooo, bueno, tanto da, porque libro y peli son prácticamente idénticos; el paraíso del estudiante perraco, vamos. La película es mejor, claro, porque es una obra cumbre del fantástico moderno y porque es más valiente, Peter Weir fue un genial depravado y dio el paso más allá haciendo explícito aquello que Joan Lindsay no supo o no quiso sacar a la superficie, y que no fue otra cosa que una enorme, atávica y oligofrénica metáfora sexual. Hablando en plata: que la Roca de Joan Lindsay devora a las chicas perdidas, las hace desaparecer de la faz de la tierra; la de Peter Weir, en cambio, se las folla. Sin más. Cualquiera que no haya visto la adaptación de Weir se escandalizará con lo que digo... Cualquiera que la haya visto —y no sea un mojigato puritanín— sabe que lo que digo es el honor a la verdad.
La montaña las quería, y ellas se hallaban de lo más receptivas, porque estaban en la edad, qué carajo; porque se morían de aburrición en aquella escuela de señoritas repipi; porque se habían hartado del tribadismo; qué se yo. El caso es que las quería, la montaña, toda ella magma fálico y espermático eyaculado desde las entrañas de la Tierra, puesto a endurecer al sol. Las quería y se las llevó. Incluida la profe solterona, que de repente descubrió en mitad del picnic que a nadie amarga un plátano, que nunca es tarde si la dicha —o la picha— es buena. A ella también se la trajinó. A la gordita no. Por ladina y por cretina, a ésa la dejó sin postre. Mal no debieron pasarlo, allá donde demonio fueren a desvirgarse, pues ninguna quiso volver. Bueno no, una sí, la escupió la roca colgante, la Hanging Rock, la expulsó de la bacanal, sin ropa interior, borrada la memoria, supondremos que porque no pasó el corte...
Claro que para que hubiese un Peter Weir filmando telúricas voluptuosidades a pie de roca primero tuvo que venir la Lindsay a escribirlo todo. Yo me lo he pasado pipa estos días asistiendo a este pequeño drama pseudovictoriano con canguros al fondo, mezcla del Henry James que sabía escribir —es decir, el Henry James que no dictaba— y un Cocodrilo Dundee fin de siècle —aquí ya me he pasado tres aldeas, lo sé, pero es que a estas alturas ya me estoy gustando y no pienso parar—. Lindsay escribe con una elegancia del siglo XIX en 1967, cosa que se agradece, y luego, además, es bastante perra con los personajes que no le caen bien, que no nos caen bien, actitud ésta, despótica y cabronesca, que también me parece loable, ya que de tanto en cuando también es sano dejarse en casa las neuralgias literarias y confundir la justicia poética con el Deus ex Machina. Por qué no.
Mención especial me merece la institutriz exógena, Mademoiselle de Poitiers —adorables las dos, tanto la de letra como la de película, pero sobre todo ésta última—, toda ella chic y francesa, con la que no dudaría en encamarme hasta el fin de los días y por la que me cortaría una oreja —¿el par? ¿sí? ¿tú crees? no sé...— de no ser ella mujer felizmente desposada. Y es que en el fondo va a resultar que soy un tipo de lo más tradicional. Coñe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario