Resistencia en el flanco débil

enero 21, 2022

Stuparich Island

 

 

«La isla» es una cabronada. Vaya esto como entrante, patadón y tentetieso. No os dejéis engañar por sus poco más de cien páginas o por la bucólica estampa de la cubierta —la del librito, no la de la barquichuela—, tan lacustre ella como mediterránea —ahora sí, tanto da, vale para la del libro, también para la de la barca...—, tan de postal de la orilla diáfana de las entreguerras. Pero lo dicho; «La isla»; Giani Stuparich: menuda cabronada.

   El planteamiento es que un padre le pide a un hijo que le acompañe unos días a la isla, su isla de ambos, del padre, del hijo, aunque ninguno de ambos la deambulen ya, que el padre está en no sabemos qué ciudad y el hijo habita no recuerdo ahora qué montañas, pero el quid de la cosa está en que el padre le pide eso al hijo en condición de última voluntad, ya que un cancerón de esófago lo está dejando listo de papeles, rapidito, y quiere pasar unos últimos días en su isla natal —su natal e insular pedazo de tierra apenas en pie sobre mar—, acompañado de su hijo, antes de espichar.

   La cosa pinta guapa. La cosa atufa a peli triunfona en la noche de los Oscar que es un gusto. Pero no. La cosa, lo dije ya en la primera línea, no va a ir por ahí, antes al contrario, emprende rápidamente el curso de la insania. La cosa, lo dije ya, no alarga mucho más de cien páginas, así que la mala leche y la acedía no pueden tardar demasiado en desovillar sus talentos.

   Y así es, apenas arribamos a la isla de marras, aún no hemos podido prácticamente ni deshacer las maletas, que ya se nos arruinan los Oscar todos antes incluso de la segunda sobremesa: adiós al Oscar al Mejor Actor, al de Mejor Secundario, al de Guión Adaptado, al de Fotografía... El Padre se añuga con un grano de la uva del postre, que se le queda enquistado en el tumor esofágico, justo allí, clavado en el nudo gordiano de su muerte inminente. Se acabó el viaje. Se acabó la fiesta. Aborto directo del taquillazo sensiblero de Hollywood.

   El padre no puede deglutir, no puede tragar más nada, ni siquiera agua, se pone enfermísimo. El hijo no puede ver a su padre padecer de esa manera, de modo que enferma a su vez, de los nervios y de la aprehensión —y también, por qué no decirlo, de pensar todo el rato que la genética es una maldición de espoleta retardada—, así que lo lleva al médico, que les dice que lo suyo sería operar, aquí puede hacerse, incluso, les dice, pero quién coño en su sano juicio se dejaría operar emergencia semejante en una isla cuya población de cabras con toda probabilidad triplica la de hombres... Es necesario abandonar inmediatamente la isla. Es necesario regresar inmediatamente a la city. Es urgente operar. Total para qué. Para morir igual.

   Es así de cabrón e hijoputesco el destino, así de hijoputesca y cabrona la vida, si les caes gordo no te dan cuartel ni para montarte un final de tus días de película, ni siquiera después de haber soportado una vida cretina, ordinaria, gris y vulgar. Así vivimos todos y así moriremos tantos; en la puerta de atrás de un callejón olvidado y lleno de moho.

   Debe ser por esto que Stuparich no da nombre al padre ni da nombre al hijo ni da nombre a la isla. De puro grises no hace falta nombrarlos, son Universales del sollozo contenido y la lágrima fuera de plano. Voluntarios forzosos de la resignación. Estoicos a su pesar. Este es un libro que desde la ficción ataca la ficción misma: una certera cuhillada en el pecho; aquí no hay lugares para el drama ni el melodrama, para la imaginación o la literatura: aquí sólo brota la luz amarilla, terrosa y sucia, de la realidad descerrajada sin misericordia.

   Stuparich roza el cielo literario cuando enmienda a nuestro gran Jorge Manrique y nos cuenta que el hijo oye: «Del otro lado, con frecuencia, llegaba la tos de su padre. Sobre los instrumentos de viento y los tambores de la banda, sobre el bullicio de la fiesta, aquella tos tenía un timbre profundo, respecto al que cualquier otro sonido parecía frívolo. Aquel hombre había sido apartado ya por la corriente de la vida; pero desde el margen, donde todavía permanecía por poco tiempo antes de desaparecer, mandaba con su aullido un terrible aviso a los hombres, supieran o no escucharlo». O lo que es lo mismo, que nuestra puta vida ésta ni siquiera son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. No, nuestra puta vida ésta es el triste y subterráneo y arrastrado trayecto de un aquel meandro a este meandro, y aquí me quedo, ahí te quedas, hundido en el fango, hundido en la mierda, triste canto rodado borriquero, que el delta y la desembocadura son líneas y travesías de horizonte tan virtuales y vedadas e imposibles como la propia llave del cosmos.

   Y con todo una piedra pensante, antaño soñadora, siempre algo ingenua, minúscula y efímera, agotando su luz contra un Universo vasto, sordo, indolente y huérfano de júbilo. 

    Así que no sé qué es peor.

  

       

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