Resistencia en el flanco débil

octubre 27, 2009

Cravan ¿golpeador?



Viéndolo así, inmortalizado por la camarografía de entonces y facturado por youtube para que lo ría el mundo, el bueno de Arthur Cravan no parece ir mucho más allá de un monstruo de final de pantalla de videojuego de aquéllos, de hostias como panes, Final Fight, por ejemplo. Y un boss final, además, de los mediocres, de los primeros con los que te las tenías, de los de petarte con poca o ninguna dificultad. No extraña nada, visto lo visto, que los combates de verdad, contra boxeadores con todas las letras, con tablas, con técnica, con puños como tifones, los perdiese todos, del primero al último, aunque también está la posibilidad más que solícita de que se dejase ganar ex profeso, porque había apostado contra sí —asumiendo que la vitoria no estaba entre sus posibles—, y ello le proveía del dinero suficiente para ir tirando un tiempo y seguir de este modo sin pegar palo al agua, que al cabo era lo que importaba. Porque los intelectuales convencidos, letraheridos, diletantes y demás fauna de la bohemia, cualesquiera, los de ahora como los de entonces, lo último que quieren en la vida es trabajar. Y Cravan no fue esa excepción a la regla que confirme el axioma. Cravan fue sobre todo un querer y no poder. Un saberse en la ruta y en la encrucijada sin permitirse, por ello, dar un solo paso en dirección alguna. El marasmo lo devoraba. Todo era y a la vez nada era. Mejor crítico que poeta y mejor poeta que boxeador, por el sencillo hecho de que era difícil ser en nada peor que con los puños, su especialidad primera, no obstante, fue la provocación, quién sabe si por aquello de tener a Oscar Wilde en alguna perdida rama del árbol genealógico. Luego, llegado cierto punto de ignición, de masa crítica, atenazado por el miedo a las trincheras, su único impulso fue la huída hacia adelante, fabricarse a trampantojo esa insólita biografía y esa mistérica muerte —un poco al estilo Rimbaud, pero con menos clase—, que ganasen para él y para su memoria la posteridad que sus letras jamás le granjearían. Del hombre que tuvo por bandera que su felicidad no estaba en su cerebro, "está en mi juventud", no cabía esperar otro legado: todo brillantes promesas por confirmar... Claro que cuántos hay que ni siquiera prometen.


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