Resistencia en el flanco débil

septiembre 01, 2008

Le petit déjeuner

Despierto de un sueño demente a la par que lucrativo, en él, cada vez que desfilaba una tipa jamona ante mis ojos libidinosos, o bien albergaba en mis adentros perineales un pensamineto húmedo y casi tumescente, va y me salían los tres jackpots en la tragaperras de la duermevela, que acto seguido procedía a soltarme mil sonoras pesetas, en monedas de a cien de las de antes, cuando había rubias. Me froto los ojos empegotados de legañas y me paso la diestra mano por la cabezorra, de atrás adelante, de alante patrás, como calibrando la resaca, gesto que no sirve para una mierda pero que es en sí mismo asaz peliculero a la par que chorras, y que únicamente se aprovecha en su ciento por ciento de inutilidad cuando lo alto de tu mollera culmina en frondosa cabellera de pelardos. Al final no me queda otra, tomar consciencia y mando de la situación: "¡Coño!, pero si sigo aquí...": la puta vida esta.

Desayuno café solo con almendras. Lo del café sólo observa su justificación en que el culillo de leche que me quedaba en el tetrabrick de la vaca rijosa está agrio, grumoso, como lefa frita de calor sobre el salpicadero de un simca 1000 abandonado en lo peor del desierto de almería, justo allí donde casi la casca el bueno de Eastwood, que de bueno nada, que era tan cabrón como el resto; la suerte que tuvo el tipo es que pasaba del metro ochenta. Lo de las almendras, en cambio, no tiene conexión alguna con que no me saliera de las pelotas comprar galletas ni madalenas ni tostadas con la mermelada ya untada de fábrica, lo último en chifladura alimentaria. Simplemente me gustan las jodidas, malditas, calóricas almendras. Así que las desayuno. Y punto.

Salgo. Bajo las escaleras. Una maruja haciendo la escalera, es decir, fregando la entrada del edificio, y cuando digo "maruja" lo que en realidad pretendo es precisamente esto: ahorrarme el tener que describir que es una analfabeta de pueblo, orillados los 50, escarola horrífera y teñida coronando su testa, cara de bolso, alma negra de mazapán carbonizado tras treinta o más años de trabajo cabrón y servil. Le piso el suelo recién fregado al pasar, qué remedio, pero ella no levanta la cabeza, sigue a lo suyo.

Pero mierda, me he dejado el móvil arriba, vaya por dios. ¿Debería subir? Nunca me llama nadie, es cierto, pero quién sabe. Miro la calle, hoy pintan bastos en el cielo... Doy media vuelta y subo: vuelvo a pisar lo fregado. Sin comentarios por sus partes.

Ya estoy de vuelta, móvil en el bolsillo. Nuevamente en la entrada y de nuevo mis huellas en el suelo húmedo. La chacha no chista mueca. De inmediato pasa la fregona sobre mis zapatos recién impresos por segunda vez en su barniz de lejía.

Pero, uy, me he dejado el cargador del teléfono y lo llevo con apenas un hilillo de batería. Debería recargarlo en el curro, por si aquello de que va y alguien se le rompe una tripa y del cielo llueven chuzos de puta —sí, leyeron bien, de puta, de PUTA y no de punta — y hasta, quién sabe, va y recibo una triste llamada...

Voy por él. Pasos que dejan huella los míos, todo un carácter mi menda. A la ida nada pero a la vuelta, quiero decir a la bajada, ya con el cargador en la bolsa, la mujerona me mira no sé bien si con odio o con asco, o con algo intermedio, monstruoso e informe, cruce contra natura de ambos, cuyo apelativo nominal me habría de entretener en buscar cualquier día de estos en el María Moliner.

Me piro, me piro, ya llego tarde veinte minutos, pero, uy... ay... ¡rediós!... que me entra, que me entra... que de pronto me estoy cagando almendras afuera, como puños de Mazinger, lo que se dice a base de bien. Me he puesto que rompo aguas y me viene de cabeza el truño grandón y retortijero.

Subo corriendo antes de que se me escape pierna abajo "la criatura" y, claro, vuelvo a pisarle a la pobre desgraciada el suelo bañado inundado en desinfectante barato..., pero bueno, pienso mientras asciendo escalones a ritmo de tres por zancada, mejor eso que dejarle allí plantado todo un señor Mojón, Rodin en potencia, ¿no?, todo él escultura perecedera, monolito apestador.

Lo hago. Me refiero a cagar. En mi casa. Mi inodoro. Luego tiro de la cadena. Floooossshhhhh... En el curro me crujen fijo, pero qué voy a hacerle si me viene de improviso el momento "olbrán". Bajo otra vez, todo descanso y cara de ancha felicidad, tan grande ha sido el muerto que me he sacado de encima. Me dejé vacío, talmente sin mierda en las tripas, que diría el Monterito Glez. Ufff. Como éste ya se van viendo pocos...

Vuelvo a pisar: "¡¡¡¡Pero hay que ver que está el mundo lleno de hijos de la gran putaaaa, ehhhhhh!!!!... ¡¡Y no se acaban, no, no se acaban!!", pero claro, esto lo escribo yo así de bien y sin faltas porque soy un tío con educación y estudios y me falta sólo una desde hace tres años para ser licenciado, que la tía bestiaja me lo suelta más o menos de esta guisa: "Pero ay que vé questá er mundo yeno dihjo de la gran putaaaaaaa, eeeeeeee!!!!... y nosacabanno... nosacabannnn!!".

"Cuánta razón tiene usted, señora mía, no sabe usted cuánta", le respondo, pronunciado lo cual tengo a bien desaparecer por el resto del día. Y en verdad que razón no le faltaba a la bendita.



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