
De este modo, cuando Ramonchu vio la portada en cianotipo de Ewald Tragy, no pudo dejar de acercarse a echar un vistazo. Cogió el pequeño volumen y se quedó mirando el rostro de Rilke, todo desafío hacia el objetivo de la cámara, dando jaque y mate una vez más a la muerte desde el limbo de la insustancia y el no tiempo. Fue entonces cuando sucedió: Ramonchu se dejó arrastrar hacia su viejo quiste mental asociativo: "Hay que ver cómo se parecía este cabrón de Rilke al jodido Rasputín, oye..." Y acto seguido dejó el libro donde estaba, encaminando después sus pasos hacia la sección de cine y fotografía, no en vano andaba desde hacía días con la idea de hacerse con un ensayo sobre cine peplum, falsos romanos en technicolor transitando ciudades y templos y circos de piedra blanca, sin pintar.
Así fue como Ramonchu nada más quiso saber de Ewald Tragy, que es una historia sobre la vieja maldición del dandismo intelectual y sus miserias. Una historia semiautobiográfica, según parece, en la que Rilke es el mismísimo Ewald Tragy, joven poeta con aspiraciciones a lo Eterno que cree necesitar la gran ciudad y la bohemia para poder crear, pero que una vez allí, no crea; mientras Thalmann, que representa a Jakob Wassermann, antítesis de Tragy, su doble negativo, su íntimo enemigo, no tiene tiempo para lamentarse de lo duro y dramático que es vivir de espaldas a la inspiración cuando uno es un escogido, ya que lo necesita todo para escribir, escribir, escribir.
A cada poco, los cristales crujen como a hurtadillas cuando el viento se apoya en ellos, como témpanos en el deshielo. Y por fin, Tragy pregunta:
—¿Por qué me trata usted así? —con un aspecto anormalmente enfermo y triste.
Thalmann fuma con avidez:
—¿Tratar? ¿Llama a esto tratar? Realmente es usted moderado. Pero si le muestro con toda claridad que no tengo ninguna intención de tratarle en ningún sentido. Si usted quiere que yo me sitúe junto a usted, sí o sí, primero deberá quitarse la costumbre de pronunciar esas palabras, esas pomposas palabras; no las quiero.
—Pero ¿quién es usted? —grita Tragy, y de un salto se pone delante del ennegrecido, tan cerca, que parece que vaya a darle una bofetada. Y temblando de rabia—: ¿Qué le da derecho a pisotéarmelo todo?
Pero ahora las lágrimas ya le zarandean la voz y le dominan y le dejan ciego, débil, le abren los puños.
El otro le empuja suavemente contra el sillón y espera. Al cabo de un rato mira el reloj y dice:
—Déjelo estar ahora. Usted debe irse a casa y yo debo escribir, es medianoche. Me pregunta que quién soy yo: yo soy un trabajador, míreme, uno con manos agrietadas, un intruso, uno que ama la belleza, pero que es demasiado pobre para ella. Uno que necesita sentir que se le odia para cerciorarse de que no se le compadece... Absurdo, por cierto.
Y Tragy levanta los ojos ahora secos y calientes, y mira fijamente la lámpara. "Está a punto de apagarse", piensa, y se levanta y se va.
Thalmann le alumbra el estrecho tramo escaleras abajo y a Tragy le parece que no tiene fin.
