Resistencia en el flanco débil

noviembre 04, 2024

La estancia oscura (The Dark Chamber, 1927) de Leonard Cline

 


 

     La estancia oscura a la que alude el título es la desmemoria. O el sueño reparador. La desconexión necesaria para mantenerse a este lado de la cordura. Sin la capacidad de dormir y olvidar nuestro cerebro podría, tal vez, recordar a la perfección todos y cada uno de los momentos de nuestra vida. Y no sólo eso. Rememorar y retrotraer todas las vidas y formas de vida que nos precedieron desde al albur de los tiempos. En tales circunstancias, ¿acaso no estaríamos a un paso de la Divinidad? De una monstruosa e insostenible Divinidad, por otro lado...

    En mi cabeza le doy vueltas al chicle de si ésta es o no una novela de terror, ya ni siquiera me planteo la encrucijada de si es o no una buena novela, que no lo es, por supuesto, por mucho que agradase a Lovecraft, y a veces lo elástico del chicle me alcanza hasta para pasear por la incertidumbre de qué destino hubiese tenido este libro si al solitario de al Providence no le llega a dar por hablar bien de él... Obviamente tiene elementos que, mejor aprovechados, habrían dado para una gran novela de horror ontológico. Desde luego, si Cline hubiese sido un escritor más competente, muy probablemente «La estancia oscura» no habría necesitado de los parabienes de Lovecraft para acumular lectores a sus espaldas, se habría defendido por sí misma.

    Su problema principal es querer tocar demasiados palos, y si hay un género que no perdona la dispersión, ése es sin duda el terror. La historia gana y pierde impulso en la misma medida que su narrador, Fitzalan, se va dejando llevar por diferentes impulsos y meandros: ahora el miedo, después el deseo, el amor entre medias, una pizca de culpa por aquí, otro de hálito creador frustrado por allá, para volver en última instancia al horror primero y al amor redentor después. Y la cosa no se sostiene porque ninguna de esas emociones acaba teniendo ni la suficiente fuerza ni el suficiente protagonismo.

    Aunque semejante amalgama no termine de cuajar, sin embargo, mantiene aciertos lo justo notables para acabar sosteniendo el libro en pie. Estoy pensando en la propia mansión, Mordance Hall, que, a la manera de la mítica casa Usher, acaba reflejando en su soledad y lobreguez finales la decadencia moral de sus disolutos moradores; por supuesto pienso también en Richard Price, hombre de acción convertido en decrépito monstruo debido a su inveterada obsesión por el ejercicio de la memoria; pienso en ese enorme edificio de tres plantas incrustado en la roca, que sirve de almacén a los recuerdos y archivos de Price, un hombre que lleva 35 años sin vivir la vida porque decidió que su única prioridad debía ser recuperar la esencia y la fotografía exacta de los 40 que ya había agotado; pienso incluso en el fiero y negro perrazo, Tod, trasunto de muerte ya desde su mismo nombre, pero que, inopinadamente, nos guarda alguna que otra sorpresa para el final.

    No obstante, el verdadero hallazgo de «La habitación oscura» es el contraste entre exterior e interior, o la acción corrosiva del tiempo sobre el espacio, con su abanico de estaciones, todas ellas, empero, disfrazadas de invierno, ovillándose sutilmente sobre una mansión que no conoce la luz eléctrica y a la que, poco a poco, se le van apagando todos los fuegos, hasta dejarla congelada de frío y de desolación. Incluso cuando finalmente la primavera llega y se produce el deshielo, ya es tarde, el invierno persiste, su humedad ha calado en la casa, pudriéndola, y sus ocupantes han enfermado fatalmente, de frío, de locura y de desamor.

    Resulta curioso, pues, que Leonard Cline no fuese capaz de legarnos una buena novela de horror acorde a su tiempo, pero sí en cambio una bello retablo gótico de extraña atmósfera, en pleno siglo XX, cuando ya se suponía que todos los castillos azotados por la tempestad estaban gozando de su más que merecidos años de jubilación.