Resistencia en el flanco débil

septiembre 15, 2022

El Poder y la Gloria de Graham Greene

 

   El primer y ulterior deber de la novela es secuestrarlo a uno, del mundo y de sí mismo: que consientas en aparcar en un segundo plano la realidad propia para priorizar la vida mentida de la página; que olvides que habías quedado esta tarde a las tres, y no has aparecido, o te acuerdes pero te dé igual ser un malqueda; que el café que pusiste al fuego mucho más de media hora atrás ya debe haberse evaporado y te vas a tener que comprar una cafetera nueva... En fin, sabe uno que ha encontrado un novelista de bandera cuando, libro tras libro, espaciados en el tiempo, no le encuentras uno malo; aún los primeros, cuando el oficio se está ensayando; aún los finales, cuando el tiempo y los años han convertido la vida en un chicle masticado, todo suena igual y parace imposible no repetirse. Cuando todos sus libros, en definitiva, del primero al último, te llevan al huerto.

   Incluso a sus novelas menos buenas, a lo sumo, les vas a encontrar algunos peros, pero nunca lagunas. Un buen novelista nunca va a dejar que te ahogues, que tropieces, que te caigas, cuidará de ti, te acompañará a lo largo del texto, sirviéndote de guía, fuego y resguardo ante la lluvia: sostén. Haciendo camino junto a él nunca te va a dar por bufar y contar cuántas páginas te quedan para el próximo capítulo.

   Graham Greene, por ejemplo. No es ningún prodigio en casi nada —salvo en crear personajes memorables y hacerlos hablar de modo que no los olvides en tu puñetera vida—, pero sus novelas, todas, vienen a uno para quedarse. Eso sin contar que fue el mejor poniendo títulos: con la simple pero hábil combinación de los vocablos más ordinarios acababa siempre por sacarse del magín una combinación ganadora para sus portadas, a saber: «El otro y su doble», «Una pistola en venta», «El ministerio del miedo», «Un caso acabado», «El que pierde gana», «El revés de la trama», «El factor humano», «El final de la aventura»...

   Y «El poder y la gloria», por supuesto, otro caballo ganador desde el miso título. En 1938 Graham Greene se dio un voltio por México para ver si era verdad que los mexicanitos revolucionariegos estaban aprovechando un nuevo tiempo de cheque en blanco salvaje para asesinar curitas. De ese viaje surgieron dos libros, el reportaje «Caminos sin ley» (1939), y la novela «El poder y la gloria» (1940), primer gran libro suyo y, a decir de muchos, probablemente el mejor.  

   Decir que un determinado libro de Graham Greene es el mejor el libro de Graham Greene es mucho decir, ancho decir; osado. Yo no me atrevo a tanto. Por suerte me quedan aún muchos libros del señor Greene por leer. Pero sí me alcanza el conocimiento y la arrogancia lectora para aseverar que estamos ante un libro incontestable. Antes o después hay que leerlo. Esto es un porque sí.

   Y eso que, en apariencia, su mecanismo, que no es otro que el de sus estupendos personajes y su conversar, no debería funcionar. Traiciona el principio de verosilimilitud y echa abajo cualquier intento de pacto de ficción. A pesar de lo cual funciona. Funciona mucho. Funciona inopinadamente bien. Desde el curita rufián y beodo al dentista extranjero y acabado, pasando por el militar ateo e inflexible, el haragán palúdico, hasta el último de los aldeanos pacatos y más temerosos del Poder del Estado que de la Gloria de Dios... En esta novela todos los personajes hablan un castellano perfecto y sin fisuras. Nadie duda. Ninguna lengua titubea. No lugar para sombra alguna de provincianismo. Da igual su extracción social, su posición, su educación o ineducación, o el escalón ocupado en la cadena trófica. Todos saben qué decir en cada momento y cómo decirlo de la mejor forma posible. Esto es irreal y debería sacarnos automáticamente de la novela. Pero, oh misterios, no sucede.

    ¿Por qué? Porque todo nos llega a través del filtro y caja de resonancia del cerebro british de nuestro querido amigo Graham Greene, que nos va chivando & transcribiendo & editando tan elegantemente y sin mácula el flujo de sus vivires y hablares ordinarios, cobardes y míseros. El tremendo mérito de Greene es que apenas se note el eco de su voz, o que, aun notándose, nos importe tan poco. 

   Su pericia para llevarnos de la mano hasta el final de las consecuencias de sus historias es envidiable, capaz de convertir una pura novela de ideas, que en manos de cualquier otro habría apestado a pasquín barato, en una obra cumbre de la literatura.

   Finalmente, tras la última línea, que tanto la fe como la razón hayan perdido su batalla frente al corazón lector es lo de menos. Una y otra vez Graham Greene escribe novelas de ideas para decirnos, en última instancia, que las ideas son poco más que juguetes rotos. Sabe que el hombre, en tanto hombre, no puede dejar de defender ideas, al mismo tiempo que asume que éstas son imposibles, auténticas quimeras, no en vano su realización material en esta Tierra está supeditada al oficio de los hombres.

 


septiembre 03, 2022

Muerte de un aviador, de Christopher St. John Sprigg

 

     

    «Muerte de un aviador» de Christopher St. John Spriggs en la magnífica Biblioteca de Clásicos Policíacos de Siruela. Asesinatos y tráfico de drogas en el marco de los pioneros del aire en la Inglaterra de entreguerras. Todo parece un poco fuera de tiempo y lugar, fuera de horma en esta novela. Hay un remedo de Sherlock Holmes/Padre Brown, que no alcanza ni a una cosa ni la otra; un par de detectives, no muy avispados, pero que terminan por llegar al fondo del caso, a pesar de sus peregrinas —y en ocasiones risibles— sesiones de deducción; tráfico con cocaína mucho antes de que la cocaína se hiciese tristemente popular; novela de enigma que cambia el cuarto cerrado por la acrobacia aérea; femmes fatales que son a la vez dignas herederas de los Moriartys y otros victorianos Masterminds,  pilotan aviones a la par que seducen, son bastante más que una cara bonita en un cuerpo bonito, y demuestran, al fin, bastantes más agallas que los hombres a los que supuestamente arrastran a la perdición.

    La mezcla es rara y a ratos no funciona, no tanto por la mezcla misma, sino porque el pulso de Spriggs decae en demasidas ocasiones, parece que no sabe bien cuándo subir y cuándo bajar, cuándo planear, cuándo rizar el rizo. Puede que se le diese mejor pilotar que escribir. El caso es que si dejas al margen que como novela criminal no se sostiene, te lo acabas pasando bien porque los personjes, dentro de su inverosimilitud y a veces incluso su esperpento, terminan por parecerte entrañables del primero al último.

    De algún modo es como si toda la novela corroborase la imposibilidad —no sé hasta qué puno intencionada— de seguir recreando un mundo en la ficción, el de la Inglaterra Victoriana, patria de Holmes, dueña y señora del mundo, que se había ido prácticamente al garete tras la el absurdo de la Primera Guerra Mundial. No en vano, tras siete novelas policiales, probablemente de un corte similar —no es fácil dar con ellas—, St. John Spriggs se alistó en las Brigadas Internacionales para morir en combate a los 37 años, luchando por la República. Quizá sus tripas ya intuían que sobrevivir al tsunami de los fascismos europeos le costaría a Inglaterra casi todo su prestigio y desde luego el poco lustre de gran gloria de antaño que aún a aquellas alturas le quedaba.

 

  

septiembre 01, 2022

Infiltrado de Connie Willis

 

     

    «Infiltrado» de Connie Willis. Premio Hugo 2006 de Novela Corta. Pues vale...

    En primer lugar. ¿Es «Inflitrado» ciencia ficción? No exactamente. Aunque participe de ella.

    O en segundo lugar. ¿Es «Infiltrado» una novela fantástica? No exactamente. Aunque participe de cierto aliento sobrenatural.

     Y aún diría en tercer lugar. ¿Es «Infiltrado» una novela de misterio? No exactamente. Aunque también haya cierta trama que desentrañar, y dos heterodoxos detectives empeñados en ello.

    Demasiados frentes para tan poca cancha, algo más de 90 páginas, demasiadas bazas para no acabar exactamente apostando por ninguna de ellas. Demasiadas, desde luego, para llevarse sin polémica un premio semejante. No en vano Connie Willis ha sido durante décadas la mujer prodigio de la ciencia ficción norteamericana, con mucha razón, pero el peaje de esa etiqueta antes o después de algún modo hay que pagarlo.

    Podemos discutir si «Infiltrado» merecía el Hugo a la novela corta, en efecto, aunque dificílmente podremos discutir su efectividad como ajuste de cuentas. Pequeño desquite y chanza sobre esa norteamérica que defiende el creacionismo, la Tierra Plana, la Tierra Hueca, convierte en héroes mediáticos a los cazadores de fantasmas, los telepredicadores y sanadores de toda realea, y corona como reina del "share" documental a series como «Alienígenas Ancestrales».

    Lo que resulta de todo punto curioso es que Willis se ría y denuncie la fe ciega e irracional, a sus fanáticos apóstoles y a sus crédulos seguidores, en oposción a la pura razón científica —y por ende a los científicos. y por ende a los amantes de la ciencia ficción—, a través de esa famosa excepción que rompe la regla en lugar de confirmarla, de redefinirla. O lo que es lo mismo: «No creáis en los cazadores de fantasmas... Os lo dice un fantasma». Cómo podemos llamar a esto... ¿Deconstrucción? ¿Sátira extrema? ¿Hacer trampas?

    El caso es que el título original de «Infiltrado» es «Inside Job». La voz infiltrada a la que alude es la de un fantasma, el espíritu escéptico y sobrenatural traicionando los preceptos del Santo Job desde sus propias cuerdas vocales. Por eso ganó un Hugo, supongo: la verdad científica tomándose su particular venganza contra le fe desde sus propias armas. Guerra sucia y socarronería en la meca de las pseudociencias y la superchería. Y, por qué no, también un algo de compadreo y otro poco de proselitismo.

    Así que, en último lugar. ¿Es «Infiltrado» una novela que defiende Ciencia, Razón y Verdad?  No exactamente, porque aunque su única pretensión no es otra que la de reírse de los cazadores de fantasmas, fantasmas haylos, y Willis, en úlltimo término, no los refuta sino que los vindica, quién sabe si por aquello de que todos habremos un día de pasar al otro lado...

 


 

agosto 28, 2022

La luna se ha puesto de John Steinbeck


 

   John Steinbeck. Si tiro bien de memoria creo que sólo le he leído cosas cortas. Sus ratones y hombres, los vagabundos de la cosecha, tortilla flat, sus crónicas de la guerra. ¿La perla? ¿Llegué finalmente a leer aquel libro? Hay una parte que dice que sí y otra que dice me lo estoy imaginando. Tenía una frase favorita de los ratones, la única de provecho que encontré en todo el libro, pero también la he olvidado. Tendría que ponerme a buscar el libro, a ver si la subrayé o qué hice. En aquella época leía mucho en el bus, y no siempre tenía lápiz o espacio o malditas las ganas de subrayar. Me daba palo.

   Como leer sus libros largos y famosos, de Steinbeck: «Las uvas de la Ira», «Al este del Edén»... Me da un palo tremendo. Y una pereza larga también. Me he leído éste, en cambio, «La luna se ha puesto», en apenas dos sentadas, otra cosa corta, una cosa que parece como de encargo, no se la conoce casi, pero que entra la mar de bien, desde luego mucho mejor que los ratones, tan cacareados —basta ya con los ratones, por favor, no es para tanto—, sobre todo si eres, como yo, un maldito pirado de la Segunda Mundial.

   Lo escribe Steinbeck durante la guerra, sale en 1942, cuando Hitler aún no han perdido una batalla. No hay nombres reconocibles. Ni localizaciones. Ni colores en los uniformes. No hacen falta: los invasores son los nazis; los invadidos, Noruega. Un pequeño pueblo de Noruega cuya desdicha es poseer una mina de carbón. En la contraportada alguien escribió que el libro es «un alegado contra la guerra». Acabáramos. Para eso no hace falta ni siquiera leerse el libro. Eso es una patochada. La perogrullada de rigor. Tampoco hacía falta.

   Steinbeck dice que la guerra te convierte en soldado. Unos dejan de ser hombres para convertirse en soldados. Y los conquistados dejan de ser hombres también. Para convertirse en resistentes. Steinbeck no carga las tintas, claro. Estamos en 1942. Lo del Genocidio está aún por descubrise. Cada bando tiende a su fuente con tanta entereza como resignación, asumiendo sus pérdidas, conscientes de que la terrible coyuntura histórica puede haberlos marcado de manera definitiva, y ya conservar un algo de humanidad en semejante aprieto es prácticamente una victoria. La única victoria posible de hecho. Sólo hay dos personajes negativos, uno por bando; un nazi convencido y un colaboracionista. El primero es un fanático diminuto, como todos los fanáticos; y el otro un ávido de poder. La tara que comparten es la mezquindad, el raquitismo de espíritu.

    En el último capítulo el Steinbeck entrenador la caga y cede un empate cuando tenía los tres puntos: saca a jugar a Sócrates desde el banquillo y sus jugadores de repente se ven jugando a un juego que no habían entrenado; el de los latinajos y las palabras labradas en posteridad. Un pegote gordo, en suma; otra cosa que tampoco hacía falta.  

   En cualquier caso, la mayor valencia de este librito es técnica. No hay descripciones. No hay acción. Sólo hay personajes perfilándose a sí mismos en cada diálogo. Y elipsis. Un condenado y maravilloso dominio de la elipsis.

    


agosto 11, 2022

Benedetti y sus mujeres


   Mario Benedetti. El Amor. Las Mujeres. Y la Vida. Poemas de Amor. (Y Tetas).

   Vaya por delante que de todos los latinoamericanos con vitola Benedetti es del que menos soy, o el que peor se me da, y de todos los Benedetti el que menos aguanto es el poeta, y aún más: de entre toda su (ingente/¡tanta!/¿demasiada?) poesía, la que se me antoja peor trago es la amorosa/son-tus-perjúmenes-mujer. Todo nace de una misma discapacidad compartida, o consustancial defecto genético, aunque partiendo de polos opuestos: yo tengo la falencia de tomarme la poesía demasiado en serio, y Benedetti la de tomársela demasiado a cachondeo: a pesar de estar cada uno tan en el ápice de su extremo, no hay caso, está claro que no alcanza para dar la circunferencia entera: nunca vamos a encontrarnos.

   Y conste que reconozco que no pongo de mi parte el sentido del humor necesario, las ganas del chascarrilo facilón (cuando no directamente de la humorada tocha) que estas páginas demandan; tampoco es que me dé por bajar en disposición y actitud a las latitudes tropicales y de equinoccial bochorno que le son propicias a estos versos del calor de la piel desnuda, habida cuenta de que en estos poemas la inspiración primera son las pieles bellas y las carnes sueltas y algunas menganas ligeras. Lo firmo donde haya menester: culpa mía todo.

   A lo que no me avengo es a su total y fatal carencia de ritmo interno. Este DEBE lo apuntaremos íntegro en las columnas del uruguayo.

agosto 07, 2022

Tiranizados de la Escalada, Panfletos de la Libertad

 

   Escaladores de la Libertad. Bernadette McDonald. La otra noche me hice una carrera en la media de las córneas leyéndome de un tirón las últimas cien páginas de los escaladores polacos. Con luz insuficiente y un calor que no es de este mundo, aunque todo apunte que haya venido a él para ayuntarse. Pegado al ventilador, adherido a las sábanas pegajosas, mucha agua y total para qué, tal como bajaba por la garganta me salía inmediata y salada por los ojos achinados o se escanciaba echa ardor y vapor y estupor por toda la poror de la piel, tan sudorípara como atónita. Y las páginas venga caer. Y los escaladores polacos venga matarse, uno tras otro, o hasta en grupos de cinco, allá alto y frío e inenarrable, en las aristas últimas de las atroces montañas. Y el ventilador venga échale candela. Y las dioptrías subrepticias venga precipitarse sobre mis próximas gafas...

   Hay un buen montón de peña que sólo lee "Altaïr Literatur" ­—pronúnciese con falso acento teutón de película de espías, es decir, multiplicando por sí misma cada una de las erres—. La Altaïr Literatur son los libros de la gente viajosa y montaraz, de los juan sin miedo andariegos del mundo. Libros del trepar cordados es trepar, de la nautomaquia de los mares agrestes, del dejarse los huesos a secar en mitad de los hielos antárticos y escribir cartas últimas y postits finales a la familia abandonada a su suerte en la metrópoli. Estas letras postreras, en puridad, no sirven de nada práctico, pues el Seguro nunca piensa pagar... 

   Claro que este exclusivismo leedor no nos pilla de nuevas. Hay quien sólo lee libros de highlanders tan muscúleos como amorosos. Quien sólo admite en su menú páginas polares y novelos negros. Quien sólo engulle volúmenes y sagas que vengan de más allá de las intergalácticas puertas de TannHäuser. Quien sólo lee clásicos o lo que otros dizque dijeron son los verdaderos clásicos. O quien sólo compra Blackie Books, que son la mar de monos. Total, que yo debo ser de los pocos gilipollas que me arraso los ojos con prácticamente de todo y por tal acabo no sabiendo nada de nada. (Siga aquí un exemplo práctico: ¿Sabía usted que los polacos fueron los mejores escaladores que ha parido Dios? Pues no, ya ve usted, no lo sabía, a mí es que me ponen más las disaster expeditions a la Antártida... ¡Si hasta creía que Reinhold Messner era alemán y resulta que no va ese barbudo señor y es italiano!... pogre de mí...)

   Aunque la nómina de secundarios y anecdotistas de este libro es larga, no tanta como la de muertos, pero casi casi, los protagonistas principales de este libro son cuatro. A saber:

   Jerzy Kukuczka, alias Jurek, probablemente el mejor de su tiempo, segundo hombre en la historia en subir los 14 ochomiles, tras Messner, aunque a decir y pensar de la mayoría el mérito de Jurek fue mayor que el de Messner, por subirlos siempre por vías nuevas o bien, algunos de ellos, en temporada  invernal, también en algunas ocasiones sin oxígeno. Justo después de conseguir dicho récord, en lugar de volverse para casa con su abandonada familia, no se le ocurrió otra cosa mejor que hacer que precipitarse al vacío en la imposible cara sur del Lhotse en 1989.

   Wanda Rutkiewizc, pionera del himalayismo femenino, y primera mujer en culminar el K2. Ególatra, individualista, manipuladora y dueña de un carácter que, siendo benévolos, podríamos tildar de "difícil", Bernadette McDonald intanta hacerla protagonista del libro todo lo que su ciega admiración le permite, pero hasta ella acaba por darse cuenta de que Wanda era, en esencia, una persona bastante detestable, con lo que parecía un suicidio editorial hacerla única protagonista de nada bueno. Llegada a cierta edad, Wanda no quiso asumir que ni su cuerpo ni su fortaleza ni su técnica le daban para culminar los 6 ochomiles que le faltaban, pereció sola en el Kangchenjunga en 1992, por no querer bajarse de la montaña y querer coronarla a toda costa, cuando estaba claro que su cuerpo ya no daba para ascender ni un metro mas.

   Krzystof Wielicki, lo más cerca que un ser humano puede estar de parecerse a David el Gnomo, pero sólo con mostacho, fue el quinto en culminar los 14 ochomiles, y primero en encimar el Everest en invierno. Su especialidad eran las ascensiones en velocidad, a ser posible también en invierno y a ser posible, también, sin oxígeno o directamente en solitario. A pesar de ese gusto y fiebre por el más sucida todavía es de los pocos de su generación que ha llegado a viejo.

   Voytek Kurtika, el filósofo de las alturas, nunca quiso entrar en la carrera de los ochomiles ni en la de acumular picos como el que se apunta un trofeo de caza. Probablemente el único de la nómina de este libro capaz de entender el alpinismo como algo distinto de un deporte de absurda competitividad, absurdo padecimiento, y aún, y lo peor, más absurda negación del peligro. Lo suyo no era subir por subir, sino transformarse mental y espiritualmente en cada ascensión. No le importaba abandonar una expedición y bajarse de una montaña si el instinto le decía que no era seguro seguir subiendo. Donde otros se obzecaban y enceguecían, tan tercos como sedientos de gloria, muchas veces para perder la vida, Voytek decía basta, y volvía a intentarlo en años siguientes, si es que le daba por ahí. No sólo ha conseguido llegar vivo a la madurez, también puede enorgullecerse de que ningún compañero de cordada perdió la vida en una ascensión en la que él tomase parte. Es probablemente el que mejor encarna el buen espíritu del alpinismo y al mismo tiempo, y en consecuencia, el único que de la lista que no sale en ninguna nómina de récords importante.

   Más allá del encuentro con estas fuertes personalidades, todas ellas memorables aun en sus rincones más oscuros, Bernadette McDonald parece querer constantemente justificar su libro como el testimonio de una generación que adoptó un deporte extremo y lo hizo grande como parte de una estratégica lucha política contra un régimen totalitario. Una suerte de los polacos fueron los mejores himalayistas porque no les quedó otro remedio: la única vía para sacarle las vergüenzas a su gobierno títere y reivindicar el honor de su pueblo era triunfar, sí o sí, allá donde los acomodados escaladores occidentales, hijos de sus respectivas democracias, se cagaban de miedo. No está del todo mal...

   Para mí, sin embargo, lo verdederamente aleccionador  de estas páginas no tiene que ver con un abanderamiento político dado. Es asistir a la lenta pero imparable secuencia de hechos que transforma a una hermandad de jóvenes parias, que escalan montañas juntos para huír de una sociedad que no les ofrece absolutamente nada, en una panda de narcisistas adictos al peligro y a la droga dura de la hipercompetitividad, entendida en el más bajo y peor de los términos. Observar cómo metro a metro, montaña a montaña, cada uno de ellos va alejándose del resto de los suyos, compañeros de cordada, amigos, familia, sólo para seguir apuntándose montañas en el palmarés. Cómo a medida que la escalada pasa de convertirse en deporte minoritario a acaparar letras de molde en los diarios y minutos en los noticiarios, estos hombres y mujeres empezaron a perder su humanidad para convertirse en máquinas orgánicas de padecimiento extremo y extrema obliteración del propio instinto de supervivencia. Y así hasta matarse o matar al compañero que colgaba de ellos. Tantas veces. En tantos años consecutivos. Sin acabar nunca de querer asumir la lección de que muy probablemente el de la gran gloria y la gran épica de un mártir de montaña es un brillo envilecido, que sólo sirve a la propia maquinaria del negocio del deporte y el entretenimiento de masas. 

   No ser capaces de ver esos pérfidos hilos invisibles que no los subían un sólo metro hacia la cumbre, pero en cambio los mantenían encadenados a las montañas, año tras año, hasta, las más de las veces, conducirlos al ciego y último sacrificio. He ahí el verdadero Mal de Altura, y he ahí una tiranía y una dictadura mucho peores, por solapadas, que el régimen totalitario que supuestamente pretendían denunciar. La Banca siempre gana...

 


febrero 20, 2022

No es posible esconder tantos muertos...

 


   «Patria» (1993) de Robert Harris: Un libro que es una ucronía distópica y a la vez una trama policial y la vez un thriller y a la vez una denuncia. Cuántas cosas. Y todas ellas, sí, ahí, mas ninguna en profundidad. Todas muy por encima y como al rico palimpsesto y/o al muy alto sobrevuelo de la vista de un águila. El águila de la portada, por ejemplo. El águila del Tercer Reich. Pero del Tercer Reich que esclavizó media Europa y media Rusia hasta los años 60 es ahora que hablamos. Un no lugar. Un no suceder. El nonsense absurdísimo que casi pudo ser... (la ucronía distópica). Es por esto que utilizamos el palabro éste, «BestSeller», para salir del atolladero. Abarca mucho y aprieta poco, y así todo el mundo tiene acceso, y se venden un buen montón de ejemplares, incluso en los aeropuertos y en los carrefures, sobre todo en los aeropuertos y en los carrefures, y habremos de suponer que no sólo se vende mazo, incluso puede que hasta se lee mazo también, y luego incluso hasta te hacen una peli, que sale Rutger Hauer, que en ese entonces es el holandés más famoso de Hollywood, y sale en todas partes porque ha sido el Replicante que no ha querido cepillarse a Harrison Ford en «Blade Runner» —y este gesto altruista al personal le ha molado un taco, aunque la mayoría de ellos aún ni siquiera lo reconocen, aún lo saben siquiera, que lo sabrán con la venida de los sucesivos años y los sucesivos director's cut—, y sobre todo porque es el Replicante que ha visto cantidubi de cosas chungas más allá de las puertas de Tannhäuser, allá tope de lejos, pero, fíjate tú, qué cosas, lo de Hitler con los judíos, ni en retrospectiva, lo vio venir tampoco. Lo de Hitler con los judíos, por lo visto, no lo vio venir nadie, excepto los propios judíos, claro, pero es que a ellos nadie les fue a preguntar, eso por lo visto también... Robert Harris es un gran escribidor de libros Best y libros Seller, bastante mejor que otros con más nombre y mejores cifras, pero no sé si es porque se prodiga menos que otros del ramo, o bien porque es inglés, y el «SellerBest» es un género clara y netamente yanki, y el yanki, amigos, ya sabemos que es un pueblo asaz proteccionista, que puesto a promocionar a un Harris, prefieren vender al suyo propio, su propio yanki facedor de tochanacos de aeropuertos y carrefures, de nombre, Thomas, y de hijo, un tal Hannibal Lecter; de oficio, comedor de personas. Pero mucho antes de que a Haníbal lo apodaran el Caníbal, ya un tal Hitler y su cohorte de hijos del Diablo habían optimizado muy mucho el arte de aniquilar seres humanos, y esto es lo que denuncia —¡a buenas horas!— Robert Harris en su «Patria», sólo que en forma de thriller-novela negra-distópica de leer y echar a correr y a otra cosa mariposa. La novela toma como excusa la investigación de las muertes de unos jerarcas nazis (la trama policial), pero en realidad se basa en el supuesto de que lo del Holocausto Hitler no lo ordenó nunca. Él por lo visto sólo dijo: «¡Malditos jewish, les debo un montonaco de pasta!», tras lo cual Himmler y Heydrich, que andaban por ahí con la oreja puesta, se musitaron el uno al otro: «¿Oye, tú qué crees que ha querido decir con eso?»... «Yo creo que ha querido decir que nos los carguemos a todos»... «Ahhh... pues seguro que va a ser eso...» Y de ahí: La Solución Final. Pero la Solución Final es un Genocidio. La Solución final no la quiere firmar nadie. Ningún gerifalte quiere cargar con ése muerto. A pesar de lo cual se acaba llevando a cabo igual (la denuncia). Y de eso en este universo nos enteramos en 1945, mientras que en el de Harris se enteran en 1964, todo y que en ambos dos universos y/o paralelas líneas de tiempo todo el mundo, dentro y fuera del Reich, intuyese lo que estaba pasando en las chimeneas del Este... Todo ello aderezado con algunas persecuciones nocturnas, una caja de caudales con secreto dentro, visitas a la morgue para parlamentar con forenses y alguna que otra habitación de hotel con aroma a fornicio —siempre velado— (el thriller). Como «polares» con trastienda nazi son muchísimo mejores los de Philip Kerr y la historia de amor da menos el pego que un dólar con la efigie de Martin Luther King (¿ucronía utópica?), pero el final es muy bueno, el final compensa bastante, el final me parece que está muy bien parido, joder... Y la escena ésa también, esa en la que al prota le sube el vómito alienador y definitivo cuando descubre que los calcetines que llevaba mientras servía en un U-boot, veinte años atrás, estaban hechos con pelo de judías gaseadas..., esa mierda se fija para siempre en los archivos negros de la memoria lectora.

 


febrero 17, 2022

El asesino es siempre el mayordomo. La culpa es siempre de los nazis.

 

   Los libros rojos de Periférica. No hay un rojo tan intenso como el rojo de los libros rojos de Periférica. Luego ya el catálogo es otro cantar, muy dispar —ya, tío, como cualquier catálogo—, a veces incluso demasiado dispar —lo sé, lo sé, pero es que hay catálogos y catálogos, you know—, a veces incluso un poco como el electrocardiograma de un oligofrénico, con picos muy picos, y valles no tan muy valles, pero sí de tanto en tanto salpicado de algunas ondas muy rarunas y un poco sospechosas y que bien bien no sabes qué carajo pintan ahí. Debe ser ese rojo inimitable. Que lo pone todo patas arriba. Empezando por el consejo editor. Pero es lo mismo, hasta los títulos poco entendibles yo se los perdono a un hombre, Julián Rodríguez, en paz descanse, que tuvo la loca idea de sacarse de la chistera una editorial como Periférica, con sede en Cáceres —no Barcelona, no Madrid—, sí, en Cáceres, y tras más de 15 años de singladura, ahí sigue, editando desde el flanco débil de la periferia los libros con el rojo más inigualable del panorama.

   Entonces: «Cómo aprendí a leer»; Libro rojo de Periférica: Agnès Desarthe; ¿Oye tú, quién es esta señora? Ni puta idea, tío. Yo compré el libro por la chica guapa de la portada. Aunque se ve que en Mondadori y en Francia hay quien la conoce. Hostie Pute. Qué cosas...

   ¿Desde dónde se lee? ¿Desde dónde se escribe? ¿Desde dónde se decide qué siguiente libro se lee cuando tu biblioteca hace años que supera tu espectativa de vida? ¿Desde dónde se opta o no se opta por escribir un qué se yo sobre este libro y no, por ejemplo, sobre todos estos cualesquiera otros de más allá, muchísimo mejores, mirándote además adustos y como ofendidos?... Los dos primeros interrogantes son de Agnès. Los otros dos son míos. Ninguna respuesta asiste a ninguno de los cuatro, sin embargo. 

   Conque a falta de respuestas para tan esquivas interrogaciones me voy a limitar a pespuntear tal que cuatro apostillas y/o notas al desmargen, que la neurona no me da esta noche para más:

   Apostilla nº 1: La cubierta. La chica de la cubierta. Me encanta la chica de la cubierta de este libro rojo de editorial Periférica. Con ese abrigo blanco u ocre trinchera o no sabemos bien si pelliza o gabán, el hatillo sembrado de libros, el pelo hecho un nido dulce de pájaro, los dientes grandes y blancos, los ojos enormes y las cejas dibujando el desafío, y sobre todo ese ceñito fruncido, tan a la par incrédulo como remiso; como queriendo decirme: «¿Tomar un café? ¿Ahora? ¿Tú y yo? ¿Debes estar de guasa, tío? ¡No ves todo lo que tengo que estudiar para el examen de mañana!». Qué lástima. No pudo ser...  

   Apostilla nº 2: En mi cabeza este libro se divide en tres partes. Y la primera, que abarca desde el párrafo inicial hasta la página 87, es tan inútil, tan perder el tiempo como el que yo mañana le vuelva a pedir para tomar café a la chica del hato de libros, me va a seguir dando calabazas sí o sí... Agnès Desarthe nos cuenta su tierna infancia y su ya no tan tierna adolescencia, y aprovecha para intentar explicar por qué no le gustaba leer... En general me toca mucho las narices la gente que te asegura que es capaz de recordar, por ejemplo, cuándo se trago el primer moco... En la vida. En la literatura. Me da igual. Si te lo cuentan o te lo escriben o te lo dictan. Os odio a todos y no os creo a ninguno. Nadie recuerda esas mierdas, joder. Yo el recuerdo más viejo que conservo es de cuando tenía cinco años ¡y lo recuerdo porque me estaba ahogando!... Y otra cosa que en general me toca mucho las narices son las típicas empollonas atacadas de falsa modestia. Sí, esas que te salen del examen gritando: «¡Joder, tía, fijo que he suspendido, tía, ¡¡¡me ha ido HIPER-MEGA-MAL, TÍAAA!!!», y luego salen las notas y le cascan un 9... Pues la buena de Agnès no sólo tiene la memoria de un elefante, también tiene esa clase de nefanda falsa modestia que es capaz de explicarte, como si la cosa no fuese con ella, que a pesar de no leerse un puto libro en toda la enseñanza obligatoria, la tía, ahí va, aprobándolo todo la mar de bien y hasta sacando buenas notas. ¡Así que imaginaos qué no hubiese podido ser de mí si me hubiese gustado leer ya desde el feto, amigos! En fin...

   Apostilla nº 3: La segunda parte es la divertida, porque es cuando a la Desarthe se le va muy pero que muy mucho la castaña y expone su particular teoría de por qué no le gustaba leer, aunque ella misma parece no tenerlo demasiado claro, así que primero te dice que si fue porque la sombra del francés era demasiado alargada, después que si el loro de Flaubert pesaba demasiado, después que si su padre fue un judío y un apátrida, más tarde que si la culpa fue de los nazis —cómo no, ya tardaban en salir los nazis—, y después, ya para acabar, que no, que los nazis sí, que también, que cómo no, los nazis, los nazis claro, los nazis siempre, pero no, resulta que del todo no, que la culpa primera fue del miedo de ser chica entre tanto chico, no fuesen a meterle mano justo ahí... Menudo festival para no reconocer que era tan vaga que cuando veía un tochanaco de más de 400 páginas se le caían las bragas de aburrición... Eso es como decir que en mi casa he acumulado más libros que pelos suman mis cinco gatos porque cuando era pequeño mi padre me decía que leer era perder el tiempo y tirar el dinero, pero en realidad no fue por eso, fue por tener que meter los libros a escondidas en casa, como un delincuente, pero no, si lo pienso bien, en realidad fue por los nazis, que los quemaban —cada libro que meto en mi casa es un libro que salvo de las garras holocáusticas de los nazis de mi tiempo—, pero si lo pienso aún mejor, entonces la suma me da que no es por eso en realidad que los acumulo, sino porque cada libro que compro es como una promesa de tiempo futuro, y mientras tenga libros por leer seguiré teniendo futuro, es decir, que no palmaré ni espicharé ni me quedaré vegetal, cuando en realidad lo que pasa es que tengo un Diogenazo encima que no hay por dónde cogerlo... Quiero decir. Toda esa mierda, Agnès, no lo discuto, podría llegar a ser verdad, cualquiera sabe, y sobre todo en tu cabeza, pero... ¡quién cojones crees que va a creerte!     

   Apostilla nº 4: La tercera y última parte del libro es la buena, que es donde Agnès se deja de pajas mentales y nos cuenta dos verdades buenas y guapas sobre el meollo éste de la escritura y el meollo otro de la literatura, son apenas las tres o cuatro páginas finales, que bien valen la lectura de este libro, a pesar de toda la majadería precedente, que es bastante —sobre todo si no eres judío—, eso sí, siempre y cuando conserve a la chica guaponga del hatillo de libros de la cubierta, a ver si un día de estos se acaba estirando y se aviene a un café. Pero si me la cambias o me la quitas, ya te lo puedes confitar, el libro, con su rojo inconfundible Periférica y todo.

    El Jekyll: «Pero, tío, tanto rollaco y al final no nos vas a decir qué dos verdades buenas son ésas...»

    El Hyde: «Pues no.»

 


febrero 09, 2022

La Muerte os sienta tan chic

 

   Leí esta novela por dos motivos: motivo 1: porque dije aquí que lo haría y suelo ser ente de palabra —ay, las más de las veces...—; motivo 2: porque la tenía danzando por casa desde no sé ni cuándo —y por eso mismo dije que lo haría (motivo 1), si no de qué iba yo a andar buscando este libro por ahí, pateando los arrabales y las librerías de viejo en busca de un otro motivo (motivo 2 bis) para venir aquí y decir que después de 140 páginas de narrativa justoniana, navarriana, lo que sea, no he entendido absolutamente una palabra. Es decir, que entendida sí, cada palabra por separado, sí, pero unidas, una detrás de la otra hasta formar 140 páginas de narrativa justoniana/navarriana, para eso no me ha alcanzado esta cocorota mía, calva, gorda y a todas luces insuficiente.

   Suerte que he leído otros libros tuyos buenos y guapos, Justo, como el «Finalmusik», el del espía Pound, e incluso aquella cosa pequeña del Gabriel F. BebedorPoeta, porque si llego a empezar contigo con este «El doble del doble», no te leo nunca más, jamás nunca, ni a ti ni a tu doble. Eso dalo por sentado. Te lo juro.

   «El doble del doble». Tercera novela de Justo Navarro. 1988. En 1988 todavía se estila poner fotos de los escritores en sus solapas, en poses del todo innaturales y afectadas, que vienen a dar a pensar que los escritores son de otro mundo, están hechos de otra pasta, y sobre todo, y aún peor, la falsa apariencia de que los escritores, en cualquier mundo, pero sobre todo en el mundo de España, se ganan la vida siendo eso mismo, escritores, es decir, que no tienen que doblar el espinazo ni levantarse a las tantas de la mañana para ganar el cacho de pan, y es por tal motivo que se pueden permitir el existir todo el día con el índice pegado a la cara, como sosteniéndose el rebalse y la rebaba del pensamiento, que no se la caiga: «es que tengo tantas fuliginosas y ciclópeas ideas burbujeando en mi cabeza, sabe usted, que si no me la apuntalo con el índice, tal que así, es todo el tiempo un insoportable derramárseme el privilegiado intelecto  por los costados, ¡y además no sabe usted cómo quema!».

   Entonces, «El doble del doble». 1988. Tercera novela de Justo Navarro aún con pelo y en fotopose peudointelectual solapesca. Esta novela en principio parece que ha ir de doppelgängers y William Wilsons y sombras que conspiran contra su propio reflejo en el espejo del agua. Pero no. Va de gente con apellidos de puta madre que vive siempre en hoteles chic, porque dónde vas a vivir si dispones de un nombre chic sino en un hotel de puta madre —desde luego en tu piso de mierda, tercero sin ascensor, no, eso está claro—, gente chic en hoteles chic que luego no hace otra cosa que dejarse matar en esos mismos hoteles u otros parecidos. Y ya. No me he enterado de nada más.

   Eso sí. La cantidad de metáforas y comparaciones por centímetro cuadrado de página es de escándalo. La calidad y la ingeniería de todas y cada una de esas comparaciones y metáforas es de no te menees y de muy señor mío. Tanta que no hay nada más. Tanta que asfixia la acción y el argumento hasta hacerlos desaparecer. Vale tío, Justo, ya en tu tercera novela tenías un estilo de cagarse las patas abajo, ya en tu tercer libro escribías tan de putamadremente que tu savoir faire —yo también puedo ser chic si me lo propongo— a las riendas de la máquina de las palabras es de todo punto indiscutible, pero...,  por dios santo, ¡cuéntanos algo, macho!

   Pero bueno, tampoco descarto que el problema lo tenga sólo yo, que soy un gañán, y de ordinario cuando me acerco el índice a la cara no es para otro menester que deshollinarme la nariz...



enero 31, 2022

Alucinario Enero 2022

El albur de un escalofrío...

«En el año 1858 el mayor de los hijos, John Allman, regresó repentinamente a la región y se hizo conducir a la isla. Encontró la casa cerrada y sombría. El barquero que lo había llevado a la isla rehusó acompañarlo más allá de la orilla diciendo:

  —Mejor sería que regresara por donde ha venido, señor John. Los vivos son los vivos y los muertos son los muertos; estos últimos, sobre todo, desean que se les deje en paz».


 

 

 

 

«El lecho del Diablo», Jean Ray

 

Doppelgänger/DoppelHandker...

«Al pasar por delante de un sombrío café, he vuelto a ver por un instante, detrás de la barra, a mi doble: un susto demasiado exquisito para quedar desconcertado; un desconcierto demasiado irreal para exteriorizarlo —sigo andando». 


 


 

 

  

 

«El peso del mundo. Un diario», Peter Handke


Abejera humana...

«La frescura con olor a mar en la sombra de la cabina, de la que en circuntancias distintas habría disfrutado tanto, no le produjo ningún placer. Se desnudó mecánicamente. Todos aquellos cuerpos desnudos en las terrazas, aquellos torsos bruñidos que emergían del agua, aquella ruidosa promiscuidad de hombres y mujeres, aquella mezcolanza de formas y de carne joven y vieja, más allá de cualquier pudor, le produjeron la sensación desagradable de una gusanera: el aspecto de la vida indiferenciada, bullidora».

 


 


 

 

 

«La isla», Giani Stuparich

 

La muerte que nos habita...

«Días sin oreja izquierda. Días en que enmudece todo un hemisferio, callan los soles, duermen los caballos, se ausentan los políticos, no pasan las muchachas. Se me ha tapado el oído izquierdo, por unos días o para siempre (habrá que ir a Olaizola, a ver qué dice), y ando por el mundo sin una oreja, no porque me la haya cortado —nada de Van Gogh, nada de literatura, aquí se trata de la vida—, aunque, de todos modos, no me atrevo a mirarme a los espejos, por si es verdad que no tengo oreja, y me peino el pelo para ese lado, por ocultar lo que no sé si no existe.

Del hemisferio del mundo no me vienen noticias, ni músicas, ni lo que esa muchacha me lee en el periódico, con una urgencia que está en su juventud más que en la noticia.

Del hemisferio izquierdo no me vienen orquestas. De ese lado se han muerto Bach y Mahler, "Beethoven me da más música —decía Gide—, pero Chopin me da mejor música." El último clásico era un romántico. Las guerras del mundo topan, por mi izquierda, contra un muro de silencio, contra una tapia de sordera. Aquí fracasan los caballos y pierde grito la sangre. El mundo se ha pacificado por mi izquierda.

Me estoy muriendo de la parte izquierda. Porque la muerte no es un disparo de la luz ni una mano agónica en la noche. La muerte se va instalando en nosotros, haciendo nido, nidos, como las gaviotas en un farallón marino. Un oído tapiado, un ojo sangriento, una mano en la que duele la mano interior, una garganta que sube y baja contra la segur del frío, un intestino que se desploma como una deflagración secreta.

La muerte, sí, va haciendo hospedaje en nosotros. Acabaremos por dejarle la casa entera». 


 

 

   

 

«La belleza convulsa», Francisco Umbral

 

Mentira en bucle...

«Me pareció que todo aquello lo había tenido que ver, oír y oler una infinidad de veces, como el disco que los vecinos de arriba ponían cada noche a una hora determinada; como una película que a uno le hacen ver en el infierno, siempre la misma, y aquel olor en el aire, a café, a sudor, a perfume, a licor, a cigarrillos. Lo que yo decía..., lo que decía Ulla, se había dicho ya innumerables veces, y era inexacto, las palabras sabían a falso en la lengua; era como las cosas que yo le había contado a mi padre sobre el mercado negro y sobre mi hambre; cuando aquello se expresaba, ya no era cierto...»



 

 

 

 

 

«El pan de los años mozos», Heinrich Böll

 

El talento inútil...

«En otro tiempo, esto es, hace ya algunos años, una muchacha muy despierta y avispada me dijo, susurrándome al oído extremadamente sensible, que estaba profundamente convencida de que yo ponía más pasión en la escritura que en la vida, que me comportaba con más vivacidad sentado al escritorio que en la vida cotidiana, con lo que tal vez quería hacer alusión a algo "muy peculiar" que creía advertir, a saber: que la irrealidad aparente tiene para mí más importancia, es decir, es mucho más real que eso que tanto se elogia y glorifica y que de hecho existe y llamamos realidad. Puede que con las palabras que me dirigió hablara inconsciente e involuntariamente al soñador o al poeta. Oh, cuánto rencor me guardará, señorita, por atraverme a ser poeta, pues ser poeta significa nada más y nada menos que ser el mueble más inútil e inservible que uno pueda imaginar, y es en calidad de tal que me inclino con afecto ante usted, quitándome naturalmente el sombrero en el supuesto de que llevara uno».


 




 

 

 «Diario de 1926», Robert Walser

enero 30, 2022

El Reich de los Mil Muñecos Rotos

    


   «El pan de los años mozos». Otro libro enteco pero formidable —y fulminante— de Henrich Böll. Otro. El libro es enteco e inclenque y luce como desnutrido porque así debe ser, porque la piedra de toque sobre la que se levanta es el hambre, es el pan nunca suficiente, y hacer un tocahanaco de 500 páginas sobre el hambre no es que se me antoje paradógico, diría que es incluso inmoral.

   Pero antes de hablar del libro vamos a hablar de la cubierta, cómo no, ya estamos con la cubiertas —¡pues sí!, ya estamos con las cubiertas—: o mejor dicho, vamos a contar un cuento. De hadas. De hadas muertas. Fritas y colgando en la luz ultravioleta del desencanto sentimental: cada libro tiene su historia, la que nos cuenta el autor desde el fondo de su muerte —aunque siga vivo, siempre es un muerto el que nos susurra—, y puede después tener encima, adheridas, solapadas y en palimpsesto, tantas historias como lectores se hayan puesto a escuchar al muerto. Mi copia la encontré en una librería de lance. Mi copia tiene una dedicatoria de una chica a su chico, que espera que le guste, que la vida está llena de sueños, que los sueños, sueños son, pero no hay mayor sueño que estar cada día a tu lado, todo el futuro juntos, le dice, porque le quiere con locura, le dice, y fue por este motivo, supongo, que le regaló este libro, «El pan de los años mozos», ella a su chico, esta edición del pan de los años del hambre de Böll, y me arriesgaría a apostar que sin saber de qué coño iba el libro ni quién coño fue Böll, sin siquiera intuir que probablemente estaba regalando más una bomba lapa que un libro, pero sin duda del todo influida por la fotografía de su cubierta, esa pareja de tórtolos, tan bien amarrados. Como digo, esta copia mía la encontré en una librería de lance. Lo que significa que esa cubierta es muy bonita pero está mal, toda ella, entera ella, es un error...

   Pero volvamos a Böll. Nacido en 1917, contaba 22 años cuando a Hitler le dió por dinamitar el mundo. Se chupó la guerra entera, seis años de insania, hasta que en 1945 los yankis lo sacaron de la circulación. Durante esos años de Whermacht y de masacre Böll sólo escribió cartas, nada de cuentos, nada de novelas, sólo cartas a casa, a sus padres, algunas de ellas tan lacónicas y desesperadas que eran una y esta única frase: «Mándenme más Pervitin, por favor...» No chocolate. No mermalda. No café. No cigarrillos. Por supuesto tampoco pan. Sólo Pervitin. Más droga, por favor, porque con la dosis que el Führer nos proporciona no nos alcanza, está claro, para soportar toda esta barbarie.

   Pasó el tiempo y pasó la guerra, y llegó la posguerra del hambre y de las ruinas, pero el mono del Pervitin es una cosa chunga, el mono del Pervitin no se acaba nunca, es más alto que el muro de Berlín y más largo que tres días sin pan. Por eso los personajes de «El pan de los años mozos» parece que estén todo el tiempo como drogados, como inmersos en un sueño de fiebre y de carencia, una vigilia zombificada, carente del más elemental amago de empatía.

   El protagonista de «El pan de los años mozos» es un joven mecánico de lavadores en la Alemania que está empezando a reconstruirse, una década después de haber sido reducida a escombros en lo material y a la ignominia en lo moral. Un joven que pasó tanta escasez y tanta penuria que ahora toda su vida se mide en unidades de pan. Pan en el pensamiento. Pan entre las manos. Pan entre los dientes. Pan en la alacena. Pan en el miedo pavoroso del agujero del hambre, nunca satisfecha. Vivir por y para el pan. A falta de Pervitin, bueno es el mono del pan.

   En paralelo, tenemos también que en esa Alemania un técnico de lavadoras es un tío importante, la suya es una profesión de futuro, porque igual que en tiempos del Führer el corazón de cada alemán encerraba un pequeño nazi, luchando por salir; ahora, tras el Huracán Hitler, en cada casa alemana hay una lavadora funcionando a todas horas, todos los días, en un fútil intento por lavar lo que no puede ser lavado, borrar el rastro inmarcesible del horror y la vergüenza. Al final, con tanto trote, las lavadoras se escacharran y las fraulein alemanas necesitan como el Pervitin un mecánico que les vuelva a poner en marcha el centrifugado de la mala conciencia.

   Todos los personajes de «El pan de los años mozos» subsisten en un estado como de duermevela, hipnotizados, sin otro sueño ni otra aspiración que la de que no les falte el pan y las lavadoras no dejen de dar inútiles vueltas sobre la sinrazón inasumible del Holocausto. Parecen llevar una vida de polichinela mientras aguardan el despertar de la pesadilla: despertar algún día, quién sabe, nuevamente en el prometido y paradisíaco y ario Reich que les iba a durar mil años.

   Todos los personajes de «El pan de los años mozos» han sido estafados y expulsados a los cristales rotos de un sueño de pretensiones obscenas y proporciones dantescas. Muñecos destripados, sin corazón y sin alma, fritos y colgando de la luz roja atravesando una esvástica, pagando el sobreprecio de una promesa megalomaníaca.

 


enero 23, 2022

Sin gatos no hay paraíso

 

   

   Las personas somos muy fans, mucho, de la dicotomía. Dicotomía. Asín: DI-CO-TO-MÍA. Define el tochoRAE la dicotomía como una praxis o manera o humana costumbre de clasificar y etiquetar las cosas del mundo, de forma tal que toda división o subdivisión o hastalanáuseadivisión de dichas cosas, cuales fueren, sólo contempla dos partes. Bueno, no lo dice exactamente así, lo dice menos florido, y además con un adverbio "solo" sin tilde... RAE, hijadeputa, la cabronada de los diacríticos antes o después vaya si me la vas a pagar cara.

  Pues eso, que etiquetar nos mola un taco, y ya partir las etiquetas en dos y sólo dos pues ya ni te cuento. Es más rápido. Más directo. Más aquí te pillo aquí te mato. Te ahorras los medios, te ahorras la entera escala de grises. Para decir esto es así o asá no hace falta más que la muy justa pizca de entendimiento y/o sensibilidad. Eso por no mencionar que la dicotomía destila tufo cainita que tira de espaldas, y a nosotros, la humana especie, la racional hominidad, nos viene latiendo en la sangre el estás conmigo o contra mí desde que los pulgares prensiles nos alcanzaron para sacarle punta al primer palo.

   No obstante, por supuesto, hay dicotomías eternas —como algunas de nuestras folclóricas—; negro/blanca; rojo/facha; guapa/feo; listísima/mediosubnormal; y después hay dicotomías cuyo brillo y esplendor se apagan no sabemos exacatmente por qué —como el de las mismas folclóricas de antes, que parecían eternas, pero resulta que no—, aunque lo suyo y normal sea que acaban colapsando porque nuevas y pugnantes dicotomías se les suben a la chepa.

   Por ejemplo: antes la peña era de perros o era de gatos. Importaba tres carajos que en el mundo aún existien miles de otras animales especies que todavía no nos hemos cargado: «¿Tú de qué eres?» «¿Yo? De perro... ¿Y tú de qué eres?» «¿Yo? De gato» «Ajá... ¿¡Pero ya viste que Mariló se compró un hurón!?» «Sí, tíaaa, menuda gilipollas, tíaa... jajaja». Hoy en cambio esto que digo es ya filfa, deshecho, dicotomía muerta. Ahora ya sólo hay gente de gatos. Gente que ama los gatos. Y gente que odia los gatos. Los perros han perdido esta batalla. Ya lo gatos son los sumos ultraseres del orbe. Han invadido los corazones de algunos hombres. Han invadido la hiel del resto de hombres. Han ocupado internet. Han tiranizado los memes. Embargado tu galería de fotos. Acaparado tus pensamientos. Tus conversaciones. Tu casa. Tu tiempo. Tu sofá. Gatos. Gatos. Gatos grandes y pequeños y sin pelo. Gatos gordos. Gatos chatos. Gatos con orejas de murciélago. Gatos con el morro picudo y la cola hecha un moñigo. Gatos que son más listos que tu madre. Gatos por todas partes. Gatos Gatos Gatos ¡Miau!

    Simenon también tenía un gato —aunque de esto no esyoy seguro, es sólo una suposición, no he podido encontrar ninguna foto de Simenon con gato—, y quizá por eso escribió un libro titulado «El gato», hace muchos años, cuando todavía había perros, pero ya París había dejado de ser una fiesta, y él, sin embargo, ya lo había visto venir, que esto pasaría, que la teoría y toda la cháchara de la filosofía están muy bien, pero que en la vida real es muy difícil pasar de un día al siguiente sin dicotomías, sin amar/odiar, sin polarizar en general, y sobre todo sin maldecir en particular ese día funesto en que pensaste, loco de ti, ingenuo de ti, gilipollas de ti —esto no es dicotomizable—, que, quién sabe, a lo mejor casarse podía ser una buena idea.

    Porque «El gato» no va de un hombre que es de gatos y su mujer, que es de papagayos. No. De hecho ni siquiera hay gato ni hay papagayo, que Simenon se los carga a los dos antes incluso de empezar la novela. El gato y el papagayo son sólo los macguffins de los que Simenon se sirve para hacer avanzar su trama hacía la verdadera dicotomía que mueve el mundo, o mejor, que lo desmueve, lo descentra, lo recalcitra y lo deja, finalmente, tiritando de extenuación, y que no es otra que la de que antes o después la humana Hominidad se acaba repartiendo, dicotomizando, subdividiendo entre aquellos que descubren que el matrimonio es la peor decisión que puedes tomar en tu puñetera vida, antes de tomarla, y los que lo descubren después

   Puta obra maestra de la crueldad, el cinismo y la sordidez. 


 

enero 21, 2022

Stuparich Island

 

 

«La isla» es una cabronada. Vaya esto como entrante, patadón y tentetieso. No os dejéis engañar por sus poco más de cien páginas o por la bucólica estampa de la cubierta —la del librito, no la de la barquichuela—, tan lacustre ella como mediterránea —ahora sí, tanto da, vale para la del libro, también para la de la barca...—, tan de postal de la orilla diáfana de las entreguerras. Pero lo dicho; «La isla»; Giani Stuparich: menuda cabronada.

   El planteamiento es que un padre le pide a un hijo que le acompañe unos días a la isla, su isla de ambos, del padre, del hijo, aunque ninguno de ambos la deambulen ya, que el padre está en no sabemos qué ciudad y el hijo habita no recuerdo ahora qué montañas, pero el quid de la cosa está en que el padre le pide eso al hijo en condición de última voluntad, ya que un cancerón de esófago lo está dejando listo de papeles, rapidito, y quiere pasar unos últimos días en su isla natal —su natal e insular pedazo de tierra apenas en pie sobre mar—, acompañado de su hijo, antes de espichar.

   La cosa pinta guapa. La cosa atufa a peli triunfona en la noche de los Oscar que es un gusto. Pero no. La cosa, lo dije ya en la primera línea, no va a ir por ahí, antes al contrario, emprende rápidamente el curso de la insania. La cosa, lo dije ya, no alarga mucho más de cien páginas, así que la mala leche y la acedía no pueden tardar demasiado en desovillar sus talentos.

   Y así es, apenas arribamos a la isla de marras, aún no hemos podido prácticamente ni deshacer las maletas, que ya se nos arruinan los Oscar todos antes incluso de la segunda sobremesa: adiós al Oscar al Mejor Actor, al de Mejor Secundario, al de Guión Adaptado, al de Fotografía... El Padre se añuga con un grano de la uva del postre, que se le queda enquistado en el tumor esofágico, justo allí, clavado en el nudo gordiano de su muerte inminente. Se acabó el viaje. Se acabó la fiesta. Aborto directo del taquillazo sensiblero de Hollywood.

   El padre no puede deglutir, no puede tragar más nada, ni siquiera agua, se pone enfermísimo. El hijo no puede ver a su padre padecer de esa manera, de modo que enferma a su vez, de los nervios y de la aprehensión —y también, por qué no decirlo, de pensar todo el rato que la genética es una maldición de espoleta retardada—, así que lo lleva al médico, que les dice que lo suyo sería operar, aquí puede hacerse, incluso, les dice, pero quién coño en su sano juicio se dejaría operar emergencia semejante en una isla cuya población de cabras con toda probabilidad triplica la de hombres... Es necesario abandonar inmediatamente la isla. Es necesario regresar inmediatamente a la city. Es urgente operar. Total para qué. Para morir igual.

   Es así de cabrón e hijoputesco el destino, así de hijoputesca y cabrona la vida, si les caes gordo no te dan cuartel ni para montarte un final de tus días de película, ni siquiera después de haber soportado una vida cretina, ordinaria, gris y vulgar. Así vivimos todos y así moriremos tantos; en la puerta de atrás de un callejón olvidado y lleno de moho.

   Debe ser por esto que Stuparich no da nombre al padre ni da nombre al hijo ni da nombre a la isla. De puro grises no hace falta nombrarlos, son Universales del sollozo contenido y la lágrima fuera de plano. Voluntarios forzosos de la resignación. Estoicos a su pesar. Este es un libro que desde la ficción ataca la ficción misma: una certera cuhillada en el pecho; aquí no hay lugares para el drama ni el melodrama, para la imaginación o la literatura: aquí sólo brota la luz amarilla, terrosa y sucia, de la realidad descerrajada sin misericordia.

   Stuparich roza el cielo literario cuando enmienda a nuestro gran Jorge Manrique y nos cuenta que el hijo oye: «Del otro lado, con frecuencia, llegaba la tos de su padre. Sobre los instrumentos de viento y los tambores de la banda, sobre el bullicio de la fiesta, aquella tos tenía un timbre profundo, respecto al que cualquier otro sonido parecía frívolo. Aquel hombre había sido apartado ya por la corriente de la vida; pero desde el margen, donde todavía permanecía por poco tiempo antes de desaparecer, mandaba con su aullido un terrible aviso a los hombres, supieran o no escucharlo». O lo que es lo mismo, que nuestra puta vida ésta ni siquiera son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. No, nuestra puta vida ésta es el triste y subterráneo y arrastrado trayecto de un aquel meandro a este meandro, y aquí me quedo, ahí te quedas, hundido en el fango, hundido en la mierda, triste canto rodado borriquero, que el delta y la desembocadura son líneas y travesías de horizonte tan virtuales y vedadas e imposibles como la propia llave del cosmos.

   Y con todo una piedra pensante, antaño soñadora, siempre algo ingenua, minúscula y efímera, agotando su luz contra un Universo vasto, sordo, indolente y huérfano de júbilo. 

    Así que no sé qué es peor.