Resistencia en el flanco débil

diciembre 17, 2012

Tenemos que hablar del chocholoco de Katie (no me apellido Shriver)...

 


 

   «El honor perdido de Katharina Blum» es un librito pequeño pero a la vez generoso que se lee en unas horas, un libro que da mucho en muy poco tiempo, lo que, por supuesto, aumenta su valor intrínseco y debería aumentar nuestra estima extrínseca por él, también por su autor, pues libros así, autores así, nos rescatan a los bibliofrénicos un tiempo valiosísimo, en el que seguir inyectándonos más y más letra impresa por vía intravenosa.

   Deberían escribirse más libros como «El honor perdido de Katharina Blum», libros cortos, intensos, directos, enriquecedores, historias de leer en un día y listos, que no nos llenen la cabeza de anecdotario estéril y submorralla argumental, como las hay a patadas.

   Hacía dos años que Böll había recibido el Nobel cuando entregó «El honor perdido de Katharina Blum» a la imprenta, que todo y basarse en hechos reales, hechos violentos, hechos luctuosos, no puede estar más lejos del telefilm barato, del «librofilm» casposo, que es un palabro ("librofilm") que me acabo de inventar con el menor de los esfuerzos, y que tan a buen seguro a ustedes no les ha costado un milisegundo asimilar.

   «El honor perdido de Katharina Blum» es un libro-denuncia. ¿Y qué carajo denuncia? Pues denuncia que la sociedad humana, la civilización mequetrefe, su masa social, es esencialmente malvada, es esencialmente cabrona, esencialmente letal; y que el Estado es una máquina de triturar individualidades, una apisonadora sin escrúpulo ni miramiento alguno. Vaya, que no nos desayunamos con nada nuevo, pero es que estamos hablando de 1974, ya saben, de cuando había dos Alemanias, una más bien —de— diestra y la otra muy siniestra.

   «El honor perdido de Katharina Blum» va de Katharina Blum, que es una mogijata y una estrecha, una mujer recta, hacendosa, virtuosa, como es de ley, y que de buenas a primeras —de la mañana a la noche— descubre en esa misma noche el gusto del amor y el gusto del falo. La sociedad biempensante puede llegar a aceptar, aunque muy a regañadientes, que a una mujer le dé la fiebre y la locura del amor, pero jamás perdonará que una mujer moje sus bragas pensando en el falo. Esto no es sólo obsceno e inmoral, es incluso peor, es rojo: ¡es comunismo!

   El título de «El honor perdido de Katharina Blum» hace referencia, por tanto, no al virgo entregado a la voluptuosidad de la carne, sino a la recta conciencia entregada al sucio furor de la hoz y el martillo, ambos dos dándole duro al pistón.

   Leído «El honor perdido de Katharina Blum» hoy día, cuando ya no hay Muro de Berlín ni Guerra Fría —o casi—, ni en general —una vez jubilada la Merkel— gobernante ninguno que no provoque risa o gunitera, y la China comunista es una de las principales economías de este chusco que habitamos, sigue demostrando, empero, lo que ya demostraba en 1974, dos años después de que a su autor le otorgaran un Nobel de los menos discutibles: que los gobiernos liberales, más papistas que el papá, caerán como han hecho siempre, con toda su ferocidad y violencia «democráticas», sobre todos aquellos cuyos flujos vaginales y viscosidades seminales no se entreguen y entremezclen con un único y exclusivo objeto: el productor —es decir, el «reproductor»—; verbigracia, más-carne-de-cañón-para-El-Sistema. Más mano de obra a precio de saldo. Más dinero. Sucio dinero, pero DINERO al fin y al cabo...

   Se dice y se comenta que pocas semanas después de salir a la venta «El honor perdido de Katharina Blum», Heinrich Böll salió a la calle sin su mítica boina, lo cual le reportó una nariz enrojecida y congestionada durante días, un a todas luces inoportuno catarro. Se dice también que una de esas constipadas jornadas quedó con el filmmaker Volker Schlöndorff, para echar unas pintas. Hay hasta quien da por cierto que en dicha quedadada cervecil no sólo intercambiaron viruses respiratorios, hay hasta quien asegura que uno de ellos —no sabemos cuál— le dijo al otro —tampoco sabemos cuál, aunque en este caso por fuerza tuvo que ser el otro—: «Tenemos que hablar del chocholoco de Katie, compañero...»

 


 

 

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