Resistencia en el flanco débil

febrero 20, 2022

No es posible esconder tantos muertos...

 


   «Patria» (1993) de Robert Harris: Un libro que es una ucronía distópica y a la vez una trama policial y la vez un thriller y a la vez una denuncia. Cuántas cosas. Y todas ellas, sí, ahí, mas ninguna en profundidad. Todas muy por encima y como al rico palimpsesto y/o al muy alto sobrevuelo de la vista de un águila. El águila de la portada, por ejemplo. El águila del Tercer Reich. Pero del Tercer Reich que esclavizó media Europa y media Rusia hasta los años 60 es ahora que hablamos. Un no lugar. Un no suceder. El nonsense absurdísimo que casi pudo ser... (la ucronía distópica). Es por esto que utilizamos el palabro éste, «BestSeller», para salir del atolladero. Abarca mucho y aprieta poco, y así todo el mundo tiene acceso, y se venden un buen montón de ejemplares, incluso en los aeropuertos y en los carrefures, sobre todo en los aeropuertos y en los carrefures, y habremos de suponer que no sólo se vende mazo, incluso puede que hasta se lee mazo también, y luego incluso hasta te hacen una peli, que sale Rutger Hauer, que en ese entonces es el holandés más famoso de Hollywood, y sale en todas partes porque ha sido el Replicante que no ha querido cepillarse a Harrison Ford en «Blade Runner» —y este gesto altruista al personal le ha molado un taco, aunque la mayoría de ellos aún ni siquiera lo reconocen, aún lo saben siquiera, que lo sabrán con la venida de los sucesivos años y los sucesivos director's cut—, y sobre todo porque es el Replicante que ha visto cantidubi de cosas chungas más allá de las puertas de Tannhäuser, allá tope de lejos, pero, fíjate tú, qué cosas, lo de Hitler con los judíos, ni en retrospectiva, lo vio venir tampoco. Lo de Hitler con los judíos, por lo visto, no lo vio venir nadie, excepto los propios judíos, claro, pero es que a ellos nadie les fue a preguntar, eso por lo visto también... Robert Harris es un gran escribidor de libros Best y libros Seller, bastante mejor que otros con más nombre y mejores cifras, pero no sé si es porque se prodiga menos que otros del ramo, o bien porque es inglés, y el «SellerBest» es un género clara y netamente yanki, y el yanki, amigos, ya sabemos que es un pueblo asaz proteccionista, que puesto a promocionar a un Harris, prefieren vender al suyo propio, su propio yanki facedor de tochanacos de aeropuertos y carrefures, de nombre, Thomas, y de hijo, un tal Hannibal Lecter; de oficio, comedor de personas. Pero mucho antes de que a Haníbal lo apodaran el Caníbal, ya un tal Hitler y su cohorte de hijos del Diablo habían optimizado muy mucho el arte de aniquilar seres humanos, y esto es lo que denuncia —¡a buenas horas!— Robert Harris en su «Patria», sólo que en forma de thriller-novela negra-distópica de leer y echar a correr y a otra cosa mariposa. La novela toma como excusa la investigación de las muertes de unos jerarcas nazis (la trama policial), pero en realidad se basa en el supuesto de que lo del Holocausto Hitler no lo ordenó nunca. Él por lo visto sólo dijo: «¡Malditos jewish, les debo un montonaco de pasta!», tras lo cual Himmler y Heydrich, que andaban por ahí con la oreja puesta, se musitaron el uno al otro: «¿Oye, tú qué crees que ha querido decir con eso?»... «Yo creo que ha querido decir que nos los carguemos a todos»... «Ahhh... pues seguro que va a ser eso...» Y de ahí: La Solución Final. Pero la Solución Final es un Genocidio. La Solución final no la quiere firmar nadie. Ningún gerifalte quiere cargar con ése muerto. A pesar de lo cual se acaba llevando a cabo igual (la denuncia). Y de eso en este universo nos enteramos en 1945, mientras que en el de Harris se enteran en 1964, todo y que en ambos dos universos y/o paralelas líneas de tiempo todo el mundo, dentro y fuera del Reich, intuyese lo que estaba pasando en las chimeneas del Este... Todo ello aderezado con algunas persecuciones nocturnas, una caja de caudales con secreto dentro, visitas a la morgue para parlamentar con forenses y alguna que otra habitación de hotel con aroma a fornicio —siempre velado— (el thriller). Como «polares» con trastienda nazi son muchísimo mejores los de Philip Kerr y la historia de amor da menos el pego que un dólar con la efigie de Martin Luther King (¿ucronía utópica?), pero el final es muy bueno, el final compensa bastante, el final me parece que está muy bien parido, joder... Y la escena ésa también, esa en la que al prota le sube el vómito alienador y definitivo cuando descubre que los calcetines que llevaba mientras servía en un U-boot, veinte años atrás, estaban hechos con pelo de judías gaseadas..., esa mierda se fija para siempre en los archivos negros de la memoria lectora.

 


febrero 17, 2022

El asesino es siempre el mayordomo. La culpa es siempre de los nazis.

 

   Los libros rojos de Periférica. No hay un rojo tan intenso como el rojo de los libros rojos de Periférica. Luego ya el catálogo es otro cantar, muy dispar —ya, tío, como cualquier catálogo—, a veces incluso demasiado dispar —lo sé, lo sé, pero es que hay catálogos y catálogos, you know—, a veces incluso un poco como el electrocardiograma de un oligofrénico, con picos muy picos, y valles no tan muy valles, pero sí de tanto en tanto salpicado de algunas ondas muy rarunas y un poco sospechosas y que bien bien no sabes qué carajo pintan ahí. Debe ser ese rojo inimitable. Que lo pone todo patas arriba. Empezando por el consejo editor. Pero es lo mismo, hasta los títulos poco entendibles yo se los perdono a un hombre, Julián Rodríguez, en paz descanse, que tuvo la loca idea de sacarse de la chistera una editorial como Periférica, con sede en Cáceres —no Barcelona, no Madrid—, sí, en Cáceres, y tras más de 15 años de singladura, ahí sigue, editando desde el flanco débil de la periferia los libros con el rojo más inigualable del panorama.

   Entonces: «Cómo aprendí a leer»; Libro rojo de Periférica: Agnès Desarthe; ¿Oye tú, quién es esta señora? Ni puta idea, tío. Yo compré el libro por la chica guapa de la portada. Aunque se ve que en Mondadori y en Francia hay quien la conoce. Hostie Pute. Qué cosas...

   ¿Desde dónde se lee? ¿Desde dónde se escribe? ¿Desde dónde se decide qué siguiente libro se lee cuando tu biblioteca hace años que supera tu espectativa de vida? ¿Desde dónde se opta o no se opta por escribir un qué se yo sobre este libro y no, por ejemplo, sobre todos estos cualesquiera otros de más allá, muchísimo mejores, mirándote además adustos y como ofendidos?... Los dos primeros interrogantes son de Agnès. Los otros dos son míos. Ninguna respuesta asiste a ninguno de los cuatro, sin embargo. 

   Conque a falta de respuestas para tan esquivas interrogaciones me voy a limitar a pespuntear tal que cuatro apostillas y/o notas al desmargen, que la neurona no me da esta noche para más:

   Apostilla nº 1: La cubierta. La chica de la cubierta. Me encanta la chica de la cubierta de este libro rojo de editorial Periférica. Con ese abrigo blanco u ocre trinchera o no sabemos bien si pelliza o gabán, el hatillo sembrado de libros, el pelo hecho un nido dulce de pájaro, los dientes grandes y blancos, los ojos enormes y las cejas dibujando el desafío, y sobre todo ese ceñito fruncido, tan a la par incrédulo como remiso; como queriendo decirme: «¿Tomar un café? ¿Ahora? ¿Tú y yo? ¿Debes estar de guasa, tío? ¡No ves todo lo que tengo que estudiar para el examen de mañana!». Qué lástima. No pudo ser...  

   Apostilla nº 2: En mi cabeza este libro se divide en tres partes. Y la primera, que abarca desde el párrafo inicial hasta la página 87, es tan inútil, tan perder el tiempo como el que yo mañana le vuelva a pedir para tomar café a la chica del hato de libros, me va a seguir dando calabazas sí o sí... Agnès Desarthe nos cuenta su tierna infancia y su ya no tan tierna adolescencia, y aprovecha para intentar explicar por qué no le gustaba leer... En general me toca mucho las narices la gente que te asegura que es capaz de recordar, por ejemplo, cuándo se trago el primer moco... En la vida. En la literatura. Me da igual. Si te lo cuentan o te lo escriben o te lo dictan. Os odio a todos y no os creo a ninguno. Nadie recuerda esas mierdas, joder. Yo el recuerdo más viejo que conservo es de cuando tenía cinco años ¡y lo recuerdo porque me estaba ahogando!... Y otra cosa que en general me toca mucho las narices son las típicas empollonas atacadas de falsa modestia. Sí, esas que te salen del examen gritando: «¡Joder, tía, fijo que he suspendido, tía, ¡¡¡me ha ido HIPER-MEGA-MAL, TÍAAA!!!», y luego salen las notas y le cascan un 9... Pues la buena de Agnès no sólo tiene la memoria de un elefante, también tiene esa clase de nefanda falsa modestia que es capaz de explicarte, como si la cosa no fuese con ella, que a pesar de no leerse un puto libro en toda la enseñanza obligatoria, la tía, ahí va, aprobándolo todo la mar de bien y hasta sacando buenas notas. ¡Así que imaginaos qué no hubiese podido ser de mí si me hubiese gustado leer ya desde el feto, amigos! En fin...

   Apostilla nº 3: La segunda parte es la divertida, porque es cuando a la Desarthe se le va muy pero que muy mucho la castaña y expone su particular teoría de por qué no le gustaba leer, aunque ella misma parece no tenerlo demasiado claro, así que primero te dice que si fue porque la sombra del francés era demasiado alargada, después que si el loro de Flaubert pesaba demasiado, después que si su padre fue un judío y un apátrida, más tarde que si la culpa fue de los nazis —cómo no, ya tardaban en salir los nazis—, y después, ya para acabar, que no, que los nazis sí, que también, que cómo no, los nazis, los nazis claro, los nazis siempre, pero no, resulta que del todo no, que la culpa primera fue del miedo de ser chica entre tanto chico, no fuesen a meterle mano justo ahí... Menudo festival para no reconocer que era tan vaga que cuando veía un tochanaco de más de 400 páginas se le caían las bragas de aburrición... Eso es como decir que en mi casa he acumulado más libros que pelos suman mis cinco gatos porque cuando era pequeño mi padre me decía que leer era perder el tiempo y tirar el dinero, pero en realidad no fue por eso, fue por tener que meter los libros a escondidas en casa, como un delincuente, pero no, si lo pienso bien, en realidad fue por los nazis, que los quemaban —cada libro que meto en mi casa es un libro que salvo de las garras holocáusticas de los nazis de mi tiempo—, pero si lo pienso aún mejor, entonces la suma me da que no es por eso en realidad que los acumulo, sino porque cada libro que compro es como una promesa de tiempo futuro, y mientras tenga libros por leer seguiré teniendo futuro, es decir, que no palmaré ni espicharé ni me quedaré vegetal, cuando en realidad lo que pasa es que tengo un Diogenazo encima que no hay por dónde cogerlo... Quiero decir. Toda esa mierda, Agnès, no lo discuto, podría llegar a ser verdad, cualquiera sabe, y sobre todo en tu cabeza, pero... ¡quién cojones crees que va a creerte!     

   Apostilla nº 4: La tercera y última parte del libro es la buena, que es donde Agnès se deja de pajas mentales y nos cuenta dos verdades buenas y guapas sobre el meollo éste de la escritura y el meollo otro de la literatura, son apenas las tres o cuatro páginas finales, que bien valen la lectura de este libro, a pesar de toda la majadería precedente, que es bastante —sobre todo si no eres judío—, eso sí, siempre y cuando conserve a la chica guaponga del hatillo de libros de la cubierta, a ver si un día de estos se acaba estirando y se aviene a un café. Pero si me la cambias o me la quitas, ya te lo puedes confitar, el libro, con su rojo inconfundible Periférica y todo.

    El Jekyll: «Pero, tío, tanto rollaco y al final no nos vas a decir qué dos verdades buenas son ésas...»

    El Hyde: «Pues no.»

 


febrero 09, 2022

La Muerte os sienta tan chic

 

   Leí esta novela por dos motivos: motivo 1: porque dije aquí que lo haría y suelo ser ente de palabra —ay, las más de las veces...—; motivo 2: porque la tenía danzando por casa desde no sé ni cuándo —y por eso mismo dije que lo haría (motivo 1), si no de qué iba yo a andar buscando este libro por ahí, pateando los arrabales y las librerías de viejo en busca de un otro motivo (motivo 2 bis) para venir aquí y decir que después de 140 páginas de narrativa justoniana, navarriana, lo que sea, no he entendido absolutamente una palabra. Es decir, que entendida sí, cada palabra por separado, sí, pero unidas, una detrás de la otra hasta formar 140 páginas de narrativa justoniana/navarriana, para eso no me ha alcanzado esta cocorota mía, calva, gorda y a todas luces insuficiente.

   Suerte que he leído otros libros tuyos buenos y guapos, Justo, como el «Finalmusik», el del espía Pound, e incluso aquella cosa pequeña del Gabriel F. BebedorPoeta, porque si llego a empezar contigo con este «El doble del doble», no te leo nunca más, jamás nunca, ni a ti ni a tu doble. Eso dalo por sentado. Te lo juro.

   «El doble del doble». Tercera novela de Justo Navarro. 1988. En 1988 todavía se estila poner fotos de los escritores en sus solapas, en poses del todo innaturales y afectadas, que vienen a dar a pensar que los escritores son de otro mundo, están hechos de otra pasta, y sobre todo, y aún peor, la falsa apariencia de que los escritores, en cualquier mundo, pero sobre todo en el mundo de España, se ganan la vida siendo eso mismo, escritores, es decir, que no tienen que doblar el espinazo ni levantarse a las tantas de la mañana para ganar el cacho de pan, y es por tal motivo que se pueden permitir el existir todo el día con el índice pegado a la cara, como sosteniéndose el rebalse y la rebaba del pensamiento, que no se la caiga: «es que tengo tantas fuliginosas y ciclópeas ideas burbujeando en mi cabeza, sabe usted, que si no me la apuntalo con el índice, tal que así, es todo el tiempo un insoportable derramárseme el privilegiado intelecto  por los costados, ¡y además no sabe usted cómo quema!».

   Entonces, «El doble del doble». 1988. Tercera novela de Justo Navarro aún con pelo y en fotopose peudointelectual solapesca. Esta novela en principio parece que ha ir de doppelgängers y William Wilsons y sombras que conspiran contra su propio reflejo en el espejo del agua. Pero no. Va de gente con apellidos de puta madre que vive siempre en hoteles chic, porque dónde vas a vivir si dispones de un nombre chic sino en un hotel de puta madre —desde luego en tu piso de mierda, tercero sin ascensor, no, eso está claro—, gente chic en hoteles chic que luego no hace otra cosa que dejarse matar en esos mismos hoteles u otros parecidos. Y ya. No me he enterado de nada más.

   Eso sí. La cantidad de metáforas y comparaciones por centímetro cuadrado de página es de escándalo. La calidad y la ingeniería de todas y cada una de esas comparaciones y metáforas es de no te menees y de muy señor mío. Tanta que no hay nada más. Tanta que asfixia la acción y el argumento hasta hacerlos desaparecer. Vale tío, Justo, ya en tu tercera novela tenías un estilo de cagarse las patas abajo, ya en tu tercer libro escribías tan de putamadremente que tu savoir faire —yo también puedo ser chic si me lo propongo— a las riendas de la máquina de las palabras es de todo punto indiscutible, pero...,  por dios santo, ¡cuéntanos algo, macho!

   Pero bueno, tampoco descarto que el problema lo tenga sólo yo, que soy un gañán, y de ordinario cuando me acerco el índice a la cara no es para otro menester que deshollinarme la nariz...