Resistencia en el flanco débil

mayo 24, 2024

Los maléficos (The Doomsters, 1958) de Ross Macdonald

 


    Mola mucho cuando sales de una librería de viejo con dos bolsas a reventar de libracos y resulta que uno, ¡maldita sea, al menos uno!, de los veinte o treinta que te llevaste, no sabes bien por qué motivo, lo empiezas ese mismo  día, hasta lo acabas esa misma semana, es una sensación fantástica, de poderoso autoengaño; por un momento podrías llegar a a pensar que no estás tan mal de lo tuyo de la bibliofrenia, después de todo, incluso podrías llegar a pensar, ni que fuese por un segundo, que le pegaste un buen mordisco en el culo a la entropía.

    «Los maléficos», séptima novela de Lew Archer, en edición de Martínez Roca, número primero y bautismal de aquélla, su colección Crim, allá por el 86, cuando lo de Chernóbil, también se puede encontrar en la edición más reciente y con nueva traducción en la Serie Negra de RBA, aunque ahí la intitularon «Los malignos», pero a mí la que me gusta es ésta de los años 80 (aunque si me topo con la otra también me la pillo, lo mío sí que es estar fatal).

    Se habla muy poco de Ross Macdonald. Se escribe muy poco de Ross Macdonald. ¿Por qué? ¿¡POR QUÉ DEMONIOS!? Tan poco. De Ross Macdonald. Con lo bueno que es... Sois una pandilla de cabrones.

    Ni siquiera Pierre Lemaitre lo menciona en su «Diccionario apasionado de la Novela Negra», pero luego va el tío y le dedica tres paginazas a John Grisham... ¡Anda, Pierre querido, vete a cagar!

    Las novelas de Ross Macdonald son de lo mejorcito de su tiempo por dos motivos:

    Motivo 1: Lew Archer, el detective empático. Como hijo natural de los dos grandes tótems de la novela negra norteamericana, Hammett y Chandler, Archer aspira a ser un tipo duro y solitario, pero al mismo tiempo no puede sustraerse a dejar que las penas y miserias del otro acaben determinando sus decisiones. Es lo que yo denomino, a través de sus propias palabras en «La mueca de marfil», la Ley de Archer: «Estoy de lado de la justicia cuando puedo distinguirlo. Cuando no, estoy con la víctima...». Es por esto que en muchas ocasiones Archer se acaba rebelando contra sus clientes (resultaron ser unos canallas), o bien se acaba metiendo en casos e investigaciones en los que, a priori, nadie en el sano juicio de su egoísmo se enfangaría (el inocente parece a todas luces culpable). Esto último es la base y el arranque de «Los maléficos»: sólo Archer es capaz de empatizar con el loco, que al final no estaba tan loco como todos lo querían pintar.

 

    Motivo 2: su discurrir metafórico. Ross Macdonald es una especie de Príncipe de los malabares estilísticos, en esto es un claro afluente de Papá Chandler, que sería el Rey, solo que mientras el rey se muestra en ocasiones excesivo y ampuloso, su sucesor al trono opta siempre por la sencillez, precisa y mínima. Digamos que Macdonald es la versión lite de Chandler. Ningún detective privado piensa como piensan Marlow o Archer, en ese destilado constante de aceradísimas y contundentes metáforas y comparaciones, ¡así ni siquiera discurren los verdaderos poetas!, pero nos da igual, es lo que los hace al tiempo tan inverosímiles como fascinantes. Y por eso los leemos...

     

     Algunos botones de muestra, con el que hacerse buen traje:

    

    "Cuando volví en mí me hallaba en la cuneta, junto a las señales de los neumáticos que había dejado mi coche. Al levantarme, los campos, que parecían un tablero de damas, se colocaron en su sitio a mi alrededor, con un leve balanceo. Me sentía curiosamente pequeño, como un alfiler clavado en un mapa".

 

    "Mildred no le prestó la menor atención. Subió al Buick, aguardó hasta que el camión hubo dejado vía libre y trazó una amplia curva ante mí. Me preocupó ver cómo trataba el coche y cómo se trataba a sí misma.  Se movía y conducía inconscientemente, como alguien que estuviera solo en el espacio negro".


    "Se sentó en la banqueta del piano y sacó un cigarrillo que yo le encendí. Luces gemelas ardían en las profundidades de sus ojos. Sentí cómo ardían sus emociones detrás de su fachada profesional, como fuegos atómicos rodeados por muros. No ardían por mí, sin embargo".

 

    "Durante un rato ninguno de los presentes dijo nada. El tictac del pensamiento continuaba como un pequeño punto de sutura en mi conciencia o a pocos milímetros por debajo de ella, tratando de unir los harapos y los andrajos ensangrentados del día".


    "La mayor parte de mis horas de trabajo las pasaba esperando, hablando y esperando. Hablando con personas corrientes en vecindarios corrientes sobre casos corrientes, esperando que la verdad aflorase a la superficie. Acababa de vislumbrarla hacía sólo unos instantes, y debía notárseme en los ojos".

 

    "Ostervelt se situó en el umbral y lanzó tres balas tras él en fuego rápido, más rápido de lo que corre cualquier hombre. Debían ser balas muy pesadas. Grantland fue empujado y zarandeado por los impactos, hasta que sus piernas ya no estuvieron debajo de él. Creo que murió antes de estrellarse contra la calzada. «No debería haber corrido —dijo Ostervelt—. Soy tirador de primera. Pero sigue sin gustarme matar a un hombre. Es demasiado fácil cargarse a uno y demasiado difícil cultivar uno".

 

    "Por una vez en mi vida no tenía nada y no quería nada. Entonces pensé en Sue y el pensamiento me atravesó, cayendo como una pluma en el vacío. Mi mente lo recogió y corrió con él y alzó el vuelo. Me pregunté dónde estaría Sue, qué haría, si habría envejecido mucho mientras permanecía emboscada en el tiempo, o si habría cambiado el color de su luminosa cabeza".  





enero 22, 2024

Las Mejores Historias de Terror II (Nightmares, 1979)



    Qué días aquéllos, ¡ay!, ya no volverán, en los que las visitas al quiosquero (las mañanas de densa niebla) te regalaban naturalezas muertas tan excitantes a la par que sugerentes como un hacha ensangrentada clavada en un tocón, de cuyo otro extremo pendía la calavera del hombre pelopaja...  

    Segunda entrega de las antologías de Martínez Roca en su colección Super Terror (nº4), que tomó como base la antología "Nightmares", 1979, selección a cargo de Charles L. Grant, aunque sólo traía la mitad de los relatos de aquélla (la otra mitad vendría en el nº7 de la colección).  Soy tan gilipollas que me los he leído todos: 


    «Soportar a los niños» de Stephen King: Hay pocos autores tan capaces de hacer recaer la maldad sobre los niños como Stephen King. El King es el king por algo. Los niños son monstruos. Su maestra, a su manera, también lo es. La grandeza del cuento reside en la nunca resuelta incertidumbre sobre cuál de los dos bandos es el más hijo de puta. Qué monstruo es real y qué monstruo no, si es que no son reales todos ellos... Este relato se incluyó posteriormente en el tochanaco recopilatorio Kingiano al uso, intitulado «Pesadillas y alucinaciones».   

    «Un, dos, tres» de Bill Pronzini: ¿Qué pasa cuando estás solo en casa pero en realidad tienes la sensación de que hay alguien más, de que no estás solo en casa, pero hay alguien, ¡oh Dios Mío!, eso parece, aunque luego no, qué va a haber alguien, ¡hombre!, ¡sí, ¿no?, jaja qué tontería!, pero fijo que alguien se me ha colado dentro, lo presiento, ¡que no hombre, que no!, si al menos me hubiese comprado un perro... ¡o un gato!... ¡O una mangosta!... ¡Pero a ver si va a ser que sí que hay alguien, no me jodas... o no... o sí... ¡¡¡O susto!!!?...  El genial creador del Detective "Sin Nombre", nos trae ahora a un siniestro Allanador (sin nombre también). 

    «Hija del dorado Oeste» de Dennis Etchison: Un estudiante desaparece en misteriosas circunstancias. Sus restos son encontrados poco después en una cuneta, todo él mutilado y como medio digerido de cintura para arriba. Sus dos mejores amigos deciden investigar. Craso error. Las mismas lamias (en el cuento, clan-de-mujeres-serpiente-venidas-a-la-civilización-desde-Sacramento) que devoraron a su amigo se los desayunan también a ellos... Siempre es curioso comprobar cómo los autores norteamericanos, tan huérfanos de Historia, y por ende de Folclore, se las apañan para hackear la mitología universal y ponerla al servicio de sus ficciones, muchas veces con buen tino.

    «El árbol» de Steven Edward McDonald: Vudú. Jamaica. Horror caribeño. Un espíritu malo habita dentro de un árbol. Alguien lo manda talar. Se viene el chungo. El espíritu malo campa a sus anchas. Sale una abuela y empieza a revolver entre las gallinas. Magia negra. Santería. Hechizos. Se saca del magín otro espíritu más chungo aún y se las apaña para encerrarlos a los dos en otro árbol y que allí dentro empiecen a darse de hostias entre ellos. Sólo puede quedar uno y todo aquel rollo... Madre mía... Me costó mucho acabar este relato. Yo es que cuando salen brujas hablando criollo desconecto.

        «La masa sin voces» de Arthur L. Samuel: Muere un violinista que fue rechazado en cierta orquesta, entendemos que injustamente o por tráfico de influencias, pero antes de espichar hace prometer a su amigo (¿su hermano?, ¿su amante?, ¿su lutier?, ni idea) que matará a toda la sección de cuerda de aquella orquesta mediante una bomba fétida. O asín.

    «Compañero de asiento» de Chelsea Quinn Yarbro: Chica guapa norteamericana vuela de regreso al yanki hogar después de un verano pateando la vieja Europa. La chica es guapa pero también es un poco rara. Ha ido a visitar el castillo del conde Drácula. Los vampiros de las pelis clásicas le hacen tilín. También ha renunciado a casarse y en su yanki y retrógado hogar creen que a lo mejor les ha salido un poco tarada, por aquello de que "la mujer americana, sin familia y sin matrimonio, ni es mujer ni es ná"... También resulta que su apuesto compañero de fila en el avión, que al principio parecía muy seductor, luego va y es un insolente. Ella se hace la ofendida el resto del vuelo y él aguarda su momento. Aterrizan. Él la invita a cenar porque en realidad es un vampiro de verdad y se la piensa merendar. Ella acepta la invitación todo y que en el fondo desconfía, pero lo que le ocurre, aún más en el fondo, es que es sencillamente idiota. Fin... Este relato forma parte de la enorme saga iniciada con Hotel Transylvania, con la que la Yarbro viene pagando la práctica totalidad de sus facturas since 1978. 27 novelazas y casi una docena de relatos para decirnos que el Conde Saint-Germain fue un viejo vampiro aristócrata europeo. Esto no es terror, ni del bueno ni del malo. Esto es pastiche guasón con colmillos del mercachina, pero da el pego —y el pegote... 

    «Campos» de Jack Dann: Muy buena mierda, ésta, Jack. He de reconocer que empieza floja pero poco a poco se te va metiendo en la vena... Stephen, un joven entre la vida y la muerte debido a terribles quemaduras establece un insólito y sobrenatural vínculo con Josie, la madura enfermera que lo cuida. Ella ejerció como enfermera durante la Segunda Guerra Mundial y fue testigo de la liberación americana de algunos campos de exterminio. Ahora Stephen sueña cada noche que es un judío prisionero de los nazis. Sobrevivir a la barbarie del holocausto en el sueño podría significar la diferencia entre la vida y la muerte en el presente. 

    «La anacoreta» de Beverly Evans: En la introducción nos dicen que éste fue el primero publicado por su autora, parece que su carrera no alargó más que otros pocos cuentos, lo cual es una pena, porque "The Anchoress" es una auténtica cabronada, que por sí mismo ya justifica toda la antología. Mamá nunca superó la muerte de Papá, y así fue como acabó convirtiéndose en una loca de la albañilería... Insania, gótico americano, amor necrófilo, filicidio y toneladas de mortero. Poe hubiese sonreído y el gran Alberto Laiseca le dio la vuelta de tuerca definitiva.       

    «Transferencia» de Barry N. Malzberg: Haciendo honor a su apellido, el bueno de Barry tuvo a bien colarnos esta cosa bastante mala (jaja)... Tenemos a un asesino en serie que ya desde pequeño sabe que está destinado a cargarse a mucha gente. Como que lo lleva en los genes. Como que hay un gran depósito de monstruosidad en su interior. Entonces, a medida que pasa el tiempo y crece (y mata personas), el tipo va retirando poco a poco ese depósito de maldad del banco de su interior enfermo para depositarlo, "lleno de roja liquidez", en los bolsillos de sus manos asesinas, mediante cada vez más regulares y cuantiosas transferencias de saldo. Y así hasta que llega el día que ya no le queda un duro de malignidad que retirar y termina el cuento (gracias a Dios), y ya no sabemos qué más pasa (ni nos interesa tampoco), pero habrá que suponer que el menda se queda sin blanca. La psicopatía entendida como balance contable...    



La Anacoreta de Beverly Evans, por Alberto Laiseca


 

enero 20, 2024

El Reparador de Biblias de Tim Powers

 


 

    Tim Powers. Uno de los renovadores de la literatura fantástica durante los años noventa y primeros dos mil, antes de que George R. R. Martin arrasara con todo (¿Para bien? ¿Para mal? Arrasara con todo...) Este librito. 96 páginas. Editorial Gigamesh. Forma parte de esa escueta colección de ediciones no venales que el señor Alejo Cuervo se sacaba de la imprenta para regalar a sus clientes, mayormente los vientitrés de abril, cuando lo de la rosa y el libro. Atención: No eran anticipos de lanzamientos ni primeros capítulos de novelas por venir. Eran libros completos. Libritos. Pero completos. For free. Yo al señor Alejo Cuervo históricamente lo vengo criticando mucho, principalmente por su mala costumbre de quedarse tan gran parte de mi dinero, pero díganme un otro editor o librero en este país que regale libritos completos al personal, ya sea el día del libro u otro día cualquiera. Pues eso.

    Estas 96 páginas contienen cuatro cuentos de Tim Powers, que es un autor que al señor Alejo Cuervo le ha encantado siempre, le viene encantando mucho, y es por esto que ha acabado publicándole prácticamente todo. Incluidos estos cuatro cuentos, que no sé muy bien, por otra parte, si merecen tal atributo, porque son cuentos sin presentación, les falta la primera parte de todo cuento, que sólo tienen nudo, y, con suerte algunos tienen hasta desenlace, y cuando no hay suerte, pues ya lo que te encuentras es otro nudo y otro nudo y otro nudo, y así hasta que mueres o desistes, lo que pase primero.

 

         «Dondequiera que se oculten»: Dos veces me he leído este cuento. No me he enterado de nada. Ya no lo intento más. En la contracubierta te dicen que «aborda el tema del viaje en el tiempo desde una perspectiva tan original como inquietante». Muy bien. Pero es que cabe la posibilidad de que quien escribió esto tampoco se  acabara de enterar de una mierda. Conque no sé...

    «Un alma embotellada»: Éste sí está chulo. Una historia de fantasmas. O como si el Dean Corso de «La Novena Puerta» de Pérez-Reverte se hubiese encamado, en lugar de con El Diablo, con el fantasma de una escritora siniestra. Un escritora poetisa. Un escritora cabrona. Un escritora asesina.     

    «El camino de bajada»:  Una estirpe de espíritus o entes o, mayormente, despreciables genios borrachuzos, vienen siendo unos imperecederos hedonistas hijos de mil padres, mediante la vil práctica de ocupar el cuerpo de un bebé nonato —expulsando de paso su nonata e inocente alma al limbo del no ser—, expoliar los años de juventud de ese cuerpo viviendo a mil vicios por segundo, y suicidarse, finalmente, una vez el cuerpo está ya hecho cisco y fosfatina, para inmediatamente volver a nacer al mundo ocupando el cuerpo de un otro y siguiente bebé. Una inquietante relectura del mito de Halloween entre vapores etílicos y okupas de cuerpos.

    «El reparador de biblias»:  Éste no sé. Éste yo creo que podía haberle quedado muy bien, y probablemente el mejor, a poco que el señor Powers le hubiese dado por picar un poco más de piedra. Pero resultó que no. Hay días que nos da por trabajar y hay días, los más, que no hacemos otra cosa que buscar un pretexto para escaparnos a terminar el día en el bar. ¿Quién podría reprochárselo? El caso es que este relato es una red confeccionada con el mejor de los mimbres, pero falla la urdimbre, los agujeros son demasiado grandes. Si te lanzas sobre ella no para el golpe y tus huesos machucados besan la tierra, pero, ojo,  tiene esta frase: «... cuando oyó tres golpes en la puerta: el primero, vigoroso; los otros dos, apenas un roce. Se dio cuenta de que, como no estaba cerrada, el visitante la había abierto sin querer», que me parece una manera tan acertada y poco habitual de describir con literatura el esencial descompás y la natural asincronía con que la realidad se las apaña para entorpecer y sabotear insidiosamente el devenir de los hombres.

 


 

enero 18, 2024

Psicosis II (Psycho II, 1982) de Robert Bloch

 


    Lo primero que quiero escupir aquí es que me encanta el subtítulo: «El Regreso de Norman». Repito: ME. ENCANTA. EL. SUBTÍTULO. Oye, que tú lees Piscosis II y lees Robert Bloch y ves a un Anthony Perkins terminal desventrándote con la mirada y fijo que lo primero que piensas es: me da que esto va del regreso del abuelo de la prima del panadero... ¡Pues No! Va del regreso de Norman Bates, ¡a que no te lo esperabas, pedazo de cabra!... Y para mayor escarnio va y te lo ponen entre paréntesis, así como en chivándote por lo bajini las respuestas del examen, ya si eso en el bar ta me vas pagando una napolitana y un cafelito...

    A mí que los editores nos traten a los lectores como si fuésemos todos unos completos borderlines es una cosa que, mira, aun tan acostumbradísimo, nunca deja de sorprenderme. Creo que en el fondo saben que comprar, compramos muchos libros, pero leer, pues a lo mejor en el fondo apenas leemos uno, o tres, o cinco, o ninguno, y desde que acabas de leer ese uno o ninguno hasta que te vuelves a leer ese-otro o ese-ningúntro-nunca-más, pues ya en ese intervalo de tiempo, qué quieres que te diga, pues a lo mejor ha sucedido que te has vuelto GILIPOLLAS. Y es por eso que nos tratan así, nos hablan así, ya desde la cubierta o la contracubierta —que por otra parte es lo único que en verdad les importa que leamos—, como si fuésemos unos disminuidos. 

    Es una teoría.

    Ahora bien. Psicosis II. Robert Bloch. 1982. Este libro. Yo no sé bien qué pretendió Robert Bloch con este libro. Si se le había acabado la pasta. Si se lo encargaron. Si la noche pasada le habían levantado la radio del coche. Si qué... El caso es que el asunto principia con Norman escapándose del manicomio y cargándose dos monjas. Se huele la goleada. Pero luego enseguida tira la defensa para atrás  y empieza a especular con el resultado. De repente Bloch ya no quiere escribir más sobre Noman Bates. Ahora quiere ridiculizar el mundillo de Hollywood. Me las vais a pagar, dice, hijos de puta, dice. Cabrones, dice. Bloch había sido guionista allí muchos años. Y ahora había llegado el momento de morder la mano que da de comer... Jaja... Qué divertido... Lo que pasa que ni como chiste ni como venganza le acaba saliendo una invectiva muy allá. 

    Yo creo que en realidad Bloch nunca quiso escribir este libro. Me da muy fuerte este pálpito. Pienso que en su fuero interno Bloch sabía que convertir a Norman Bates en una desbocada máquina de matar suponía no sólo rendirse a la moda por un puñado de dólares, sino también, y mucho peor, traicionar al personaje y traicionarse a sí mismo. Bates fue y había sido siempre un enfermo antes que un psicópata. Y así decidió dejarlo.

    Y es por esto que Psicosis II, la película, 1983, nada tiene que ver con Psicosis II, el libro, y es por esto también que lo del «Regreso de Norman» no es sólo una perogrullada, además es mentira.

 


enero 17, 2024

La Casa y el Cerebro (The House and the Brain, 1859) de Edward Bulwer-Lytton

 


    Me he leído otra vez la novelilla ésta del Bulwer-Lytton, la había leído en 2013, joder, no hace tanto tiempo, ¿no?, pues no recordaba nada... Eso hace que me dé cuenta de cuán importante —al tiempo que tan intrascendente— es que una vez acabada la lectura me siente aquí a soltar al alimón estas chorradas, así pasados los años puedo acudir aquí y releerlo y, bueno, seguiré sin recordar nada de nada, pero al menos me echo unas risas.

    Dentro del vasto a la par que conspicuo inventario de la literatura espectral, las historias que más molan son, dónde va a parar, las de mansiones encantadas y caserones malditos, no en vano por lo general la primera noche es siempre gratis y te puedes jincar un par de copichuelas de oporto —o la botella entera— al calor de la chimenea antes de que toquen las doce campanadas en el carillón y el primer ente ectoplásmico haga acto de presencia en lo alto de las escaleras. A partir de entonces ya todos a correr...

    «La casa y el cerebro» empieza con una especie de Willy Fogg que dice que 80 días no, pero que una noche entera en la casa embrujada en cuestión sí se la pasa, por sus huevos. Y para allá que se va, pero no acude solo, no, el muy truhán, que mete en el fregado al fiel criado y al fiel perro. Llega la noche y enseguida comprobamos que la casa está muy mal de lo suyo de los fantasmas, que es muy chunga, la casa, aunque todo lo que se viene apareciendo es en realidad muy poco "terrifying", muy filfa, son como sombras negrísimas que se mueven y presencias viles que te cogen de la pechera y te aprietan el gañote. Aun así el criado se caga en seguida las patas abajo y se las pira sin decir aquí te quedas. El perro en cambio no se las pira, ya que no es un maldito cobarde, el perrazo se queda, porque aunque está igual de cagado que todos allí, es una bestia mil veces más noble que cualquier simioide. Entonces la casa castiga su fidelidad, la del perro, asesinando a la pobre bestia (Bulwer-Lytton, sábelo bien, ¡eres una mala persona!). 

    Para ese entonces ya podemos barruntar que algo no cuadra, porque los fantasmas no matan perros, eso lo sabe todo el mundo —incluido San Iker—, incluido también el protagonista. Aquí la narración cambia y deja de ser una "Ghost Story". Pasa a ser una "Masonic Story". Bulwer-Lytton le da la vuelta y empieza a escribir en plan hermético, para iniciados, nos hace partícipes sólo de la mitad de la fiesta. Ya no hay fantasmas. Ahora hay una maldición. Un mal de ojo. Se lo echó un tío a la casa: muy chungos los dos, el mal de ojo y el tío, que además es como inmortal y malvado y lo hizo todo a través del sumo poder de su maligna cabeza odiadora. El tipo es un gran hijo de satanás. Lo sabemos porque nos lo dice el protagonista, claro, aunque nosotros ya lo intuíamos desde que se cargó al perro...

    Al final hay como un enfrentamiento de intelectos brillantes. Algo así como un duelo de discursos sabihondos entre el Maligno Mastermind del mal de Ojo Supremo y el Willy Fogg sin perro y sin criado. Y, ¡atención!, el primero hipnotiza al segundo para que sea éste el que, mesmerizado, le revele cuándo será que lo sorprenderá al fin la muerte, de aquí a un par de siglos o evos o qué se yo cuándo, allá por el fin de los días del mundo:

    «—¿Cómo y cuál es el final? Mire hacia el este, el oeste, el sur y el norte.

—En el norte, donde nunca pisó, rumbo al punto contra el que sus instintos lo han prevenido; allí un espectro lo atrapará. ¡Es la Muerte! Veo un buque; está hechizado, ¡lo persiguen!, sigue adelante. Una flota desconcertada navega en pos de él. Entra en la región del hielo. Atraviesa un firmamento rojo de meteoros. Dos lunas están quietas en lo alto, sobre riscos glaciales. Veo un buque encerrado entre desfiladeros blancos; son rocas heladas. Veo a los muertos dispersarse por las cubiertas, rígidos y lívidos, con las extremidades llenas de moho verde. Todos están muertos, excepto un hombre... ¡usted!.»  

     ¡Intempestivo! ¡Esperpéntico! ¡Fantástico! !Joder, Bulwer-Lytton, tanto rollo con la mansión encantada y la novela que nos escamoteaste y de verdad todos querríamos haber leído es ésta del místico fin de los tiempos en el hielo!




enero 13, 2024

Psicosis (Psycho, 1959) de Robert Bloch

 

      

    Lo bueno y al mismo tiempo lo malo de leer «Psicosis» hoy día, si no viviste aislado y ajenado en las timbambas toda tu vida, es que la novela, en propiedad, ya no la tienes que leer, te limitas simplemente a hacer un "descubra las siete diferencias", que además, en este caso, me da que no llegan ni a siete. 

    Lo mejor del libro de Robert Bloch es el discurrir interno de Norman Bates que, como es lógico, en la peli de Hitchcock se nos escamotea, porque de lo contrario adiós al suspense. El cerebro podrido de Bates es una montaña rusa en sempiterno desastroso último viaje a la culpabilidad, el morbo, el puritanismo integrista y las lecturas médicas y ocultistas exacerbadas, que gasta tanto tiempo en intentar borrar las huellas de los crímenes cometidos por su madre —realmente él cree que los ha cometido ella— como en calificar de «perra» a cualquier que  mujer se le aparezca por delante.

    Robert Bloch intenta más que veladamente escribir un libro que denuncia la fragilidad de nuestra «máscara oficial» y el a veces estríchisimo palmo de tierra que para todos puede mediar entre la razón y la locura: nadie es todo cuanto aparenta ser y, bajo ciertas circunstancias, hasta el más normal puede desviarse hacia la senda tenebrosa. Pero lo que en realidad le salió, no sé hasta qué punto deliberadamente, fue el retrato seminal del asesino psicópta (recordemos, corría el 1959), sobre el que luego Hitchcock (1960) haría crecer la planta carnívora y totémica del Psychokiller como mito cultural de masas.

    Con ello, entre los dos, consiguieron que la fuente del Horror pasase del Más Allá al íntimo Más Acá del fondo retorcido de la psique humana, dejando como correlato que no hay Mal que no empiece y acabe en los hombres. 



    

enero 04, 2024

Conduciendo a ciegas (Driving Blind, 1997) de Ray Bradbury

 


 

    «Hastío». «Agotamiento». «Sequía». Son algunas de las palabras que vienen a mi cabeza al pensar en este libro. Desde luego no es la primera vez que revolotean por mi sesera en relación a Ray Bradbury, pero en ningún otro de los libros que yo le había leído hasta ahora como en éste afloraron de una manera tan directa, urgente y (¡ay!, sobre todo) necesaria.

    Pienso que no hay mejor baremo para enjuiciar una lectura que las veces que te sorprendes desconectado de ella: tienes que volver párrafos atrás, a veces incluso páginas enteras, cuando no directamente empezar de nuevo el cuento o el capítulo, porque te das cuenta de que hace ya un buen rato que no entiendes de dónde viene nada de lo que lees, y, lo peor, sabes a ciencia cierta que no fue tu atención la que se marchó, sino que fue el autor quien decidió emboscarse, ve tú a saber en qué grutesca senda, sin tu compañía.

    «Conduciendo a ciegas» es una antología de relatos de 1997. Para ese entonces Ray Bradbury llevaba la friolera de 50 años escribiendo (y publicando) de manera profesional prácticamente ininterrumpida, fiel a un estilo que durante años y libros cabalgó como pocos entre el romanticismo y el lirismo, sin por ello renunciar a un potente fondo metafísico y moral. Títulos como «Crónicas Marcianas», «Fahrenheit 451», «El País de Octubre», «El Hombre Ilustrado», «El vino del Estío» o «La Feria de las Tinieblas» son y serán imperecederos. Son muchos años y fueron muchos libros. Es fácil pensar que en los últimos años comenzaron a darse síntomas de extenuación y fatiga creativas, repetición de temas y lugares, sobre todo en un autor como Bradbury, en el que lo que se decía estaba prácticamente a la misma altura que el cómo se decía.

    Los relatos de este libro, sin embargo, aunque me transmiten esa sensación no acaban llevándome a esa conclusión, es decir, la luz se estaba extinguiendo, eso queda claro —y es lo que realmente me importa como lector— pero no tanto porque la bombilla estuviese llegando al límite de su vida útil, como porque el propio Bradbury hubiese decidido aflojar el casquillo a propósito, con el fin de quedarse a oscuras consigo mismo.

    Tras tantos años siendo el mejor emisario y baluarte de la magia y la fantasía de los años de infancia y adolescencia, y si es cierto eso que dicen de que la vejez es la época de regresar al niño que fuimos, los cuentos de «Conduciendo a ciegas» forman parte del cuarto de juegos del viejo Ray, recreándose y disfrutándose niño de nuevo. Me parece lógico que nos acabemos  quedando  fuera de unos relatos que eran para exclusivo uso y disfrute de su autor, un hombre que ya había dicho todo lo que tenía que decir, tan bien dicho, y para el que ahora, en sus últimos años, ser inteligible había dejado de ser una prioridad; la urgencia y la felicidad y la vida residían nuevamente en simplemente volver a jugar. 

 


enero 03, 2024

Historias del Crepúsculo y de lo Desconocido de Arthur Conan Doyle

 

 

    Antología de terrores folletinescos y misterios creepy a la luz de un quinqué, del sir Arthur Conan Doyle, by Valdemar súpereditores. Contiene las siguientes imaginaciones:


John Barrington Cowles: Relato misoginazo. Una perversa mujer, todo belleza de puertas afuera y nunca sabremos qué terrible secreto o malformación de ropas íntimas para adentro, se venga mortal y sucesivamente de todos los prometidos que la van dejando tirada en vísperas del bodorrio. Como Cronenberg pero en victoriano y sin porno duro.

El gran experimento de Keinplatz: Relato mesmérico. Un viejo profesor y su joven ayudante intercambian accidentalmente sus almas mientras Descartes aplaude la jugada desde la platea. La escena más descacharrante sucede cuando el alma del viejo profesor inserta en el cuerpo del joven ayudante entra en su casa (la del viejo) y empieza a pedir a gritos la cena a su mujer y gritar a su hija boba como un auténtico camionero. Para que después digan que lo universitario y la refinado van de la mano. En el fondo es un relato de humor. Ver encerrada tu libido de 18 años en un miembro arruinado y colgante te 82 siempre se antoja un fenómeno de lo más rijoso.

El lote número 249: Relato con momia revenant. Podría haber sido un cuento de verdad terrorífico y, desde luego, el mejor de la partida si Doyle no lo hubiese acabado en semejante anticlímax. Deberían meterlo en uno de esos tochanacos apestosos del tipo «1001 maneras de no acabar un cuento de terror antes de ser asesinado (por tu lector).»

La mano parda: Relato con fantasma exótico. Médico inglés amputa la mano de un hindú y luego se indigna y se hace cruces ante el hecho de que el fantasma de éste se atreva a visitarle por las noches para pedirle cuentas, reclamando la extremidad que fue suya, y que para más inri el galeno ya no conserva. He aquí una muestra del espíritu imperial-colonialista que hizo del Reino Unido y sus british habitantes la más grande máquina de triturar culturas que en la Historia ha sido: la cosa acaba que los ingleses le ofrecen la mano de otro hindú amputado y el fantasma, más tonto que Abundio, la acepta agradecido y dichoso y desaparece por siempre jamás. ¡Ole ole y ole, amigo Doyle!

Jugando con fuego: Relato espiritista. Como no tienen que ir a pasarlas putas a la fábrica o picar piedra en la mina, un puñado de diletantes englishmen entretienen las tardes contactando con espíritus del más allá. Hasta que un gabacho malintencionado (como todo gabacho para todo inglés, de hecho) se mete en el juego y casi casi salen todos con los pies por delante. La coz de un unicornio sobrenatural puede ser mortal, de todos es sabido...

El anillo de Thot: Relato de nigromancias egipcias. Un medicastro egipcio se saca de la marmita un elixir para la larguísima vida, pero la novia se le muere antes de que se lo pueda dar a catar (él se lo trinca el primero, el muy egoísta), así que como ya no puede ser inmortal, la momifican (¡nunca se sabe!). Pasan los siglos y al final el medicastro indestructible encuentra la forma de quitarse de enmedio (le costó decidirse, al muy egoísta) y volver así en espíritu con su novia cadáver. De todo esto es testigo un inglés entaradillo, que nos lo chiva todo en directo desde el Louvre. ¿Título de la película?: «Amor Momio en el Museo.»

 


 

septiembre 03, 2023

La torre Negra de P. D. James

 

 

   «La torre negra». El primer libro que leo de P. D. James es esta torre negra. Primero también que leo de Dalgliesh, «su personaje» insignia. Me han gustado bastante. Los dos. Creo que repetiré James y repetiré Dalgliesh. Hay quien me dice que no he escogido precisamente la mejor de una ni del otro, que «las hay mucho mejores, ya verás»... Bueno. Probablemente. Seguramente es así. De hecho tengo cuatro o cinco más por aquí rodando, a la espera. Pero igual que hay veces que vengo aquí y suelto que me he leído éste o aquél libro, muy a pesar de sus discutibles cubiertas, hoy debo reconocer que me inicié en el tándem James/Dalgliesh, precisamente, por su ilustración de cubierta (Editorial Versal, nº 11, Colección Meridianos), esa torre negra recortándose sobre el resplandor amarillo de un sol ennubecido, tal vez crepuscular, quizá mañaniego, el mismo amarillo que nos desafía, como un interrogante tenebroso, desde sus ventanas, todavía encendidas pero encerrando el misterio: la vena gótica que recorre de arriba abajo mi entero genoma no podía por menos que abalanzarse sobre ella...

    Cabe decir que a la postre ni la torre negra ni los misterios que encierra la novela son para tanto, ni por supuesto están, en lo que a atmósfera refiere, a la altura de tan impactante cubierta, pero eso debe traernos sin cuidado si la operación, al cambio, nos ha descubierto a una narradora como P. D. James y un personaje como Adam Dalgliesh, aunque sea en una de sus no tan logradas aventuras.

   Por lo pronto, el estilo de P. D. James está decididamente muy por encima de la media del género en el que se mueve, brillando con luz propia en la creación de personajes y la descripción de sus emociones y reacciones.

   Adam Dalgliesh, el policía que escribe poesía sin hablar en ningún momento de que escribe poesía, inteligente, tranquilo, distinguido sin ostentación, astuto sin artificio, me parece una creación con difícil parangón dentro del género, y creo que seguiré sus pasos mientras siga sin hablar de que escribe poesía, o aún peor, que en alguna de sus aventuras suceda que él mismo o a algún otro se le ocurra tener el mal gusto de ponerse a recitar de viva voz alguno de sus versos.

   En cuento a la torre negra, libro al albur de cuanto todo esto se desliza, se me ocurre una teoría peregrina, seguramente sin ningún fundamento más allá de mi paranoia, y es que a todos los escritores de éxito, antes o después, les llega el momento de la fiebre de querer asesinar a su hijo más popular, es el famoso síndrome Holmes-Doyle. Algunos lo intentaron, sin éxito, como Doyle; otros, la mayoría, nunca se atreven a dar ese paso; hay quien, como Stephen King, escribió una de sus mejores novelas, «Misery», fabulando qué siniestras consecuencias podría llegar a tener para el autor matar a su gallina de los huevos de oro; y luego está P. D. James, quien escribió una novela, «La Torre Negra», única y exclusivamente para que fuese el propio Dalgliesh quien decidiese si quería seguir en la brecha o había llegado el momento de colgar las botas.

   En este sentido, y si esta absurda teoría participa de un algo de verdad, no es de extrañar que en la torre negra de marras, argumentalmente, no suceda nada realmente excepcional, ya que la torre negra sólo tenía significado para el propio Dalgliesh, quien, enfrentado ante el símbolo y desafío de su adiós y de su ocaso, la torre negra, el retiro, el largo pero no tan largo pasillo de la muerte..., debía decidir si aceptar o no con resignación el principio del fin de sus días.

   No se me ocurren demasiadas formas mejores de amar a un personaje que dejándolo ser dueño de su destino, aun en el más bajo de sus momentos.

 


 

agosto 27, 2023

Los adioses de Juan Carlos Onetti

 




    ¡Oh, Tuberculosis, Gran Musa! 

    Desde que la peña no se muere de tisis la literatura ya no sabe qué hacer. El suelo abierto bajo los pies... Como el cine desde que ya no se fuma, una chufa también.

    «Los adioses» va de unos pueblerinos metomentodo y de un tísico que recibe cartas de dos mujeres. Una tiene la letra bonita, la otra, como tiene mucho dinero o bien es analfabeta, o ambas cosas al tiempo, se ve que manda primero que se las pasen a máquina. Los pueblerinos quieren saber. Pero el tísico no suelta prenda. Craso error. Los pueblerinos se vengan sembrando maledicencias y cuchicheo avieso por doquier. Ya conocemos el dicho: «Pueblo chico, infierno grande». Pero, ¡ay!, en el pueblucho de alma cerril no tienen en cuenta que al tísico todo ese veneno y abyecto cabestrismo le importan un comino, entre otros motivos, porque hace ya tiempo que se viene muriendo... Pero el caso es darle a la sin hueso. La novela habla de eso, de cómo los seres humanos pueden hacer de este mundo la caca que es con sólo una mirada torva. Así que con la lengua viperina ya ni os cuento.
  
    Hay muchas teorías sobre qué dos mujeres son las que le escriben al tísico. Yo digo que una es la mujer, la doña, y la otra, no la amante, sino... ¡la hermana! El meollo está en saber cuál de las dos le parió el hijote. Pero Onetti no suelta prenda tampoco.

    Onetti grande. Onetti crack.