Mola mucho cuando sales de una librería de viejo con dos bolsas a reventar de libracos y resulta que uno, ¡maldita sea, al menos uno!, de los veinte o treinta que te llevaste, no sabes bien por qué motivo, lo empiezas ese mismo día, hasta lo acabas esa misma semana, es una sensación fantástica, de poderoso autoengaño; por un momento podrías llegar a a pensar que no estás tan mal de lo tuyo de la bibliofrenia, después de todo, incluso podrías llegar a pensar, ni que fuese por un segundo, que le pegaste un buen mordisco en el culo a la entropía.
«Los maléficos», séptima novela de Lew Archer, en edición de Martínez Roca, número primero y bautismal de aquélla, su colección Crim, allá por el 86, cuando lo de Chernóbil, también se puede encontrar en la edición más reciente y con nueva traducción en la Serie Negra de RBA, aunque ahí la intitularon «Los malignos», pero a mí la que me gusta es ésta de los años 80 (aunque si me topo con la otra también me la pillo, lo mío sí que es estar fatal).
Se habla muy poco de Ross Macdonald. Se escribe muy poco de Ross Macdonald. ¿Por qué? ¿¡POR QUÉ DEMONIOS!? Tan poco. De Ross Macdonald. Con lo bueno que es... Sois una pandilla de cabrones.
Ni siquiera Pierre Lemaitre lo menciona en su «Diccionario apasionado de la Novela Negra», pero luego va el tío y le dedica tres paginazas a John Grisham... ¡Anda, Pierre querido, vete a cagar!
Las novelas de Ross Macdonald son de lo mejorcito de su tiempo por dos motivos:
Motivo 1: Lew Archer, el detective empático. Como hijo natural de los dos grandes tótems de la novela negra norteamericana, Hammett y Chandler, Archer aspira a ser un tipo duro y solitario, pero al mismo tiempo no puede sustraerse a dejar que las penas y miserias del otro acaben determinando sus decisiones. Es lo que yo denomino, a través de sus propias palabras en «La mueca de marfil», la Ley de Archer: «Estoy de lado de la justicia cuando puedo distinguirlo. Cuando no, estoy con la víctima...». Es por esto que en muchas ocasiones Archer se acaba rebelando contra sus clientes (resultaron ser unos canallas), o bien se acaba metiendo en casos e investigaciones en los que, a priori, nadie en el sano juicio de su egoísmo se enfangaría (el inocente parece a todas luces culpable). Esto último es la base y el arranque de «Los maléficos»: sólo Archer es capaz de empatizar con el loco, que al final no estaba tan loco como todos lo querían pintar.
Motivo 2: su discurrir metafórico. Ross Macdonald es una especie de Príncipe de los malabares estilísticos, en esto es un claro afluente de Papá Chandler, que sería el Rey, solo que mientras el rey se muestra en ocasiones excesivo y ampuloso, su sucesor al trono opta siempre por la sencillez, precisa y mínima. Digamos que Macdonald es la versión lite de Chandler. Ningún detective privado piensa como piensan Marlow o Archer, en ese destilado constante de aceradísimas y contundentes metáforas y comparaciones, ¡así ni siquiera discurren los verdaderos poetas!, pero nos da igual, es lo que los hace al tiempo tan inverosímiles como fascinantes. Y por eso los leemos...
Algunos botones de muestra, con el que hacerse buen traje:
"Cuando volví en mí me hallaba en la cuneta, junto a las señales de los neumáticos que había dejado mi coche. Al levantarme, los campos, que parecían un tablero de damas, se colocaron en su sitio a mi alrededor, con un leve balanceo. Me sentía curiosamente pequeño, como un alfiler clavado en un mapa".
"Mildred no le prestó la menor atención. Subió al Buick, aguardó hasta que el camión hubo dejado vía libre y trazó una amplia curva ante mí. Me preocupó ver cómo trataba el coche y cómo se trataba a sí misma. Se movía y conducía inconscientemente, como alguien que estuviera solo en el espacio negro".
"Se sentó en la banqueta del piano y sacó un cigarrillo que yo le encendí. Luces gemelas ardían en las profundidades de sus ojos. Sentí cómo ardían sus emociones detrás de su fachada profesional, como fuegos atómicos rodeados por muros. No ardían por mí, sin embargo".
"Durante un rato ninguno de los presentes dijo nada. El tictac del pensamiento continuaba como un pequeño punto de sutura en mi conciencia o a pocos milímetros por debajo de ella, tratando de unir los harapos y los andrajos ensangrentados del día".
"La mayor parte de mis horas de trabajo las pasaba esperando, hablando y esperando. Hablando con personas corrientes en vecindarios corrientes sobre casos corrientes, esperando que la verdad aflorase a la superficie. Acababa de vislumbrarla hacía sólo unos instantes, y debía notárseme en los ojos".
"Ostervelt se situó en el umbral y lanzó tres balas tras él en fuego rápido, más rápido de lo que corre cualquier hombre. Debían ser balas muy pesadas. Grantland fue empujado y zarandeado por los impactos, hasta que sus piernas ya no estuvieron debajo de él. Creo que murió antes de estrellarse contra la calzada. «No debería haber corrido —dijo Ostervelt—. Soy tirador de primera. Pero sigue sin gustarme matar a un hombre. Es demasiado fácil cargarse a uno y demasiado difícil cultivar uno".
"Por
una vez en mi vida no tenía nada y no quería nada. Entonces pensé en
Sue y el pensamiento me atravesó, cayendo como una pluma en el vacío. Mi
mente lo recogió y corrió con él y alzó el vuelo. Me pregunté dónde
estaría Sue, qué haría, si habría envejecido mucho mientras permanecía
emboscada en el tiempo, o si habría cambiado el color de su luminosa
cabeza".