«El pan de los años mozos». Otro libro enteco pero formidable —y fulminante— de Henrich Böll. Otro. El libro es enteco e inclenque y luce como desnutrido porque así debe ser, porque la piedra de toque sobre la que se levanta es el hambre, es el pan nunca suficiente, y hacer un tocahanaco de 500 páginas sobre el hambre no es que se me antoje paradógico, diría que es incluso inmoral.
Pero antes de hablar del libro vamos a hablar de la cubierta, cómo no, ya estamos con la cubiertas —¡pues sí!, ya estamos con las cubiertas—: o mejor dicho, vamos a contar un cuento. De hadas. De hadas muertas. Fritas y colgando en la luz ultravioleta del desencanto sentimental: cada libro tiene su historia, la que nos cuenta el autor desde el fondo de su muerte —aunque siga vivo, siempre es un muerto el que nos susurra—, y puede después tener encima, adheridas, solapadas y en palimpsesto, tantas historias como lectores se hayan puesto a escuchar al muerto. Mi copia la encontré en una librería de lance. Mi copia tiene una dedicatoria de una chica a su chico, que espera que le guste, que la vida está llena de sueños, que los sueños, sueños son, pero no hay mayor sueño que estar cada día a tu lado, todo el futuro juntos, le dice, porque le quiere con locura, le dice, y fue por este motivo, supongo, que le regaló este libro, «El pan de los años mozos», ella a su chico, esta edición del pan de los años del hambre de Böll, y me arriesgaría a apostar que sin saber de qué coño iba el libro ni quién coño fue Böll, sin siquiera intuir que probablemente estaba regalando más una bomba lapa que un libro, pero sin duda del todo influida por la fotografía de su cubierta, esa pareja de tórtolos, tan bien amarrados. Como digo, esta copia mía la encontré en una librería de lance. Lo que significa que esa cubierta es muy bonita pero está mal, toda ella, entera ella, es un error...
Pero volvamos a Böll. Nacido en 1917, contaba 22 años cuando a Hitler le dió por dinamitar el mundo. Se chupó la guerra entera, seis años de insania, hasta que en 1945 los yankis lo sacaron de la circulación. Durante esos años de Whermacht y de masacre Böll sólo escribió cartas, nada de cuentos, nada de novelas, sólo cartas a casa, a sus padres, algunas de ellas tan lacónicas y desesperadas que eran una y esta única frase: «Mándenme más Pervitin, por favor...» No chocolate. No mermalda. No café. No cigarrillos. Por supuesto tampoco pan. Sólo Pervitin. Más droga, por favor, porque con la dosis que el Führer nos proporciona no nos alcanza, está claro, para soportar toda esta barbarie.
Pasó el tiempo y pasó la guerra, y llegó la posguerra del hambre y de las ruinas, pero el mono del Pervitin es una cosa chunga, el mono del Pervitin no se acaba nunca, es más alto que el muro de Berlín y más largo que tres días sin pan. Por eso los personajes de «El pan de los años mozos» parece que estén todo el tiempo como drogados, como inmersos en un sueño de fiebre y de carencia, una vigilia zombificada, carente del más elemental amago de empatía.
El protagonista de «El pan de los años mozos» es un joven mecánico de lavadores en la Alemania que está empezando a reconstruirse, una década después de haber sido reducida a escombros en lo material y a la ignominia en lo moral. Un joven que pasó tanta escasez y tanta penuria que ahora toda su vida se mide en unidades de pan. Pan en el pensamiento. Pan entre las manos. Pan entre los dientes. Pan en la alacena. Pan en el miedo pavoroso del agujero del hambre, nunca satisfecha. Vivir por y para el pan. A falta de Pervitin, bueno es el mono del pan.
En paralelo, tenemos también que en esa Alemania un técnico de lavadoras es un tío importante, la suya es una profesión de futuro, porque igual que en tiempos del Führer el corazón de cada alemán encerraba un pequeño nazi, luchando por salir; ahora, tras el Huracán Hitler, en cada casa alemana hay una lavadora funcionando a todas horas, todos los días, en un fútil intento por lavar lo que no puede ser lavado, borrar el rastro inmarcesible del horror y la vergüenza. Al final, con tanto trote, las lavadoras se escacharran y las fraulein alemanas necesitan como el Pervitin un mecánico que les vuelva a poner en marcha el centrifugado de la mala conciencia.
Todos los personajes de «El pan de los años mozos» subsisten en un estado como de duermevela, hipnotizados, sin otro sueño ni otra aspiración que la de que no les falte el pan y las lavadoras no dejen de dar inútiles vueltas sobre la sinrazón inasumible del Holocausto. Parecen llevar una vida de polichinela mientras aguardan el despertar de la pesadilla: despertar algún día, quién sabe, nuevamente en el prometido y paradisíaco y ario Reich que les iba a durar mil años.
Todos los personajes de «El pan de los años mozos» han sido estafados y expulsados a los cristales rotos de un sueño de pretensiones obscenas y proporciones dantescas. Muñecos destripados, sin corazón y sin alma, fritos y colgando de la luz roja atravesando una esvástica, pagando el sobreprecio de una promesa megalomaníaca.