Resistencia en el flanco débil

enero 31, 2022

Alucinario Enero 2022

El albur de un escalofrío...

«En el año 1858 el mayor de los hijos, John Allman, regresó repentinamente a la región y se hizo conducir a la isla. Encontró la casa cerrada y sombría. El barquero que lo había llevado a la isla rehusó acompañarlo más allá de la orilla diciendo:

  —Mejor sería que regresara por donde ha venido, señor John. Los vivos son los vivos y los muertos son los muertos; estos últimos, sobre todo, desean que se les deje en paz».


 

 

 

 

«El lecho del Diablo», Jean Ray

 

Doppelgänger/DoppelHandker...

«Al pasar por delante de un sombrío café, he vuelto a ver por un instante, detrás de la barra, a mi doble: un susto demasiado exquisito para quedar desconcertado; un desconcierto demasiado irreal para exteriorizarlo —sigo andando». 


 


 

 

  

 

«El peso del mundo. Un diario», Peter Handke


Abejera humana...

«La frescura con olor a mar en la sombra de la cabina, de la que en circuntancias distintas habría disfrutado tanto, no le produjo ningún placer. Se desnudó mecánicamente. Todos aquellos cuerpos desnudos en las terrazas, aquellos torsos bruñidos que emergían del agua, aquella ruidosa promiscuidad de hombres y mujeres, aquella mezcolanza de formas y de carne joven y vieja, más allá de cualquier pudor, le produjeron la sensación desagradable de una gusanera: el aspecto de la vida indiferenciada, bullidora».

 


 


 

 

 

«La isla», Giani Stuparich

 

La muerte que nos habita...

«Días sin oreja izquierda. Días en que enmudece todo un hemisferio, callan los soles, duermen los caballos, se ausentan los políticos, no pasan las muchachas. Se me ha tapado el oído izquierdo, por unos días o para siempre (habrá que ir a Olaizola, a ver qué dice), y ando por el mundo sin una oreja, no porque me la haya cortado —nada de Van Gogh, nada de literatura, aquí se trata de la vida—, aunque, de todos modos, no me atrevo a mirarme a los espejos, por si es verdad que no tengo oreja, y me peino el pelo para ese lado, por ocultar lo que no sé si no existe.

Del hemisferio del mundo no me vienen noticias, ni músicas, ni lo que esa muchacha me lee en el periódico, con una urgencia que está en su juventud más que en la noticia.

Del hemisferio izquierdo no me vienen orquestas. De ese lado se han muerto Bach y Mahler, "Beethoven me da más música —decía Gide—, pero Chopin me da mejor música." El último clásico era un romántico. Las guerras del mundo topan, por mi izquierda, contra un muro de silencio, contra una tapia de sordera. Aquí fracasan los caballos y pierde grito la sangre. El mundo se ha pacificado por mi izquierda.

Me estoy muriendo de la parte izquierda. Porque la muerte no es un disparo de la luz ni una mano agónica en la noche. La muerte se va instalando en nosotros, haciendo nido, nidos, como las gaviotas en un farallón marino. Un oído tapiado, un ojo sangriento, una mano en la que duele la mano interior, una garganta que sube y baja contra la segur del frío, un intestino que se desploma como una deflagración secreta.

La muerte, sí, va haciendo hospedaje en nosotros. Acabaremos por dejarle la casa entera». 


 

 

   

 

«La belleza convulsa», Francisco Umbral

 

Mentira en bucle...

«Me pareció que todo aquello lo había tenido que ver, oír y oler una infinidad de veces, como el disco que los vecinos de arriba ponían cada noche a una hora determinada; como una película que a uno le hacen ver en el infierno, siempre la misma, y aquel olor en el aire, a café, a sudor, a perfume, a licor, a cigarrillos. Lo que yo decía..., lo que decía Ulla, se había dicho ya innumerables veces, y era inexacto, las palabras sabían a falso en la lengua; era como las cosas que yo le había contado a mi padre sobre el mercado negro y sobre mi hambre; cuando aquello se expresaba, ya no era cierto...»



 

 

 

 

 

«El pan de los años mozos», Heinrich Böll

 

El talento inútil...

«En otro tiempo, esto es, hace ya algunos años, una muchacha muy despierta y avispada me dijo, susurrándome al oído extremadamente sensible, que estaba profundamente convencida de que yo ponía más pasión en la escritura que en la vida, que me comportaba con más vivacidad sentado al escritorio que en la vida cotidiana, con lo que tal vez quería hacer alusión a algo "muy peculiar" que creía advertir, a saber: que la irrealidad aparente tiene para mí más importancia, es decir, es mucho más real que eso que tanto se elogia y glorifica y que de hecho existe y llamamos realidad. Puede que con las palabras que me dirigió hablara inconsciente e involuntariamente al soñador o al poeta. Oh, cuánto rencor me guardará, señorita, por atraverme a ser poeta, pues ser poeta significa nada más y nada menos que ser el mueble más inútil e inservible que uno pueda imaginar, y es en calidad de tal que me inclino con afecto ante usted, quitándome naturalmente el sombrero en el supuesto de que llevara uno».


 




 

 

 «Diario de 1926», Robert Walser

enero 30, 2022

El Reich de los Mil Muñecos Rotos

    


   «El pan de los años mozos». Otro libro enteco pero formidable —y fulminante— de Henrich Böll. Otro. El libro es enteco e inclenque y luce como desnutrido porque así debe ser, porque la piedra de toque sobre la que se levanta es el hambre, es el pan nunca suficiente, y hacer un tocahanaco de 500 páginas sobre el hambre no es que se me antoje paradógico, diría que es incluso inmoral.

   Pero antes de hablar del libro vamos a hablar de la cubierta, cómo no, ya estamos con la cubiertas —¡pues sí!, ya estamos con las cubiertas—: o mejor dicho, vamos a contar un cuento. De hadas. De hadas muertas. Fritas y colgando en la luz ultravioleta del desencanto sentimental: cada libro tiene su historia, la que nos cuenta el autor desde el fondo de su muerte —aunque siga vivo, siempre es un muerto el que nos susurra—, y puede después tener encima, adheridas, solapadas y en palimpsesto, tantas historias como lectores se hayan puesto a escuchar al muerto. Mi copia la encontré en una librería de lance. Mi copia tiene una dedicatoria de una chica a su chico, que espera que le guste, que la vida está llena de sueños, que los sueños, sueños son, pero no hay mayor sueño que estar cada día a tu lado, todo el futuro juntos, le dice, porque le quiere con locura, le dice, y fue por este motivo, supongo, que le regaló este libro, «El pan de los años mozos», ella a su chico, esta edición del pan de los años del hambre de Böll, y me arriesgaría a apostar que sin saber de qué coño iba el libro ni quién coño fue Böll, sin siquiera intuir que probablemente estaba regalando más una bomba lapa que un libro, pero sin duda del todo influida por la fotografía de su cubierta, esa pareja de tórtolos, tan bien amarrados. Como digo, esta copia mía la encontré en una librería de lance. Lo que significa que esa cubierta es muy bonita pero está mal, toda ella, entera ella, es un error...

   Pero volvamos a Böll. Nacido en 1917, contaba 22 años cuando a Hitler le dió por dinamitar el mundo. Se chupó la guerra entera, seis años de insania, hasta que en 1945 los yankis lo sacaron de la circulación. Durante esos años de Whermacht y de masacre Böll sólo escribió cartas, nada de cuentos, nada de novelas, sólo cartas a casa, a sus padres, algunas de ellas tan lacónicas y desesperadas que eran una y esta única frase: «Mándenme más Pervitin, por favor...» No chocolate. No mermalda. No café. No cigarrillos. Por supuesto tampoco pan. Sólo Pervitin. Más droga, por favor, porque con la dosis que el Führer nos proporciona no nos alcanza, está claro, para soportar toda esta barbarie.

   Pasó el tiempo y pasó la guerra, y llegó la posguerra del hambre y de las ruinas, pero el mono del Pervitin es una cosa chunga, el mono del Pervitin no se acaba nunca, es más alto que el muro de Berlín y más largo que tres días sin pan. Por eso los personajes de «El pan de los años mozos» parece que estén todo el tiempo como drogados, como inmersos en un sueño de fiebre y de carencia, una vigilia zombificada, carente del más elemental amago de empatía.

   El protagonista de «El pan de los años mozos» es un joven mecánico de lavadores en la Alemania que está empezando a reconstruirse, una década después de haber sido reducida a escombros en lo material y a la ignominia en lo moral. Un joven que pasó tanta escasez y tanta penuria que ahora toda su vida se mide en unidades de pan. Pan en el pensamiento. Pan entre las manos. Pan entre los dientes. Pan en la alacena. Pan en el miedo pavoroso del agujero del hambre, nunca satisfecha. Vivir por y para el pan. A falta de Pervitin, bueno es el mono del pan.

   En paralelo, tenemos también que en esa Alemania un técnico de lavadoras es un tío importante, la suya es una profesión de futuro, porque igual que en tiempos del Führer el corazón de cada alemán encerraba un pequeño nazi, luchando por salir; ahora, tras el Huracán Hitler, en cada casa alemana hay una lavadora funcionando a todas horas, todos los días, en un fútil intento por lavar lo que no puede ser lavado, borrar el rastro inmarcesible del horror y la vergüenza. Al final, con tanto trote, las lavadoras se escacharran y las fraulein alemanas necesitan como el Pervitin un mecánico que les vuelva a poner en marcha el centrifugado de la mala conciencia.

   Todos los personajes de «El pan de los años mozos» subsisten en un estado como de duermevela, hipnotizados, sin otro sueño ni otra aspiración que la de que no les falte el pan y las lavadoras no dejen de dar inútiles vueltas sobre la sinrazón inasumible del Holocausto. Parecen llevar una vida de polichinela mientras aguardan el despertar de la pesadilla: despertar algún día, quién sabe, nuevamente en el prometido y paradisíaco y ario Reich que les iba a durar mil años.

   Todos los personajes de «El pan de los años mozos» han sido estafados y expulsados a los cristales rotos de un sueño de pretensiones obscenas y proporciones dantescas. Muñecos destripados, sin corazón y sin alma, fritos y colgando de la luz roja atravesando una esvástica, pagando el sobreprecio de una promesa megalomaníaca.

 


enero 23, 2022

Sin gatos no hay paraíso

 

   

   Las personas somos muy fans, mucho, de la dicotomía. Dicotomía. Asín: DI-CO-TO-MÍA. Define el tochoRAE la dicotomía como una praxis o manera o humana costumbre de clasificar y etiquetar las cosas del mundo, de forma tal que toda división o subdivisión o hastalanáuseadivisión de dichas cosas, cuales fueren, sólo contempla dos partes. Bueno, no lo dice exactamente así, lo dice menos florido, y además con un adverbio "solo" sin tilde... RAE, hijadeputa, la cabronada de los diacríticos antes o después vaya si me la vas a pagar cara.

  Pues eso, que etiquetar nos mola un taco, y ya partir las etiquetas en dos y sólo dos pues ya ni te cuento. Es más rápido. Más directo. Más aquí te pillo aquí te mato. Te ahorras los medios, te ahorras la entera escala de grises. Para decir esto es así o asá no hace falta más que la muy justa pizca de entendimiento y/o sensibilidad. Eso por no mencionar que la dicotomía destila tufo cainita que tira de espaldas, y a nosotros, la humana especie, la racional hominidad, nos viene latiendo en la sangre el estás conmigo o contra mí desde que los pulgares prensiles nos alcanzaron para sacarle punta al primer palo.

   No obstante, por supuesto, hay dicotomías eternas —como algunas de nuestras folclóricas—; negro/blanca; rojo/facha; guapa/feo; listísima/mediosubnormal; y después hay dicotomías cuyo brillo y esplendor se apagan no sabemos exacatmente por qué —como el de las mismas folclóricas de antes, que parecían eternas, pero resulta que no—, aunque lo suyo y normal sea que acaban colapsando porque nuevas y pugnantes dicotomías se les suben a la chepa.

   Por ejemplo: antes la peña era de perros o era de gatos. Importaba tres carajos que en el mundo aún existien miles de otras animales especies que todavía no nos hemos cargado: «¿Tú de qué eres?» «¿Yo? De perro... ¿Y tú de qué eres?» «¿Yo? De gato» «Ajá... ¿¡Pero ya viste que Mariló se compró un hurón!?» «Sí, tíaaa, menuda gilipollas, tíaa... jajaja». Hoy en cambio esto que digo es ya filfa, deshecho, dicotomía muerta. Ahora ya sólo hay gente de gatos. Gente que ama los gatos. Y gente que odia los gatos. Los perros han perdido esta batalla. Ya lo gatos son los sumos ultraseres del orbe. Han invadido los corazones de algunos hombres. Han invadido la hiel del resto de hombres. Han ocupado internet. Han tiranizado los memes. Embargado tu galería de fotos. Acaparado tus pensamientos. Tus conversaciones. Tu casa. Tu tiempo. Tu sofá. Gatos. Gatos. Gatos grandes y pequeños y sin pelo. Gatos gordos. Gatos chatos. Gatos con orejas de murciélago. Gatos con el morro picudo y la cola hecha un moñigo. Gatos que son más listos que tu madre. Gatos por todas partes. Gatos Gatos Gatos ¡Miau!

    Simenon también tenía un gato —aunque de esto no esyoy seguro, es sólo una suposición, no he podido encontrar ninguna foto de Simenon con gato—, y quizá por eso escribió un libro titulado «El gato», hace muchos años, cuando todavía había perros, pero ya París había dejado de ser una fiesta, y él, sin embargo, ya lo había visto venir, que esto pasaría, que la teoría y toda la cháchara de la filosofía están muy bien, pero que en la vida real es muy difícil pasar de un día al siguiente sin dicotomías, sin amar/odiar, sin polarizar en general, y sobre todo sin maldecir en particular ese día funesto en que pensaste, loco de ti, ingenuo de ti, gilipollas de ti —esto no es dicotomizable—, que, quién sabe, a lo mejor casarse podía ser una buena idea.

    Porque «El gato» no va de un hombre que es de gatos y su mujer, que es de papagayos. No. De hecho ni siquiera hay gato ni hay papagayo, que Simenon se los carga a los dos antes incluso de empezar la novela. El gato y el papagayo son sólo los macguffins de los que Simenon se sirve para hacer avanzar su trama hacía la verdadera dicotomía que mueve el mundo, o mejor, que lo desmueve, lo descentra, lo recalcitra y lo deja, finalmente, tiritando de extenuación, y que no es otra que la de que antes o después la humana Hominidad se acaba repartiendo, dicotomizando, subdividiendo entre aquellos que descubren que el matrimonio es la peor decisión que puedes tomar en tu puñetera vida, antes de tomarla, y los que lo descubren después

   Puta obra maestra de la crueldad, el cinismo y la sordidez. 


 

enero 21, 2022

Stuparich Island

 

 

«La isla» es una cabronada. Vaya esto como entrante, patadón y tentetieso. No os dejéis engañar por sus poco más de cien páginas o por la bucólica estampa de la cubierta —la del librito, no la de la barquichuela—, tan lacustre ella como mediterránea —ahora sí, tanto da, vale para la del libro, también para la de la barca...—, tan de postal de la orilla diáfana de las entreguerras. Pero lo dicho; «La isla»; Giani Stuparich: menuda cabronada.

   El planteamiento es que un padre le pide a un hijo que le acompañe unos días a la isla, su isla de ambos, del padre, del hijo, aunque ninguno de ambos la deambulen ya, que el padre está en no sabemos qué ciudad y el hijo habita no recuerdo ahora qué montañas, pero el quid de la cosa está en que el padre le pide eso al hijo en condición de última voluntad, ya que un cancerón de esófago lo está dejando listo de papeles, rapidito, y quiere pasar unos últimos días en su isla natal —su natal e insular pedazo de tierra apenas en pie sobre mar—, acompañado de su hijo, antes de espichar.

   La cosa pinta guapa. La cosa atufa a peli triunfona en la noche de los Oscar que es un gusto. Pero no. La cosa, lo dije ya en la primera línea, no va a ir por ahí, antes al contrario, emprende rápidamente el curso de la insania. La cosa, lo dije ya, no alarga mucho más de cien páginas, así que la mala leche y la acedía no pueden tardar demasiado en desovillar sus talentos.

   Y así es, apenas arribamos a la isla de marras, aún no hemos podido prácticamente ni deshacer las maletas, que ya se nos arruinan los Oscar todos antes incluso de la segunda sobremesa: adiós al Oscar al Mejor Actor, al de Mejor Secundario, al de Guión Adaptado, al de Fotografía... El Padre se añuga con un grano de la uva del postre, que se le queda enquistado en el tumor esofágico, justo allí, clavado en el nudo gordiano de su muerte inminente. Se acabó el viaje. Se acabó la fiesta. Aborto directo del taquillazo sensiblero de Hollywood.

   El padre no puede deglutir, no puede tragar más nada, ni siquiera agua, se pone enfermísimo. El hijo no puede ver a su padre padecer de esa manera, de modo que enferma a su vez, de los nervios y de la aprehensión —y también, por qué no decirlo, de pensar todo el rato que la genética es una maldición de espoleta retardada—, así que lo lleva al médico, que les dice que lo suyo sería operar, aquí puede hacerse, incluso, les dice, pero quién coño en su sano juicio se dejaría operar emergencia semejante en una isla cuya población de cabras con toda probabilidad triplica la de hombres... Es necesario abandonar inmediatamente la isla. Es necesario regresar inmediatamente a la city. Es urgente operar. Total para qué. Para morir igual.

   Es así de cabrón e hijoputesco el destino, así de hijoputesca y cabrona la vida, si les caes gordo no te dan cuartel ni para montarte un final de tus días de película, ni siquiera después de haber soportado una vida cretina, ordinaria, gris y vulgar. Así vivimos todos y así moriremos tantos; en la puerta de atrás de un callejón olvidado y lleno de moho.

   Debe ser por esto que Stuparich no da nombre al padre ni da nombre al hijo ni da nombre a la isla. De puro grises no hace falta nombrarlos, son Universales del sollozo contenido y la lágrima fuera de plano. Voluntarios forzosos de la resignación. Estoicos a su pesar. Este es un libro que desde la ficción ataca la ficción misma: una certera cuhillada en el pecho; aquí no hay lugares para el drama ni el melodrama, para la imaginación o la literatura: aquí sólo brota la luz amarilla, terrosa y sucia, de la realidad descerrajada sin misericordia.

   Stuparich roza el cielo literario cuando enmienda a nuestro gran Jorge Manrique y nos cuenta que el hijo oye: «Del otro lado, con frecuencia, llegaba la tos de su padre. Sobre los instrumentos de viento y los tambores de la banda, sobre el bullicio de la fiesta, aquella tos tenía un timbre profundo, respecto al que cualquier otro sonido parecía frívolo. Aquel hombre había sido apartado ya por la corriente de la vida; pero desde el margen, donde todavía permanecía por poco tiempo antes de desaparecer, mandaba con su aullido un terrible aviso a los hombres, supieran o no escucharlo». O lo que es lo mismo, que nuestra puta vida ésta ni siquiera son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. No, nuestra puta vida ésta es el triste y subterráneo y arrastrado trayecto de un aquel meandro a este meandro, y aquí me quedo, ahí te quedas, hundido en el fango, hundido en la mierda, triste canto rodado borriquero, que el delta y la desembocadura son líneas y travesías de horizonte tan virtuales y vedadas e imposibles como la propia llave del cosmos.

   Y con todo una piedra pensante, antaño soñadora, siempre algo ingenua, minúscula y efímera, agotando su luz contra un Universo vasto, sordo, indolente y huérfano de júbilo. 

    Así que no sé qué es peor.

  

       

enero 15, 2022

Dios no juega a los dados, pero la Potra sí...



   Los hay que creen en Dios y los hay que creen en Satanás. Luego están los que creen en Nada, pero que entienden la nada como algo con el suficiente contenido y espacio y ausencia de vacío como para albergar cuatro letras, como poco, a veces una de ellas mayúscula inclusive, lo que no deja de ser —como creer en Dios o hacerlo en Satanás— una pura arbitrariedad. También están los recién enamorados, que creen en el Destino, y están los recién desenamorados que juegan la carta de su fe en la Justicia Poética (la propia, cada uno la suya). Y bueno, también estaba el replicante Batty, que creía en el Dios de la Biomecánica; y estaba Stanislaw Lem, que creía en el Océano de Solaris, que todo lo podía, pero sin llegar a comprender nada, Solaris y Lem y el autismo divino incluidos; y también estoy yo, y tanta gente como yo, que sólo creemos en los libros... Quién no necesita algo sobre lo que apuntalarse para enfrentar la embestida del absurdo.

   Releyendo «El cuaderno rojo» de Paul Auster por accidente, por desmemoria, por jugarreta editorial, ¿tal vez incluso por casualidad?, cualquiera sabe. Estoy en la librería y tengo el cuaderno rojo en las manos. Sé casi seguro que debo tenerlo en casa. Y no sólo eso, es de los que debo haber leído. Me suena damasiado. Es decir, que no recuerdo una maldita palabra ni la cubierta me suena en absoluto, pero la sensación es de completo déja vu. Al final decido llevármelo a casa, sin acabar de tenerlas todas conmigo, pero qué demonios, es Paul Auster, y en efecto, es llegar y comprobar que lo tengo y lo he leído, hace la tira de años, eso sí, pero que la cubierta no me sonaba por algo, y ese algo es que el cuaderno rojo que yo leí formaba parte de un libro más grande, «Experimentos con la verdad», cuya cubierta, obvio, en nada se parece a la del libro que acabo de comprar... A mí con las cubiertas de los libros me pasa un poco lo mismo que con las jetas de las personas: puedes decirme tu nombre y olvídarseme cómo te llamas en menos de cinco minutos, con el día de tu cumpleaños lo mismo, qué le voy a hacer, pero tu jeta es otro cantar, tu jeta voy a recordarla clara y meridiana hasta la tanda de penaltys del día del juicio final. 

   «El cuaderno rojo» data de 1993. Para ese entonces Paul Auster ya lo ha petado con su «Trilogía de Nueva York» y es uno de los autores del momento, los editores llaman cada día a su casa pidiendo más madera: «¿Tienes algo, Paul?..., ¡Por Dios, dame algo nuevo, Paul!»; «No tengo nada nuevo ahora mismo, estoy trabajando en ello... Tal vez si no me vinieras cada puto día con el mismo sonsonete podría terminarlo...»; «¿Y en los cajones, Paul?..., ¡Ya miraste bien en los cajones, Paul!»; «¡Maldito bastardo!... Dónde estabas hace diez años cuando me moría de hambre...». Pese a todo, el bueno de Paul rebusca un rato entre sus cajones. Los escritores son gente extraña. Sus cajones nunca contienen calcetines, calzoncillos ni camisas de invierno. Todo eso lo guardan en otro sitio. Los cajones de los escritores siempre guardan manuscritos... Sabes que estás ante un tipo peligroso cuando vas a su cocina, como buscando el azucarero, abres un bote en el que, por descontado, pone «Azúcar», pero miras dentro y hay unos gallumbos: «Coño», te dices, «este tío también escribe...». Pero estábamos con el bueno de Paul, que en el ínterin vuelve del registro de sus cómodas con un cuaderno debajo del sobaco: «Tengo esto, aquí escribo mis mierdas sobre la casualidad, las potras que me van pasando, pero no es gran cosa, son apenas 70 páginas chochas, te lo mando y déjame en paz los próximos ocho meses, ¿capice?, es un cuaderno rojo, titúlalo "El cuderno rojo": hoy no estoy para improvisar...».

   Y así es, el cuaderno rojo éste son los estrechos infolios en los que Auster nos habla de lo suyo del azar, las coincidencias, potras y serendipidades que en jalonando sus días, dieron poco a poco en formar el cuerpo sobre el que edificaría su narrativa, su éxito y su cháchara... En el mundo de Paul Auster nada es causal, todo es azar, sólo que cada azar precede de un azar anterior a la vez que antecede a un azar subsiguiente, de forma que que cada azar concreto y aislado, todo y contener en potencia todos los demás azares infinitos, sólo conduce, ulteriormente, a un otro azar concreto y aislado, y así hasta la náusea, la muerte o el asteriode que nos jubile. Aunque desde que Einstein es Einstein y hasta se ven por ahí quienes lo llevan estampado en sus camisetas —a Einstein—, todo es relativo y todo depende del tiempo y la velocidad y también  de la distancia entre el observador y lo observado. Así las cosas, qué tremendidad, podríamos hablar de que un azar dado, observado allá, bien puede preceder de un azar, aquél, y anteceder a otro azar, esteotrodeaquí; pero en cambio ese aquelmismoazar primero, observado desde acullá, bien podría preceder de un azar futuro, tercero o quinto o eneazares, sin óbito de los sucesivos, innúmeros y a todas luces paradógicos y contravenidos azares, que de semejante trifulca y encadenamiento de potras pudieren devenir.

   Claro que hay potras buenas y potras malas. Las buenas te hacen avanzar, las malas te acaban conduciendo siempre a la farmacia y/o a la licorería y/o al petril de un puente. El austeriano secreto de la vida consiste en no sucidarte ni dejarte aplastar por el hoyo de las malas potras, sobrevivir mal que bien a ese impasse de inconquistable negrura que separa una potra buena de la siguiente, escribirlo después, y ya luego lo demás lo vas dejando en las tahúres garras del editor de turno. Y así es como va uno medrando —si es que sabe fintar primero y darle a la tecla después—, y pasa del Paul Auster muerto de hambre —«a no ser que en las próximas tres horas me acontezca una buena potra, esta noche no tengo ni para cenar»—, al Paul Auster exitoso-escritor-recolector de manuscritos cajoniles —y lo que te rondaré morena.

   Pero, ojo, llegados a este punto supongo que tampoco no será casual que yo me haya dejado engañar, es decir, comprado por segunda vez un libro que ya tengo y he leído; tal vez la austeriana Deidad de la Potra quería que lo releyese con aún no sabemos qué casuales fines; o mejor aún, quería que llegase a la conclusión de que uno y otro cuaderno rojo, titulándose igual, no son el mismo libro, aunque eso sí, niguno de los dos sea rojo, que son los dos amarillos, pero es que don Jorge Herralde es ansí... Y me explico:

   El cuderno rojo, Panorama de Narrativas nº 299 —el que yo compré y releí hace unos días—, contiene traducción y prólogo de Justo Navarro, mientras que el cuaderno rojo inserto en «Experimentos con la verdad», Anagrama Compactos nº 325 —y que leí hace la friolera, brrrr, Santo Cristo, 17 años—, mantiene la traducción pero no el prólogo. Esta diferencia es esencial, ya que ni por asomo son ni pueden llegar a ser el mismo condenado libro.

   Lo que en principio, y CAUSALMENTE, podría parecer una treta de maese Herralde para engordar artificiosamente el raquítico volumen del austeriano cuaderno: «Justo, querido, te pago la traducción y un prólogo, además, que la cosa austeriana esta no llega a las 70 páginas», no es tal, pues Justo no sólo es traductor, Justo es escritor, Justo también guarda sus calvinklein en el azucarero, de modo que junto con la traducción le envía también el prólogo; un prólogo que es más largo que el propio cuaderno; «Justo, querido, te has pasao tres pueblos, macho, métele tijeretazo a tu cosa o no ves un duro»; y Justo le mete tijera, a disgusto pero se la mete, Justo, a su prólogo más largo que el propio cuaderno de Auster, ya que Justo, a la sazón escritor, como ya hemos dicho, necesita también comer, como cualquiera, o lo que es igual: no por guardar el azúcar en un cubo bajo el fregadero deja de tener, Justo, necesidad de endulzarse el café de tanto en cuando.

   Tenemos de este modo que, pese a todo, pese al tijeretazo, pese al disgusto de Justo y el frotar de manos de don Jorge, tenemos CASUALMENTE un libro mejor que el libro primigenio, ya que adherida a la cháchara de Auster sobre la potra tenemos la cháchara de Justo, que todo y que parece que quiere venderte la moto de Auster, en realidad no, en realidad te está vendiendo la suya, su particular moto y la cháchara suya sobre los dobles. ¡Oh, milagro! ¡Oh, poderoso contuvernio de fuerzas secretas y feraces! ¡Los escritores y su cháchara! ¡Dos murgas por el precio de una!

   En conclusión de lo cual nos encontramos con que, CAUSAL o CASUALMENTE, tanto da que da lo mismo, tenemos un cuaderno rojo austeriano precedido por un prólogo justoniano y un invisible —aunque tácito— ultílogo. Esto es nuevo. «Ultílogo». Esto es todo un hallazgo, un requiebro, una sinrazón... Prólogo y ultílogo son uno y el mismo, coinciden en todo salvo en los tiempos. Se le llama «ultílogo» porque es lo último que lees antes de cerrar el libro; es decir, te acabas el cuaderno de Auster y te vuelves a leer el prólogo de Justo a renglón seguido. No me preguntéis por qué, pero es cierto, por algún extraño motivo el ultílogo invisible forma parte indivisible del libro, te lo acabas leyendo sí o sí, sucede de esta manera...

   En el susodicho ultílogo, Justo te dice que un escritor no es más que un impostor, por destino o por azar, tanto da, pero impostor. El escritor recrea la realidad para impostarla e impostarse, para mentirte mientras se agacha, se esconde, huye de sí mismo pretendiendo que lo que quiere es encontrarse: la verdad está ahí afuera, colgando de la nada, y el escritor-impostor, verbigracia, Paul Auster, coge esa masa de pan y la malea a su gusto hasta convertirla en el pan de la mentira, el cruasán o madalena de la ficción. Después viene el traductor, verbigracia, Justo Navarro, que es otro impostor, y que imposta, además, sobre la impostura del primero: de modo que ya lo que te llega ni siquiera es el pan o el cruasán de la realidad, ya lo que tenemos es directamente la bollería industrial de la invención y el phoskitos de la falsedad... ¡Esto vuelve a ser genial! ¡Es una puta mierda y a la vez otra puta genialidad! Porque ahora, casual o causalmente, no me va a quedar otra que leer «El doble del doble» —la novela de Justo, no la de Grahama Greene—, esto es, la impostura y mentira y cháchara suya, de Justo Navarro —saben ustedes que siento debilidad por lo suyo—, sobre el mito del doble y lo reflejo y lo recíproco, y en general sobre todo lo que orbita subrepticiamente en torno a lo doppelgänger y lo William Wilson.

   Y si el escritor nos miente en primera instancia, cociéndonos la masa, el traductor nos miente en segunda, inyectándole el colesterol, lo que hace después el lector, escrito o no, publicado o no publicado, es más o menos lo que habéis estado leyendo hasta aquí, la sucesión natural e intestinal del Azar como deidad, la Potra como invención y la Literatura como bendito oficio de trileros... Así que mejor ya ir tirando de la cadena.


enero 12, 2022

Nuestro Leiber de las Tinieblas

 


 

   La noche avanzaba pero el sueño seguía haciéndose de rogar, un frío helador a pesar de la estufa, toda ella dos barras de horizontal incandescencia, combatiendo sola y para nada; afuera, un viento sin correa, desballestando el mundo; y adentro, la luz amarilla de la bombilla sobre la página, y el lento y parsimonial navegar del buque de mis ojos sobre las líneas, pequeña muralla y apenas defensa contra el insomnio. La noche languidecía, pues, con la silente templanza de la ballena que se conoce muribunda, la Moby Dick terminal emprendiendo con calma y mesura el lento nadar de la enfermedad y las últimas cosas, camino de su playa final, en la otra punta del mundo...

    Así me va luego, que por el día no valgo un duro, estoy hecho un zombi y hecho unos zorros, durmiéndome de pie por todas partes, cabeceando por todos lados, y hasta hay veces que tengo que echar mano de la factura de la luz para despertarme. Y ahí entonces sí, ya ese susto y esa sinrazón y ese síncope me dan el aguante para el resto del día.

   Pero hablábamos de la noche, enésima sin apenas dormir, más sólo en una de ellas, exacta, concreta, ésta de la que os hablo, se me apareció el fantasma de Fritz Leiber. Hay nombres de escritores que molan, al oído y al tacto, y  nombres de escritores que sencillamente pasan el corte. Después están los nombres de escritores que no entienden que sus libros, con suerte, habrá quien vaya y pregunte por ellos en una librería: «Buenos días». «Buenos». «Quería pedir un libro». «Qué título». «No sé el título». «¿Y entonces...?». «¡Pero sé el autor!». «Pues venga, que rule, que se me está formando cola...». «Se llama Eduardo Ángel Martínez Lerer»"... «Eduqué... Martiquémás...¿¡Lerer?!... No, oiga... con ese nombre no me sale nada... conque si es tan amable de ir despejándome el mostrador...».

   Pero Fritz Leiber es de los nombres que está bien puesto. Si tienes el buen tino de firmar como Fritz Leiber te alcanzan los años y el talento para engendrar títulos tan de puta madre como «¡Hágase la oscuridad¡», «Esposa Hechicera» o «Nuestra Señora de las Tinieblas», por un poner. 

   «Sí, chico, mucho nombre y mucho título y mucho lo que tú quieras, pero aquí me tienes, penando... Nada de todo eso me dio apenas para ganarme el pan en vida y mira ahora, ni descansar en paz puede uno...». «Joder, Fritz, tío, lo lamento...». «¡Nah!, no te preocupes, muchacho... De todos modos, he venido porque necesito tu ayuda... me andan siguiendo, sabes... esa cosa... esa cosa es terrible, ¿sabes?... no puede dejar que me atrape, no sé bien qué carajo es, pero si me pilla estoy acabado, en todas partes, en todos los otros barrios posibles, kaputt... Así que por eso he venido, necesito tu ayuda, muchacho, necesito escapar, borrar mi rastro, ahora sí lo siento cerca, siento que está jodidamente encima de mí, ¿entiendes lo que quiero decir?... Cerca, joder, muy cerca, tanto que quema, ahora sí estoy cagado de verdad... y no puedo, no debo dejar que me coja, aún no... Así que necesito que me saques a bailar, sácame a bailar, muchacho, eso será suficiente»... «¿Ayudarte?... Claro, Fritz, colega, tú fuiste uno de los grandes... perooo, no entiendo, ¡cómo!... , cómo demonios podría yo..., y, además, ¡por qué yo!..., y a todo estooo, por qué te persigue la cosa esa, precisamente a ti, qué pretende..., y, sobre todo, ahora que caigo... ¡¿no me la habrás metido en casa?». «No te preocupes por eso, chico, ella sólo viene por mí, de momento sólo me necesita a mí... Es difícil de explicar ahora, y no tengo mucho tiempo, el tiempo se agota, es preciso actuar...  Yo imaginé cosas terribles, ¿entiendes?,  las creé de la nada y les di forma y cuerpo y alma de pesadilla, las escribí y las entregué al mundo, y ahora tengo que pagar el precio... Toma éste, es el primero que he encontrado, cualquiera sirve, sólo necesito escapar y darle esquinazo, para cuando lo termines y deba regresar habrá perdido mi pista, y entonces empezaremos a jugar otra vez desde cero...  En cuanto a por qué tú, bueno..., eras el único pirado despierto por aquí a estas horas y, de verdad, creéme, de verdad necesito que me saques de aquí ahora, AHORA MISMO, chico, así que te ruego que leas...».

   Aunuqe no me lo rogó, Leiber me plantó sus «Espectros en la Noche» en las mismas narices, con delicadeza ninguna e incluso diría que con cierta soterrada violencia, de modo que no me quedó otra que leerle... Y vaya si leí, leí durante toda la noche, un cuento tras otro, y para cuando terminé el libro las primeras luces del amanecer comenzaban a asomar por los ventanales. A lo largo de la noche, mientras avanzaba en la lectura, Leiber apenas me dirigió la palabra, únicamente para echarme en cara que en la nevera no tuviese leche entera para el cafe: «No, sólo tomo semi, Fritz...,» «Vaya tocada de cojones, muchaho...» Lo vi tomarse hasta tres cafés con leche seguidos. También le alcanzó el tiempo para echarse una medio siesta nocturna, qué envidia, sentado en la otra butaca, de brazos cruzados, gacha la cabeza, la barbilla pegada al pecho. Despertó de ella y anduvo otro par de horas rateando con interés mi biblioteca, después fue otra vez a la cocina, regresó comistreando algo que no supe identificar, después volvió y desde allí le oí también gorronearme algo más de la despensa. Más tarde fui yo el que quise hacer un alto y prepararme un café, para acabar comprobando que Leiber se había terminado toda la leche, y yo el café solo no lo puedo tomar, que me dan palpitaciones... Las últimas horas, los últimos cuentos. Se los pasó bebiendo un whisky y fumándose unos cigarros que yo jamás tuve en mi casa, pues ni he bebido ni he fumado nunca... Cuando cerré el libro, me obserbava fijamente, con aquellos ojos afilados y vivaces, coronando aquel estrecho y no menos afilado rostro de vivaracho conde vampiro:

    —He terminado—dije.

   —Está claro—contestó—, justo empieza a amanecer, terminas en el momento perfecto, ahora su poder ha menguado, y yo he puesto toda una larga noche de distancia entre los dos.

   —¿Y ahora qué?

   —Ahora nada. Has terminado el libro. He de marcaharme.

   —Me gustó especialmente el último, ése en el que un escritor de segunda es utilizado por una entidad alienígena como portal de entrada a nuestro mundo... Ése fue el mejor.

   —No te he pedido tu opinión, chico, yo ya escribí todo lo que tenía que escribir. Tengo problemas bastantes más importantes que la Crítica...

   Miré la portada del libro: aquél Mike Hammer de lo sobrenatural, amenazado por una suerte de demonio. Una ilustración bastante mala, por cierto:

   —¿No ha sido casual verdad? No debía ser cualquier libro. Debía ser este libro... Tienes libros mucho mejores... Pero tenía que ser éste... ¿Me equivoco?

   —Bueno... La mayor parte del tiempo es como llevar una guardería de diablillos traviesos, sabes... Yo los hice de la nada, nacieron y bebieron de mí, así que conozco hasta la última fibra de sus secretos, no es que sea un trabajo edificante pero tampoco es difícil mantenerlos a raya de vosotros... ¿Es el peaje a pagar por imaginar demasiado, tal vez?... Nunca lo he sabido. Y no será porque no haya dedicado tiempo a pensarlo. Si algo sobra aquí es tiempo, porque la misma noción de tiempo no nos es accesible, ni siquiera como abtracción... Sin embargo, a veces se dan circuntancias particulares que lo cambian todo, que dan al traste con el equilibrio de fuerzas y la cosa se complica... De algún modo algunos de ellos se las apañan para, cómo decirlo, mutar, en vuestras pesadillas, bebiendo de vuestros singulares miedos, utilizándolos para crecer, ir poco a poco royendo las cuerdas con las que los atamos, cada cual a los suyos. Entonces la cosa puede ponerse muy fea. Entonces es como si a un detective lo encierran con todos los malditos patanes que enchironó a lo largo de su carrera... ¿Entiendes mejor ahora? Tal vez de ahí, también, el porqué de ése libro por encima de cualquier otro... Aunque en puridad cualquiera de los míos habría servido, si no para hacerte entender a ti, si al menos para hacerme escapar a mí, que en el fondo era de lo que se trataba... Por cierto, cabronaco, he estado mirando tus libros, he visto que no tienes mi serie de «Fhfrd y el Ratonero Gris» completa, te faltan lo menos tres tomos, sólo por eso ya te merecerías una azotaina... 

   —Lo siento, Fritz..., yo...

   —Eso por no mencionar que tampoco tienes una pizca de alcohol, ni tabaco... Qué aburrimiento de vida te traes, muchacho...

   —Sí, ya, Fritz, pero mira, tengo todo eso...—y señalé mis estanterías con la mirada.

   —Lo sé, lo sé... maldito asocial niño quijotesco... Sí, tienes todos esos libros. Estás solo y al mismo tiempo no podrías estar mejor acompañado. Y es mucho. Y es todo. No creas que no lo sé. Y aún siendo todo tampoco va a salvarte de una mierda...

   —Entonces, qué pasará ahora, qué ocurrirá cuando regreses...

   —Ya te dije, creo que va a costarle un tiempo volver a ponerse en mi pista, y para entonces yo tendré preparado algún que otro pequeño as en la manga, algún truco, alguna emboscada, estoy viejo y cansado y cirrótico perdido, compañero, pero yo lo traje a este mundo, es sangre de mi sangre, y creo que aún puedo patear ese espantoso culo un par o tres de veces.

    —Quiere eso decir que le vencerás...

   —En absoluto... Todo lo que yo puedo hacer ya es trampear y ganar algo de tiempo. No estoy para nada más. Se ha hecho demasiado poderoso. El Sol morirá dentro de unos miles de años y la tierra es irreversible esclava de ese mismo destino... No será hoy ni mañana, aún puedo sorprenderlo con un par de buenas prestigitaciones, que sin duda no espera, pero antes o después me encontrará, acabará conmigo... Podré descansar al fin... La ficción es un lugar terrible y pavoroso y nadie en su sano juicio querría pasar aquí encerrado por propia voluntad más dos noches seguidas. Pero al mismo tiempo no querría acabar mi tiempo en otro lugar, esta vez sí para siempre.

   —¿Quieres decir que estás condenado? ¿Que no se puede hacer nada?

   —No lo sé, supongo que mientras haya quien quiera seguir leyendo las historias de este viejo Fritz, quién sabe, puede que siga habiendo un estrechísimo margen de maniobra, un muy pequeño corredor de tiempo, pero no hay que engañarse, todos los hijos ansían en lo más profundo de su ser la muerte del Padre, y tarde o temprano la consiguen, sucede, y ese el orden natural de las cosas, en todos los mundos, incluido el sobrenatural.

   —¿Y si lo consigue? ¿Qué sucederá si lo consigue?

   —Querrás decir cuando lo consiga... Cuando lo consiga, entonces ya no habrá quien lo controle, campará a sus anchas y podrá acceder a vuestro mundo cuando y donde le apetezca y hacer de vuestra alma y vuestra sangre la fuente de su sustento y su vesania... Para cuando lo consiga, debes creerme, más te vale haber pasado a mejor vida, chico...

   Miré una vez más la cubierta del libro, aquél demonio tan mal dibujado, emergiendo de la oscuridad para avalanzarse sobre el viejo y sabio y alcoholizado Mike Hammer de las Tinieblas:—Pero, Fritz...

   —No hay pero que valga ya, debo marcharme, gracias por esta noche... Estuvo bien, muy entretenida, la recordaré mientras pueda... aunque la leche semi me da gases, joder, pero bien, estaba todo muy rico, jeje..., hasta siempre, hasta nunca, ha sido un placer... ¡Ah, y léete ya de una vez mi saga del Ratonero Gris, que es muy buena, hostia, no seas mamón!

   Era su voz, escuchándose cada vez más debil, más lejana, insultándome en última instancia, después de haberse jalado toda mi comida, pero él, el gran y viejo Fritz, fantasma cazador de fantasmas, ya había desaparecido...




enero 06, 2022

La Christie y sus cuentos: tres pequeñas "masterpieces"

   


   Antes que nada, una anécdota coñona: cuando lo mío de la universidad, cada año entrada la primavera se celebraba una suerte de gran fasto, la semana escrituril, es decir, que la pequeña tardociudad se infestaba de escritores que venían a pasar el día, ver ruinas romanas, comer bien, cenar mejor, ducharse en hotel de gratis y distraer champuses, jabones, toallas..., y en el entremés de todo aquello, eso sí, la obligación única y última de rellenar una hora larga el auditorio con sus chácharas, sus disquisiciones y sus ojos y mirar "ser mirados", tan propios de gente isolada. Todo aquello lo pagaba la universidad; aunque en realidad lo sufragásemos los estudiantes. No se debe subestimar nunca la capacidad del alumnado de estudios superiores para dejarse embaucar. Y mientras en las tramoyas de aquel fraude escritores y educadores se ponían hasta el culo y se echaban unas risas, nosotros, los educandos, convertíamos los pasillos en apretadas asambleas de pseudosabiduría intelectual y granos en la cara. Recuerdo una vez una conversación entre un él y una ella, ambos innominados, en aquél ayer y desde entonces, así que seguiré respetando la tradición:

   Ella: ¿Y cuál es la que toca ahora?—torciendo el lindo morro.

   Él: Belén Gopegui, a las cinco...—tenía el programa.

   Ella: Joder, la canosa ésa con cara de suicidio todo el rato, ya me la tragué el año pasado...—vaya ánimo ninguno de disimular su asco.

   Él: Pues si no mola la tipa aprovecharé para seguir leyéndome el Malone muere, del Beckett—con claro aire de "eso sí es una obra maestra, amiga mía".

   Ella: ¡¡¡Uf!!!... Menudas mierdas te metes—porque parecía que no pero la tía controlaba.

   Él: ¡Qué dices, creo que estás equivocada, en serio pienso que deberías probarlo... Si quieres te presto mi ejemplar—en realidad él nunca quiso hablar de literatura.

   Ella: Quita, quita, yo con mi Agatha Christie de por las noches ya voy más que servida, majo—sin duda esa chica llegó lejos.

   Él: ¿¡Ágata Cristi, dices!?... ¿¿¡la de los diez negritos!??—del todo destrempado.

   Y la cosa se escanciaba de este tenor durante idiotas minutos, hasta que la Gopegui se dignó aparecer, no precisamente a las cinco, pero sí en efecto toda ella trasunto de la hemiplejía. Yo estaba allí, escuchándoles todo, registrándolos a ambos dos en mi inselectiva memoria, aunque fuese invisible y mi persona anduviese en aquel lugar como pintada. Yo en los corrillos no participaba nunca. Yo a todo iba de oyente. A las clases. A la vida. De oyente siempre. Si me hablas me pongo rojo y quiero correr. Y suerte que no dije nada, suerte que me callé la bocaza, porque yo en aquél entonces, pedante de mí, inmediatamente me había puesto del bando equivocado. Cómo no iba a ser mejor Beckett que Christie, Godot que Poirot. Ella sin duda pensaba erróneamente o fijo que estudiaba derecho o empresariales. Esta chica-mujer, a todas luces, no sabe de lo que habla... No fue hasta pasados los años que supe cuánta razón la asistía bendita ella y su jóveno pero tan acertado instinto, cuando va y se me ocurre meterme en la susodicha beckettiana trilogía —Molloy, Malone Muere, El Innombrable—, y descubro que no sólo existen libros innominables, existen también libros que no debieran haberse escrito nunca.

   Entonces, Agatha Christie. Hasta aquí todo fue escolio, fue empezar la casa por el tejado, hasta aquí todo esto para explicar que aunque tantos años de mi vida peroré que Agatha Christie no sólo no podía, sino que no debía leerse bajo pretexto ninguno, de cierto tiempo a esta parte me vengo comiendo con patatas, ñam, ñam, todo este mi discursito esnob.

   Ha habido un buen montón de bookstagramers —qué elegante barbarismo— que estas navidades se han leído y hecho la pertinente foto —tampoco sabemos en qué orden— junto a su ejemplar de "Navidades Trágicas" de Agatha Christie. Eso ha estado bien. ¡Mamáaa, yo tamién teroo!, ¡¡¡terooo!!! Pero resulta que busco y rebusco, y se da que éste no lo tengo, ya es casualidad, así que me he tenido que conformar con "El pudding de Navidad", por supuesto en amarillesca (de papel) y supercoloroide (de estupendas cubiertas) edición de Molino, esto sí es un porque sí; a la Christie hay que leerla siempre en Molino.

   "Pudding de Navidad" se edifica sobre tres cuentos ni largos ni cortos, aunque hay quienes las han publicado por ahí, dizque "short masterpieces", a saber:

   El Puddig de Navidad. La más y mejor y muy divertida de la camada. Protagoniza Poirot. Un Poirot ya provecto y cansado y ni ganas ni cuerpo ya para pasar frío, si es que alguna vez los tuvo. Le invitan a pasar la Navidad en una típica villa inglesa y, de paso, resolver un embrollo. Poirot no quiere ir. No quiere pasar frío. Pero le insisten. Hay calefacción. Hay chimenea. Y se jala rico. Poirot se lo repiensa. Poirot es un buenazo. Poirot acepta la Navidad de gratix en casa ajena y además acaba pasando poco frío, frío apenas nada más un poquito al final del relato, ya que lo de la calefacción por lo visto era verdad, y no una miserable patraña para que aceptase el caso. Dicho caso, además, es una tontería. El caso no nos interesa. El relato mola por ver cómo la Christie te recrea los qué y los cómo de una costumbrista y nevada y british navidad en el british campo. Eso sí. Pudding no se pude decir. Bueno, se puede decir pero no se puede escribir. Se tiene que escribir budin o budín, o con "p" (pudin/pudín) si es que el postre es en extremo dulce o meloso. Si escribes "pudding" sale PérezReverte de la RAE a buscarte con el palo...

   La locura de Greenshaw. Protagoniza Miss Marple. El crimen es bastante marciano pero tiene poca sustancia. Pero mola por el título, "La locura de Greenshaw", que no es ni un inédito recién encontrado de Conrad ni es el descabalgar de los cabales de persona ninguna, antes al contrario, que es el nombre de una casa: "Oye, qué pasa, dónde vas tú"... "Pues voy aquí cerca, a can locura de Greenshaw, que me han invitao a café"... Quiero decir: Casa Usher, Hill House, la Locura de Greenshaw... Joder. Eso sí es saber bautizar tu puta casa con prestancia, con estilo, y no lo que hacemos aquí, verbigracia, "Mi gitana", "Lucerito", "Cantora" o "Villa Milagros"... Anda, iros todos a cagar.

   El misterio del cofre español. Vuelve a protagonizar Poirot. De nuevo un Poirot en declive, echando mucho de menos a su sin par Hastings al tiempo que se pregunta en qué coño andaría despistado cuando decidió contratar a la señorita Lemon. El relato entra bien porque te impone un misterio dentro del misterio. Metamisterio. O mejor dicho: un misterio exterior al misterio, orbitándolo. Hay un cadáver metido en un arcón, el cofre español del título, y luego dan una fiesta y se ponen hasta el culo, todos menos el fiambre, se entiende, y el cofre español está ahí, toda la noche, con el tieso dentro y los vivos fuera, y dos de esos vivos son la esposa del muerto y el que se entiende con ella, a la sazón también impulsor de la fiesta, dueño de la casa y por ende del arcón y por ende principal sospechoso. Y tú dices... coño... esto me suena un montón, esto yo ya lo he visto antes en algún otro sitio, y entonces eh voilà que el matamisterio es ponerte a buscar en google qué fue antes, si "The Rope" del Hitchcock o el "Spanish Chest" de la Christie. Es divertido. Yo lo he hecho. Probadlo vosotros. Todo mascado tampoco os lo voy a dar.