John Steinbeck. Si tiro bien de memoria creo que sólo le he leído cosas cortas. Sus ratones y hombres, los vagabundos de la cosecha, tortilla flat, sus crónicas de la guerra. ¿La perla? ¿Llegué finalmente a leer aquel libro? Hay una parte que dice que sí y otra que dice me lo estoy imaginando. Tenía una frase favorita de los ratones, la única de provecho que encontré en todo el libro, pero también la he olvidado. Tendría que ponerme a buscar el libro, a ver si la subrayé o qué hice. En aquella época leía mucho en el bus, y no siempre tenía lápiz o espacio o malditas las ganas de subrayar. Me daba palo.
Como leer sus libros largos y famosos, de Steinbeck: «Las uvas de la Ira», «Al este del Edén»... Me da un palo tremendo. Y una pereza larga también. Me he leído éste, en cambio, «La luna se ha puesto», en apenas dos sentadas, otra cosa corta, una cosa que parece como de encargo, no se la conoce casi, pero que entra la mar de bien, desde luego mucho mejor que los ratones, tan cacareados —basta ya con los ratones, por favor, no es para tanto—, sobre todo si eres, como yo, un maldito pirado de la Segunda Mundial.
Lo escribe Steinbeck durante la guerra, sale en 1942, cuando Hitler aún no han perdido una batalla. No hay nombres reconocibles. Ni localizaciones. Ni colores en los uniformes. No hacen falta: los invasores son los nazis; los invadidos, Noruega. Un pequeño pueblo de Noruega cuya desdicha es poseer una mina de carbón. En la contraportada alguien escribió que el libro es «un alegado contra la guerra». Acabáramos. Para eso no hace falta ni siquiera leerse el libro. Eso es una patochada. La perogrullada de rigor. Tampoco hacía falta.
Steinbeck dice que la guerra te convierte en soldado. Unos dejan de ser hombres para convertirse en soldados. Y los conquistados dejan de ser hombres también. Para convertirse en resistentes. Steinbeck no carga las tintas, claro. Estamos en 1942. Lo del Genocidio está aún por descubrise. Cada bando tiende a su fuente con tanta entereza como resignación, asumiendo sus pérdidas, conscientes de que la terrible coyuntura histórica puede haberlos marcado de manera definitiva, y ya conservar un algo de humanidad en semejante aprieto es prácticamente una victoria. La única victoria posible de hecho. Sólo hay dos personajes negativos, uno por bando; un nazi convencido y un colaboracionista. El primero es un fanático diminuto, como todos los fanáticos; y el otro un ávido de poder. La tara que comparten es la mezquindad, el raquitismo de espíritu.
En el último capítulo el Steinbeck entrenador la caga y cede un empate cuando tenía los tres puntos: saca a jugar a Sócrates desde el banquillo y sus jugadores de repente se ven jugando a un juego que no habían entrenado; el de los latinajos y las palabras labradas en posteridad. Un pegote gordo, en suma; otra cosa que tampoco hacía falta.
En cualquier caso, la mayor valencia de este librito es técnica. No hay descripciones. No hay acción. Sólo hay personajes perfilándose a sí mismos en cada diálogo. Y elipsis. Un condenado y maravilloso dominio de la elipsis.