Los libros rojos de Periférica. No hay un rojo tan intenso como el rojo de los libros rojos de Periférica. Luego ya el catálogo es otro cantar, muy dispar —ya, tío, como cualquier catálogo—, a veces incluso demasiado dispar —lo sé, lo sé, pero es que hay catálogos y catálogos, you know—, a veces incluso un poco como el electrocardiograma de un oligofrénico, con picos muy picos, y valles no tan muy valles, pero sí de tanto en tanto salpicado de algunas ondas muy rarunas y un poco sospechosas y que bien bien no sabes qué carajo pintan ahí. Debe ser ese rojo inimitable. Que lo pone todo patas arriba. Empezando por el consejo editor. Pero es lo mismo, hasta los títulos poco entendibles yo se los perdono a un hombre, Julián Rodríguez, en paz descanse, que tuvo la loca idea de sacarse de la chistera una editorial como Periférica, con sede en Cáceres —no Barcelona, no Madrid—, sí, en Cáceres, y tras más de 15 años de singladura, ahí sigue, editando desde el flanco débil de la periferia los libros con el rojo más inigualable del panorama.
Entonces: «Cómo aprendí a leer»; Libro rojo de Periférica: Agnès Desarthe; ¿Oye tú, quién es esta señora? Ni puta idea, tío. Yo compré el libro por la chica guapa de la portada. Aunque se ve que en Mondadori y en Francia hay quien la conoce. Hostie Pute. Qué cosas...
¿Desde dónde se lee? ¿Desde dónde se escribe? ¿Desde dónde se decide qué siguiente libro se lee cuando tu biblioteca hace años que supera tu espectativa de vida? ¿Desde dónde se opta o no se opta por escribir un qué se yo sobre este libro y no, por ejemplo, sobre todos estos cualesquiera otros de más allá, muchísimo mejores, mirándote además adustos y como ofendidos?... Los dos primeros interrogantes son de Agnès. Los otros dos son míos. Ninguna respuesta asiste a ninguno de los cuatro, sin embargo.
Conque a falta de respuestas para tan esquivas interrogaciones me voy a limitar a pespuntear tal que cuatro apostillas y/o notas al desmargen, que la neurona no me da esta noche para más:
Apostilla nº 1: La cubierta. La chica de la cubierta. Me encanta la chica de la cubierta de este libro rojo de editorial Periférica. Con ese abrigo blanco u ocre trinchera o no sabemos bien si pelliza o gabán, el hatillo sembrado de libros, el pelo hecho un nido dulce de pájaro, los dientes grandes y blancos, los ojos enormes y las cejas dibujando el desafío, y sobre todo ese ceñito fruncido, tan a la par incrédulo como remiso; como queriendo decirme: «¿Tomar un café? ¿Ahora? ¿Tú y yo? ¿Debes estar de guasa, tío? ¡No ves todo lo que tengo que estudiar para el examen de mañana!». Qué lástima. No pudo ser...
Apostilla nº 2: En mi cabeza este libro se divide en tres partes. Y la primera, que abarca desde el párrafo inicial hasta la página 87, es tan inútil, tan perder el tiempo como el que yo mañana le vuelva a pedir para tomar café a la chica del hato de libros, me va a seguir dando calabazas sí o sí... Agnès Desarthe nos cuenta su tierna infancia y su ya no tan tierna adolescencia, y aprovecha para intentar explicar por qué no le gustaba leer... En general me toca mucho las narices la gente que te asegura que es capaz de recordar, por ejemplo, cuándo se trago el primer moco... En la vida. En la literatura. Me da igual. Si te lo cuentan o te lo escriben o te lo dictan. Os odio a todos y no os creo a ninguno. Nadie recuerda esas mierdas, joder. Yo el recuerdo más viejo que conservo es de cuando tenía cinco años ¡y lo recuerdo porque me estaba ahogando!... Y otra cosa que en general me toca mucho las narices son las típicas empollonas atacadas de falsa modestia. Sí, esas que te salen del examen gritando: «¡Joder, tía, fijo que he suspendido, tía, ¡¡¡me ha ido HIPER-MEGA-MAL, TÍAAA!!!», y luego salen las notas y le cascan un 9... Pues la buena de Agnès no sólo tiene la memoria de un elefante, también tiene esa clase de nefanda falsa modestia que es capaz de explicarte, como si la cosa no fuese con ella, que a pesar de no leerse un puto libro en toda la enseñanza obligatoria, la tía, ahí va, aprobándolo todo la mar de bien y hasta sacando buenas notas. ¡Así que imaginaos qué no hubiese podido ser de mí si me hubiese gustado leer ya desde el feto, amigos! En fin...
Apostilla nº 3: La segunda parte es la divertida, porque es cuando a la Desarthe se le va muy pero que muy mucho la castaña y expone su particular teoría de por qué no le gustaba leer, aunque ella misma parece no tenerlo demasiado claro, así que primero te dice que si fue porque la sombra del francés era demasiado alargada, después que si el loro de Flaubert pesaba demasiado, después que si su padre fue un judío y un apátrida, más tarde que si la culpa fue de los nazis —cómo no, ya tardaban en salir los nazis—, y después, ya para acabar, que no, que los nazis sí, que también, que cómo no, los nazis, los nazis claro, los nazis siempre, pero no, resulta que del todo no, que la culpa primera fue del miedo de ser chica entre tanto chico, no fuesen a meterle mano justo ahí... Menudo festival para no reconocer que era tan vaga que cuando veía un tochanaco de más de 400 páginas se le caían las bragas de aburrición... Eso es como decir que en mi casa he acumulado más libros que pelos suman mis cinco gatos porque cuando era pequeño mi padre me decía que leer era perder el tiempo y tirar el dinero, pero en realidad no fue por eso, fue por tener que meter los libros a escondidas en casa, como un delincuente, pero no, si lo pienso bien, en realidad fue por los nazis, que los quemaban —cada libro que meto en mi casa es un libro que salvo de las garras holocáusticas de los nazis de mi tiempo—, pero si lo pienso aún mejor, entonces la suma me da que no es por eso en realidad que los acumulo, sino porque cada libro que compro es como una promesa de tiempo futuro, y mientras tenga libros por leer seguiré teniendo futuro, es decir, que no palmaré ni espicharé ni me quedaré vegetal, cuando en realidad lo que pasa es que tengo un Diogenazo encima que no hay por dónde cogerlo... Quiero decir. Toda esa mierda, Agnès, no lo discuto, podría llegar a ser verdad, cualquiera sabe, y sobre todo en tu cabeza, pero... ¡quién cojones crees que va a creerte!
Apostilla nº 4: La tercera y última parte del libro es la buena, que es donde Agnès se deja de pajas mentales y nos cuenta dos verdades buenas y guapas sobre el meollo éste de la escritura y el meollo otro de la literatura, son apenas las tres o cuatro páginas finales, que bien valen la lectura de este libro, a pesar de toda la majadería precedente, que es bastante —sobre todo si no eres judío—, eso sí, siempre y cuando conserve a la chica guaponga del hatillo de libros de la cubierta, a ver si un día de estos se acaba estirando y se aviene a un café. Pero si me la cambias o me la quitas, ya te lo puedes confitar, el libro, con su rojo inconfundible Periférica y todo.
El Jekyll: «Pero, tío, tanto rollaco y al final no nos vas a decir qué dos verdades buenas son ésas...»
El Hyde: «Pues no.»
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