Los hay que creen en Dios y los hay que creen en Satanás. Luego están los que creen en Nada, pero que entienden la nada como algo con el suficiente contenido y espacio y ausencia de vacío como para albergar cuatro letras, como poco, a veces una de ellas mayúscula inclusive, lo que no deja de ser —como creer en Dios o hacerlo en Satanás— una pura arbitrariedad. También están los recién enamorados, que creen en el Destino, y están los recién desenamorados que juegan la carta de su fe en la Justicia Poética (la propia, cada uno la suya). Y bueno, también estaba el replicante Batty, que creía en el Dios de la Biomecánica; y estaba Stanislaw Lem, que creía en el Océano de Solaris, que todo lo podía, pero sin llegar a comprender nada, Solaris y Lem y el autismo divino incluidos; y también estoy yo, y tanta gente como yo, que sólo creemos en los libros... Quién no necesita algo sobre lo que apuntalarse para enfrentar la embestida del absurdo.
Releyendo «El cuaderno rojo» de Paul Auster por accidente, por desmemoria, por jugarreta editorial, ¿tal vez incluso por casualidad?, cualquiera sabe. Estoy en la librería y tengo el cuaderno rojo en las manos. Sé casi seguro que debo tenerlo en casa. Y no sólo eso, es de los que debo haber leído. Me suena damasiado. Es decir, que no recuerdo una maldita palabra ni la cubierta me suena en absoluto, pero la sensación es de completo déja vu. Al final decido llevármelo a casa, sin acabar de tenerlas todas conmigo, pero qué demonios, es Paul Auster, y en efecto, es llegar y comprobar que lo tengo y lo he leído, hace la tira de años, eso sí, pero que la cubierta no me sonaba por algo, y ese algo es que el cuaderno rojo que yo leí formaba parte de un libro más grande, «Experimentos con la verdad», cuya cubierta, obvio, en nada se parece a la del libro que acabo de comprar... A mí con las cubiertas de los libros me pasa un poco lo mismo que con las jetas de las personas: puedes decirme tu nombre y olvídarseme cómo te llamas en menos de cinco minutos, con el día de tu cumpleaños lo mismo, qué le voy a hacer, pero tu jeta es otro cantar, tu jeta voy a recordarla clara y meridiana hasta la tanda de penaltys del día del juicio final.
«El cuaderno rojo» data de 1993. Para ese entonces Paul Auster ya lo ha petado con su «Trilogía de Nueva York» y es uno de los autores del momento, los editores llaman cada día a su casa pidiendo más madera: «¿Tienes algo, Paul?..., ¡Por Dios, dame algo nuevo, Paul!»; «No tengo nada nuevo ahora mismo, estoy trabajando en ello... Tal vez si no me vinieras cada puto día con el mismo sonsonete podría terminarlo...»; «¿Y en los cajones, Paul?..., ¡Ya miraste bien en los cajones, Paul!»; «¡Maldito bastardo!... Dónde estabas hace diez años cuando me moría de hambre...». Pese a todo, el bueno de Paul rebusca un rato entre sus cajones. Los escritores son gente extraña. Sus cajones nunca contienen calcetines, calzoncillos ni camisas de invierno. Todo eso lo guardan en otro sitio. Los cajones de los escritores siempre guardan manuscritos... Sabes que estás ante un tipo peligroso cuando vas a su cocina, como buscando el azucarero, abres un bote en el que, por descontado, pone «Azúcar», pero miras dentro y hay unos gallumbos: «Coño», te dices, «este tío también escribe...». Pero estábamos con el bueno de Paul, que en el ínterin vuelve del registro de sus cómodas con un cuaderno debajo del sobaco: «Tengo esto, aquí escribo mis mierdas sobre la casualidad, las potras que me van pasando, pero no es gran cosa, son apenas 70 páginas chochas, te lo mando y déjame en paz los próximos ocho meses, ¿capice?, es un cuaderno rojo, titúlalo "El cuderno rojo": hoy no estoy para improvisar...».
Y así es, el cuaderno rojo éste son los estrechos infolios en los que Auster nos habla de lo suyo del azar, las coincidencias, potras y serendipidades que en jalonando sus días, dieron poco a poco en formar el cuerpo sobre el que edificaría su narrativa, su éxito y su cháchara... En el mundo de Paul Auster nada es causal, todo es azar, sólo que cada azar precede de un azar anterior a la vez que antecede a un azar subsiguiente, de forma que que cada azar concreto y aislado, todo y contener en potencia todos los demás azares infinitos, sólo conduce, ulteriormente, a un otro azar concreto y aislado, y así hasta la náusea, la muerte o el asteriode que nos jubile. Aunque desde que Einstein es Einstein y hasta se ven por ahí quienes lo llevan estampado en sus camisetas —a Einstein—, todo es relativo y todo depende del tiempo y la velocidad y también de la distancia entre el observador y lo observado. Así las cosas, qué tremendidad, podríamos hablar de que un azar dado, observado allá, bien puede preceder de un azar, aquél, y anteceder a otro azar, esteotrodeaquí; pero en cambio ese aquelmismoazar primero, observado desde acullá, bien podría preceder de un azar futuro, tercero o quinto o eneazares, sin óbito de los sucesivos, innúmeros y a todas luces paradógicos y contravenidos azares, que de semejante trifulca y encadenamiento de potras pudieren devenir.
Claro que hay potras buenas y potras malas. Las buenas te hacen avanzar, las malas te acaban conduciendo siempre a la farmacia y/o a la licorería y/o al petril de un puente. El austeriano secreto de la vida consiste en no sucidarte ni dejarte aplastar por el hoyo de las malas potras, sobrevivir mal que bien a ese impasse de inconquistable negrura que separa una potra buena de la siguiente, escribirlo después, y ya luego lo demás lo vas dejando en las tahúres garras del editor de turno. Y así es como va uno medrando —si es que sabe fintar primero y darle a la tecla después—, y pasa del Paul Auster muerto de hambre —«a no ser que en las próximas tres horas me acontezca una buena potra, esta noche no tengo ni para cenar»—, al Paul Auster exitoso-escritor-recolector de manuscritos cajoniles —y lo que te rondaré morena.
Pero, ojo, llegados a este punto supongo que tampoco no será casual que yo me haya dejado engañar, es decir, comprado por segunda vez un libro que ya tengo y he leído; tal vez la austeriana Deidad de la Potra quería que lo releyese con aún no sabemos qué casuales fines; o mejor aún, quería que llegase a la conclusión de que uno y otro cuaderno rojo, titulándose igual, no son el mismo libro, aunque eso sí, niguno de los dos sea rojo, que son los dos amarillos, pero es que don Jorge Herralde es ansí... Y me explico:
El cuderno rojo, Panorama de Narrativas nº 299 —el que yo compré y releí hace unos días—, contiene traducción y prólogo de Justo Navarro, mientras que el cuaderno rojo inserto en «Experimentos con la verdad», Anagrama Compactos nº 325 —y que leí hace la friolera, brrrr, Santo Cristo, 17 años—, mantiene la traducción pero no el prólogo. Esta diferencia es esencial, ya que ni por asomo son ni pueden llegar a ser el mismo condenado libro.
Lo que en principio, y CAUSALMENTE, podría parecer una treta de maese Herralde para engordar artificiosamente el raquítico volumen del austeriano cuaderno: «Justo, querido, te pago la traducción y un prólogo, además, que la cosa austeriana esta no llega a las 70 páginas», no es tal, pues Justo no sólo es traductor, Justo es escritor, Justo también guarda sus calvinklein en el azucarero, de modo que junto con la traducción le envía también el prólogo; un prólogo que es más largo que el propio cuaderno; «Justo, querido, te has pasao tres pueblos, macho, métele tijeretazo a tu cosa o no ves un duro»; y Justo le mete tijera, a disgusto pero se la mete, Justo, a su prólogo más largo que el propio cuaderno de Auster, ya que Justo, a la sazón escritor, como ya hemos dicho, necesita también comer, como cualquiera, o lo que es igual: no por guardar el azúcar en un cubo bajo el fregadero deja de tener, Justo, necesidad de endulzarse el café de tanto en cuando.
Tenemos de este modo que, pese a todo, pese al tijeretazo, pese al disgusto de Justo y el frotar de manos de don Jorge, tenemos CASUALMENTE un libro mejor que el libro primigenio, ya que adherida a la cháchara de Auster sobre la potra tenemos la cháchara de Justo, que todo y que parece que quiere venderte la moto de Auster, en realidad no, en realidad te está vendiendo la suya, su particular moto y la cháchara suya sobre los dobles. ¡Oh, milagro! ¡Oh, poderoso contuvernio de fuerzas secretas y feraces! ¡Los escritores y su cháchara! ¡Dos murgas por el precio de una!
En conclusión de lo cual nos encontramos con que, CAUSAL o CASUALMENTE, tanto da que da lo mismo, tenemos un cuaderno rojo austeriano precedido por un prólogo justoniano y un invisible —aunque tácito— ultílogo. Esto es nuevo. «Ultílogo». Esto es todo un hallazgo, un requiebro, una sinrazón... Prólogo y ultílogo son uno y el mismo, coinciden en todo salvo en los tiempos. Se le llama «ultílogo» porque es lo último que lees antes de cerrar el libro; es decir, te acabas el cuaderno de Auster y te vuelves a leer el prólogo de Justo a renglón seguido. No me preguntéis por qué, pero es cierto, por algún extraño motivo el ultílogo invisible forma parte indivisible del libro, te lo acabas leyendo sí o sí, sucede de esta manera...
En el susodicho ultílogo, Justo te dice que un escritor no es más que un impostor, por destino o por azar, tanto da, pero impostor. El escritor recrea la realidad para impostarla e impostarse, para mentirte mientras se agacha, se esconde, huye de sí mismo pretendiendo que lo que quiere es encontrarse: la verdad está ahí afuera, colgando de la nada, y el escritor-impostor, verbigracia, Paul Auster, coge esa masa de pan y la malea a su gusto hasta convertirla en el pan de la mentira, el cruasán o madalena de la ficción. Después viene el traductor, verbigracia, Justo Navarro, que es otro impostor, y que imposta, además, sobre la impostura del primero: de modo que ya lo que te llega ni siquiera es el pan o el cruasán de la realidad, ya lo que tenemos es directamente la bollería industrial de la invención y el phoskitos de la falsedad... ¡Esto vuelve a ser genial! ¡Es una puta mierda y a la vez otra puta genialidad! Porque ahora, casual o causalmente, no me va a quedar otra que leer «El doble del doble» —la novela de Justo, no la de Grahama Greene—, esto es, la impostura y mentira y cháchara suya, de Justo Navarro —saben ustedes que siento debilidad por lo suyo—, sobre el mito del doble y lo reflejo y lo recíproco, y en general sobre todo lo que orbita subrepticiamente en torno a lo doppelgänger y lo William Wilson.
Y si el escritor nos miente en primera instancia, cociéndonos la masa, el traductor nos miente en segunda, inyectándole el colesterol, lo que hace después el lector, escrito o no, publicado o no publicado, es más o menos lo que habéis estado leyendo hasta aquí, la sucesión natural e intestinal del Azar como deidad, la Potra como invención y la Literatura como bendito oficio de trileros... Así que mejor ya ir tirando de la cadena.
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