Resistencia en el flanco débil

diciembre 29, 2012

Napoleón Bonaparte, "le petit" facedor de viudas...

 



   Hoy toca una de hostias, de batallitas guapas, de sangre a borbotones (¡ese Rafa Reig!). Se titula «La batalla». La escribió Patrick Rambaud (que no Rimbaud, ojito). Y se llevó un buen fardo de premios franceses, entre ellos la Muñeca Chochona, o sea, el Goncourt. Esto no es de extrañar, pues es una novela en la que todo, desde la pólvora hasta las boñigas de la caballería, es y huele a francés. ¡Vive La France! ¡Vive Le Cocq Esportive! Pues que vivan...

   Vencer sólo da algo de lustre y de gloria a la larga y una cantidad infame de dinero a la corta, eso de la oficialía para arriba, claro, ya que se entiende que de la oficialía para abajo, se pertenezca al ejército que se pertenezca, lo suyo es perder siempre, sí o sí, y también espicharla la mayoría de veces. La guerra es y ha sido siempre ansí.

   Pero vencer, como decía, no tiene épica. La épica, camaradas todos, está en la derrota, la debacle total, y también, por supuesto, en la retirada... ¡Eso es poesía! Por ello todos los libracos de batallitas que se precien de semejante nombre cuentan siempre el desastre y la calamidad. Da mucha más cancha. Queda más fetén.

   «La batalla» del Rambaud, Patrick, es uno de esos buenos libracos de sangre y fuego que se precian de semejante nombre.

   En concreto: este novelo narra la primera derrota de Le Petit Cabron, alias Bonaparte, y su Grande Armée, en Essling, Austria, a orillas de un Danubio que no era azul, au contraire, mon ami, que bajaba el hijo puta crecidísimo, bestiajo y asesino a más no poder, y con más barro y escoria que agua. Corría el verano del 1809, o sea que ya hacía más de un año que Goya disfrutaba de los royaltis de sus fusilamientos...

   Lógicamente, al ser Rambaud francés, no llama a Napoleón «Le Petit Cabron», esta licencia sólo se la permite el jocundo Pérez-Reverte —si ustedes son asiduos a estas letras de mierda mías, ya habrán podido comprobar que yo a Arturo lo amo y lo odia a iguales partes y ambas caras de la moneda al mismo tiempo—, que duerme, Pérez-Reverte, como decía, siempre con un ojo abierto y un arcabuz bajo la almohada, ¡voto a bríos!... De todos modos, aunque no lo llame cabrón con todas sus seis letras, no es ello óbice para que Rambaud, repito, francés y compatriota, sin llegar el exabrupto, retrate al Emperador como lo que fue: un megalomaníaco y redomado cabronaco, hacedor de viudas. Para que luego digan que a los franchutes sólo les pone el chovinismo.

   La narración batallesca está muy bien, te mete en harina, hay múltiples decapitaciones por bala de cañón y miles de desmembramientos y balazos en la sesera. Casi se sienten como propias la sensación de asfixia y desorientación en mitad del humo negro, la pólvora, la sangre y los gritos desesperados de dolor y de agonía. Mención aparte merecen los pasajes en que entran en juego los médicos de campaña, cuya obsesión no es otra que la de amputar miembros serrucho en ristre. Todo muy reconfortante y como para acompañar las comidas.

   ¡Qué tiempos aquellos, señores! ¡Qué tiempos! ¡Cuando había hombres!

   ¡Ah! Y también sale Henri Beyle, que todavía no se había convertido en Stendhal, pero ya andaba tomando notas todo el rato en la moleskine. Como en el fondo ya intuía que la Historia de la Literatura lo reclamaría para sí, el tipo se las empesca todas para estar como a tres kilómetros de la bala perdida más cercana, el muy tunante, eso sin descuidar la labor de levantarle la novia a su amigo y pintor e ingeniero de puentes-chapuza, Lejeune. Qué tipo el Stendhal este, un truhán...

   El mejor momento del novelo sucede cuando el moribundo mariscal Lannes le dice a Napoleón que acabe ya con esa guerra, que es todo un absurdo, que se dé cuenta de que ninguna masacre semejante conduce a nada... Napoleón, por supuesto, se pasa el consejo por el forro de su úlcera (¡Sacrébleu!). Luego el lucido espicha y Le Petit Cabron sigue a lo suyo, descalabrando el mundo...

   Es el instante en que vemos claro que todo gran poder lleva consigo una grandísima necedad.

   Y ya. 

 


 

No hay comentarios: