En lugar de irse de putas o zumbarse la semanada en la tragaperras, Roland Topor era mucho de juntarse con individuos que respondían a nombres tales como Alejandro Jodorowsky o Fernando Arrabal, y con ellos formar vanguardistas contubernios. De semejantes singulares compañías bien pueden colegirse el carácter malsano y las enfermizas texturas que dimanan de este libro novelesco, primero suyo, de título Le Locataire Chimérique, que narra, así a trazo grueso, las desventuras de un pobre desgraciado, aspirante a Kafka, aspirante a Samsa, que es cambiarse de piso y tornarse mochales de la cabeza, o lo que es lo mismo, despertarse una mañana de un sueño intranquilo y darse cuenta de que, en lugar de insecto, se ha transmutado —o lo han transmutado— en brioche, en bollo. Una transmutación que, inducida o no, eso queda en el aire, es, por tanto, y también, un trasvestismo. Y por ahí va el asunto.
Peripecia fantástica y caso policial de terror, esta novela es un portentoso tres en uno alucinoide, al mismo tiempo una historia de conspiración, de posesión y de enajenación. Su tarado protagonista, el infeliz Trelkovsky, parece realmente ser víctima de tres horrores simultáneos y solapados; de un lado, una conspiración diabolique de sus nuevos vecinos para acabar con él; del otro, la posesión del espíritu fantasmático de la anterior inquilina de su nuevo piso, empeñada en que imite sus trágicos pasos; finalmente, y no por ello menos en el centro, el proceso de enajenación irreversible, alucinado y pesadillesco, en el que se abisma su mente desquiciada.
Roman Polanski, filmó su adapatción cinematográfica, Le locataire (1976), rayando a gran altura, sobre todo en lo tocante a onirismo macabro, muy fiel a la literalidad del libro, pero sacrificando gran parte de su fondo. Obsesionado, como tiene por costumbre, por los estados mentales quebrados, Polanski puso todo el acento en el proceso de locura del protagonista, obviando el de la posesión ultraterrena y descartando por completo el aquelarre conspiratorio vecinal. La cosa alargaba para mucho más.
Precisamente la esencia del texto de Topor reside y se cimenta en esa conspiración vecinal que a la postre propicia el resto de horrores y defenestraciones. El inquilino, le locataire, es quimérico porque nunca llega, no puede ser El Inquilino, un ideal imposible de convivencia que el resto de sus vecinos, ese infierno que son los demás, pretenden de él. Hombre o mujer, tranquilo o escandalera, da igual, nunca será suficientemente bueno, siempre será mejor un malo conocido que un bueno por conocer, y al malo ya lo suicidamos por la ventana. No hay caso.
Mientras que en el típico argumento dopplegänger el doble es creado o invocado para sustituir y eliminar al original, en El Quimérico Inquilino asistimos a un desdoblamiento diverso y divergente: es al doble al que se trae a la vida una y otra vez, cíclico y sisífico, después de eliminado su original, sólo para volverlo a eliminar, aun a sabiendas de que toda copia, cualquier doble, no ha de servir de modelo. Se le trae con el único fin de poder destruirlo, para poder expiar en su caída todos los defectos que nosotros no queremos sentenciar en carne propia.
Impostura en el rellano e infierno de puertas adentro, todo aquél que ha padecido vecinos leerá esta novela con fruición y malicia, igual que todo aquél que la lea sabrá que él es también una quimera molesta y una falacia necesaria para sus convecinos. Da para echarse unas risas negras.
De igual modo, todo aquél que crea a pies juntillas que Hemingway y Woody Allen son unos iluminados, no debería dejar de saltarse el film de Polanski, no sea que descubra, no sólo que hasta Isabelle Adjani puede parecer fea, también que París bien puede llegar a ser una mierda...
Le Locataire (1976) de Roman Polanski
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