Era la noche del fin del mundo y yo había quedado con Felisa, mi novia, para pasarla juntos, abrazaditos, acarameladillos y, si se terciaba y había lugar, echando nuestra última canilla al aire crepuscular. Era, como decía, la noche del Apocalipsis, y yo llegaba tarde a mi cita, entre otras cosas, porque me había quedado enganchado jugando a la consola, ametrallando boches junto al puente de Arnhem... Volé con el coche sobre las calles desiertas y cerca anduve de matarme hasta en tres ocasiones. Imaginen qué disgusto, mi madre, si llega a enterarse de que espiché antes de la gran Hecatombe y además de muerte no natural... Cuando llegué a su portal y pegué un timbrazo, dos, al tercero ya me salió gritando la vieja del quinto, bruja donde las hubiere, que a qué coño venían esas prisas a aquellas alturas de Humanidad, ¡habráse visto!, ¡sinvergüenza!, ¡alcornoque!, ¡gañán!... Miré el reloj mientras la vieja me bañaba de improperios: pasaban cincuenta minutos de las once, exactamente cincuenta, y yo arrastraba como hora y media de retraso sobre la hora fijada. Todos los científicos del Mundo habían coincidido en vaticinar el fin de los tiempos, el pedroncio estelar, para aquella misma medianoche, lo que implicaba que el Armaguedón, el Gran Silencio, la Rehostia Puta Consagrada se nos vendría encima más o menos en diez minutos... Solté un bufido y se me levantó el flequillo. Justo entonces me contestó Felisa, toda ella eufónica dulzura, toda ella silábica beldad, por el telefonillo: "Cariñoooo, aún ando maquillándome... ¡Dame sólo quince minutos, eh! ¡Muá!"... Así que aquello fue todo.
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