«La torre negra». El primer libro que leo de P. D. James es esta torre negra. Primero también que leo de Dalgliesh, «su personaje» insignia. Me han gustado bastante. Los dos. Creo que repetiré James y repetiré Dalgliesh. Hay quien me dice que no he escogido precisamente la mejor de una ni del otro, que «las hay mucho mejores, ya verás»... Bueno. Probablemente. Seguramente es así. De hecho tengo cuatro o cinco más por aquí rodando, a la espera. Pero igual que hay veces que vengo aquí y suelto que me he leído éste o aquél libro, muy a pesar de sus discutibles cubiertas, hoy debo reconocer que me inicié en el tándem James/Dalgliesh, precisamente, por su ilustración de cubierta (Editorial Versal, nº 11, Colección Meridianos), esa torre negra recortándose sobre el resplandor amarillo de un sol ennubecido, tal vez crepuscular, quizá mañaniego, el mismo amarillo que nos desafía, como un interrogante tenebroso, desde sus ventanas, todavía encendidas pero encerrando el misterio: la vena gótica que recorre de arriba abajo mi entero genoma no podía por menos que abalanzarse sobre ella...
Cabe decir que a la postre ni la torre negra ni los misterios que encierra la novela son para tanto, ni por supuesto están, en lo que a atmósfera refiere, a la altura de tan impactante cubierta, pero eso debe traernos sin cuidado si la operación, al cambio, nos ha descubierto a una narradora como P. D. James y un personaje como Adam Dalgliesh, aunque sea en una de sus no tan logradas aventuras.
Por lo pronto, el estilo de P. D. James está decididamente muy por encima de la media del género en el que se mueve, brillando con luz propia en la creación de personajes y la descripción de sus emociones y reacciones.
Adam Dalgliesh, el policía que escribe poesía sin hablar en ningún momento de que escribe poesía, inteligente, tranquilo, distinguido sin ostentación, astuto sin artificio, me parece una creación con difícil parangón dentro del género, y creo que seguiré sus pasos mientras siga sin hablar de que escribe poesía, o aún peor, que en alguna de sus aventuras suceda que él mismo o a algún otro se le ocurra tener el mal gusto de ponerse a recitar de viva voz alguno de sus versos.
En cuento a la torre negra, libro al albur de cuanto todo esto se desliza, se me ocurre una teoría peregrina, seguramente sin ningún fundamento más allá de mi paranoia, y es que a todos los escritores de éxito, antes o después, les llega el momento de la fiebre de querer asesinar a su hijo más popular, es el famoso síndrome Holmes-Doyle. Algunos lo intentaron, sin éxito, como Doyle; otros, la mayoría, nunca se atreven a dar ese paso; hay quien, como Stephen King, escribió una de sus mejores novelas, «Misery», fabulando qué siniestras consecuencias podría llegar a tener para el autor matar a su gallina de los huevos de oro; y luego está P. D. James, quien escribió una novela, «La Torre Negra», única y exclusivamente para que fuese el propio Dalgliesh quien decidiese si quería seguir en la brecha o había llegado el momento de colgar las botas.
En este sentido, y si esta absurda teoría participa de un algo de verdad, no es de extrañar que en la torre negra de marras, argumentalmente, no suceda nada realmente excepcional, ya que la torre negra sólo tenía significado para el propio Dalgliesh, quien, enfrentado ante el símbolo y desafío de su adiós y de su ocaso, la torre negra, el retiro, el largo pero no tan largo pasillo de la muerte..., debía decidir si aceptar o no con resignación el principio del fin de sus días.
No se me ocurren demasiadas formas mejores de amar a un personaje que dejándolo ser dueño de su destino, aun en el más bajo de sus momentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario