Cărtărescu es muy bueno en lo suyo, eso deberíamos tenerlo claro, deberíamos saberlo, él lo sabe, lo tiene asumido, por eso es que se permite juegos intempestivos con la página en blanco como El Ruletista, librillo de apenas 60 páginas que es en sí una muy pequeña y muy bien engrasada máquina de miseria y fatalidad, en forma de revólver cargado, y que a la vez demuestra que el relato corto, cultivado con maestría, puede alcanzar cotas de tensión e intensidad que muy difícilmente se dan en la novela.
La historia de El Ruletista es la historia del hombre con menos fortuna del mundo, que no fue en la vida capaz de ganar una sola partida a ningún juego, una sola apuesta, ni siquiera a las canicas, cuando chico: cero sobre cien, cero sobre mil, cero sobre todo: nada de nada. El Hombre sin Estrella. Sin Buena Estrella, se entiende. Así, con mayúsculas. El hombre que vivió toda su vida tan al extremo opuesto de la fortuna que terminó por caer del otro lado de la potra; se hizo invulnerable en el juego más peligroso, tantas veces mortal: la ruleta. La ruleta rusa... No importa cuántas veces se exponga al juego, cuántas veces apriete el gatillo del revólver que apunta a su cabeza. La bala fatídica nunca está en la recámara. La bala fatídica nunca lleva escrito su nombre. El Ruletista siempre sobrevive al juego mortal porque el Ruletista es el hombre con la peor suerte del mundo, y el que al fin consiguiese volarse la tapa de los sesos significaría una Victoria, escapar de una vida, la suya, miserable y derrochada; su primera y última victoria, y hay un Aciago Demiurgo, un Azar malévolo, empeñado en que eso no suceda. Casi pueden oírse sus carcajadas mientras lees... Parece decir: El Ruletista, como todos los seres humanos, esos diminutos, morirá, sí, pero no cuando él quiera -cuando ellos quieran-, sino cuando yo lo decida.
El mundo de Cărtărescu es ruin y cruel, desesperado, y su forma de manejarse a través de los párrafos tiene también algo de maquiavélico. Cărtărescu se sabe, en cierto modo, amo y señor de la narración, y se recrea jugando con el destino del Ruletista, primero, y con el corazón de los lectores después, en una suerte de lirismo trágico, morboso, que no por apelar a los instintos más truculentos deja de proyectar sobre el texto altas cotas de calidad literaria: la belleza hipnótica y nauseabunda de una orquídea negra y carnívora.
Al fin y al cabo, tal vez el mensaje que se mueve en los intestinos del lector tras el cuento de Cărtărescu, que se asienta en su cerebro, que tan poderosamente capta su atención y su emoción, no sea otro que esa más que vaga sospecha de que lo imposible podría llegar a suceder en cualquier momento: la abdicación de la tiranía de la probabilidad y de la matemática; que dos más dos no tienen por qué ser cuatro siempre. La posibilidad, más que la certeza, de que tal vez exista un Algo allá arriba, pasándoselo bomba a costa de nuestro libre albedrío, jugando con cartas marcadas, y que en efecto, si quiere, cuando quiere, puede más que las leyes de la Física y de la Naturaleza... Que hay un Dios, en definitiva, aunque sea a nuestra imagen y semejanza, y por lo tanto perverso.