Hace tanto que leí El cartero siempre llama dos veces que podría decirse que Galatea es prácticamente un nuevo bautismo de fuego en lo que respecta a James M. Cain. Si mi memoria no falla —seguro que sí, pero qué le voy a hacer si no hay año que no pase para mal— Galatea sigue más o menos la misma estructura que El cartero, el más famoso de sus libros —y según leo por ahí, la misma estructura que la mayoría de sus demás libros—, sólo que con final feliz —¡pues vaya!— y entre medias no hay sexo turbulento —¡pues váyase usted a la mierda, Mr. Cain!—... Aunque de todos modos ahora no recuerdo bien si había sexo turbulento en la novela o es que mi cabeza sicalíptica lo saca de la película de Bob Rafelson, ya saben, aquella con Jack Nicholson sobándole la entrepierna enharinada a Jessica Lange en primerísimo plano, conque tampoco me hagan mucho caso...
El tema es que hay una tía buenorra y maciza que al principio está gorda como una vaca, que hace las veces de Galatea, y hay un tipo joven y duro y resultón, experto además en dietas de adelgazamiento, que hace las veces de Pigmalión, ambos se enamoran, ojo al dato, sólo cuando ella ha dejado de ser una gorda mórbida para pasar a ser un superbollicao, de modo que el marido viejo y mezquino de la exgorda sobra en la ecuación. También hay un gato de por medio, como debe ser, aunque casi no sale y apenas se le ve, sólo se le oye y ése, su maullido, termina por resultar el meollo del asunto, turbio o no.
Mola y no. Me explico: que está bien que el señor Cain demostrase libro tras libro que se podía contar una historia en 150 páginas, aunque esa historia fuese siempre la misma; el problema te viene cuando resulta que tocas techo con tu primera novela, ¿qué más te queda entonces por contar que no se haya de convertir en eco? Bueno, quizá haya que darle alguna oportunidad extra: como Mildred Pierce, Pacto de sangre, Doble indemnización o Ligeramente escarlata. No sé.
No deja de tener su gracia que el personaje principal y narrador de Galatea, Webster Duke, exboxeador fracasado, se pase la novela conectando directos al aire, fallando uno tras otro todos sus intentos de noquear al marido de la antigua gorda, ahora supermodelo. Algo así como una suerte de sparring cegato intentado tumbar un tentetieso. Porque esta novela deja ese mismo regusto en el paladar: blandengue, dulzón, desbravado, gancho al aire, cartucho de fogueo...
Raymond Chandler, que a juzgar por el tono de su cartas poseía un espíritu esencialmente cabronoide y un sentido del humor de lo más hiriente, dejó para la posteridad esta perlita sobre James Mallahan Cain, de la que se desprende que ambos se tenían en alta estima, a la vista está:
"Y sobre todo, quizá, en mi mente sensible, espero que llegue el día en que no tenga que ver mi nombre junto al de Hammett y James Cain, como un mono de organillo. Hammett está bien. Le concedo todo. Hubo una cantidad de cosas que no supo hacer, pero lo que hizo lo hizo excelentemente. Pero James Cain... ¡por favor! Todo lo que toca queda oliendo a chivo. Es en todos los detalles la clase de escritor que yo detesto, un faux naïf, un Proust en guardapolvo grasiento, un niñito de mente podrida con una tiza y una pared y nadie mirando. Esta gente es la hez de la literatura, no porque escriban sobre cosas sucias, sino porque lo hacen de un modo sucio. Nada duro y limpio y frío y ventilado. Un burdel con olor a perfume barato en la sala y un balde con agua jabonosa en la puerta trasera. ¿Yo sueno así? Hemingway, con su eterna bolsa de dormir, llegó a ser bastante cansador, pero al menos Hemingway lo ve todo, no sólo las moscas en el cubo de la basura".
Hay que ver, qué sería del mundo sin el dantesco y divertídisimo circo romano que conforman los escritores y sus inabarcables egos... Aburrido aburrido.
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