La última vez que nevó aquí yo ni siquiera había dado pábulo en mi cabeza al concepto de "período de lo posible", conque ved si me siento viejo. Uno de los pocos convenientes de habitar una ciudad muerta quizá sea éste: la meteorología es disciplina sobre todo televisual y ante todo para consumo de vivos, almas primates que tiene el periné recubierto de piel aterida —aunque velluda— y no de pellejo de hiena, como las hay tantas.
Tardes como ésta, por tanto, encamadas con el ahora lluevo ahora no lluevo, sirimiri de bobos, son las que te arruinan el partidillo dominguero y te encierran entre cuatro paredes, al calor semiseco y tóxico de una estufa de resistencias. Los vidrios transpiran de vaho y el cerebo se empaña de inoperancia crónica. En mitad de la intoxicación de tedio, casi te gustaría abonarte a los estadios más borricos de pensamiento y dar rienda suelta a una compulsión masturbatoria —mando a distancia mediante— entre el par de ojos miopes y la pantalla, que aunque ya ni se alimenta de cátodos ni tiene curvas de caja, sigue siendo todo lo idiota que cabría esperar.
Por eso combato esta atonía domínica —y sí, he dicho "domínica"— volviendo la mirada mustia otra vez a las primeras páginas de Muerte a crédito, del hijo puta de Céline. Hijo puta por lo cabrón de persona, ruina humana que fue toda su vida, pero aún más hijo puta por lo pedazo de escritor que será siempre, que es lo que de verdad importa y me la pone dura. Leerlo, aunque sea con esta desgana en los párpados, este a medio gas de tarde frustrada, me rellena un nivel el depósito de la acrimonia, que equivale a decir que tal vez mañana, si no chispea aquí afuera ni en mi maldita chola, hasta me encuentre en condiciones de escribir una entrada que no sea el acostumbrado torpedo a la propia línea de flotación.
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