Hubo una época, tiempo atrás, cuando las Kodaks eran muy caras y Robert Cappa había acaparado todas las Leicas, en que se puso de moda hacerse pintor para poder pillar buen cacho. Ni siquiera hacía falta saber pintar, bastaba con aparentarlo, y en eso sucedía que las titis hacían cola para posar en pelotas delante de tu caballete. De ahí al catre sólo mediaba un trecho. Un trecho estrecho...
«El bello verano» habla de este vital período histórico. Como Pavese era, a su vez, un publerino en toda regla, retrata magníficamente el pensamiento del cateto y la cateta. En esta novela hay uno de cada; un cateto, Guido, el pintor rubiales, que se las da de moderno pero que no puede olvidar que de pequeño lo amamantó una cabra; y una cateta, Ginía, la rubia pudorosa y mojigata, que sólo piensa en casarse, chingar a oscuras y planchar las camisas de su futuro maridito. Enternecedor.
Aquí la única medio normal es Amelia, que folla cuando quiere y con quien quiere y por eso agarra un sifilazo de no te menees. Ella es la única vedaderamente moderna, la única con auténtico spleen...
Del bello verano del título apenas si nos apercibimos, ya que hace referencia al último agosto antes de perder la cateta Ginía su virgo. Por eso casi toda la novela sucede en invierno y con un frío que hiela las pelotas, que es como decir que el invierno es feo, una suerte de infierno, de negro castigo por haberse dejado llevar al huerto, remordimiento y escrúpulo típicamente paleto y cazurro.
Como tal vez alguno de ustedes conozca, Pavese era un poco torpe, todo y tener un libro-diario por ahí, intitulado «El oficio de vivir», vivir, lo que se dice «vivir», muy bien no se le daba, lo único que sí se le daba hacer bien con las manos y con su entera persona era escribir. Esto él lo sabía fijo, lo supo siempre, pero fue trampeándolo sólo lo justo para pasar de un año al siguiente, de un siguiente al siguiente libro, y así hasta que final y fatalmente, en un intento desesperado por superar su genético aldeanismo y su vital inoperancia, se quitó de en medio por una mujer —dizque una tal Constance Dowling, actriz y femme fatale de tercera regional—: «vendrá la muerte y tendrá tus ojos», todo aquella murga... Es decir, que se mató por amor o desamor, lo mismo da que da lo mismo, inscribiendo así su apellido de lleno en la más rabiosa modernidad, pero dejándonos huérfanos a los bibliofrénicos de más obras maestras como ésta, el muy gilipollas.
Ahora que ya nada es siquiera posmodernidad, sino lo absurdo e inefable siguiente, resulta que es más barato comprarse una buena cámara digital o un móvil modo Dios —ya saben, omnipotente y omnipudiente, por ende—, que un par de lienzos y una caja de acuarelas, de modo que todos los mindundis del mundo se han hecho fotógrafos, pros o semipros, adictos al flikr, yonkis del instagram, para poder cepillarse a las buenorras catetas del mundo, sean éstas o no de la city, tanto da que da lo mismo.
Si el compa Pavese levantara la cabeza seguro que se volvía a suicidar...
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