Los adioses (1953) de Juan Carlos Onetti
¿Por qué ya no escribimos cartas? Corremos el riesgo de respodernos que ya no las escribimos porque el móvil ubicuo y su plenipotencialidad han sustituido el papel y el lápiz, la estilográfica, y por descontado el viaje al estanco de abajo, para comprar sellos. De todos modos, más que a sustitución huele la cosa a aniquilación, a cese. Ya no nos escribimos cartas porque el móvil y su ubicuidad pantentacular han aniquilado la distancia. Saber que podemos decirnos cualquier cosa en cualquier momento mata por completo todo el espectro emocional de la distancia, del shock de la separación. Saber que podemos decírnoslo todo en cualquier momento hace que lo posterguemos, que le escamoteemos relevancia, que nos pierda esencia, y al final optemos por lo peor, nos conformemos con sólo eso, lo otro en lugar de todo, con decirnos cualquier cosa. Y esto, este haber cambiado conectividad por comunicación, me parece un abismo de tal calibre que podría tragarnos el día menos pensado, dejándonos para los restos sin cobertura.
Supongo que está bien hablar de cartas, las cartas que ya no escribimos y toda la vida que en esa omisión y esos silencios nos estamos dejando, a cuenta de Onetti, de sus adioses, que he tenido que leer dos veces, dos, porque en la primera tentativa no me enteré de nada. Onetti es uno de esos escritores que impone, que manda, el cómo, el cuándo se le lee. Onetti quiere que le leas como él escribía. Sereno, todo movimientos plácidos, a ritmo despacioso, lento, estirado en la cama. Si intentas el asalto a otra velocidad que no sea ésa, será él mismo quien de un despacioso y plácido puntapié te arroje a la cuneta. Como hizo conmigo.
De las cartas de Los adioses ni siquiera importa el contenido, qué dicen, importa lo que propician, lo que desencadenan, o sea, la novela, que no es otra cosa que aquello de pueblo chico, infierno grande. Una correspondencia siempre es una cosa de dos, por un lado, y un puñado de otros que quieren enterarse de qué se dicen esos dos, por el otro. Una correspondencia siempre es la exhibición de un secreto, y aún más, la exhibición pública, pero sellada, de dicho secreto. En ciero modo, la ostentación de una magia. De una luz.
Nada tan apetitoso como los secretos ajenos para quienes ya agotaron toda su luz, que tienen todo el tiempo del mundo y nada que decir, nadie a quien decir poco más que cualquier cosa.
C. S. Lewis
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