The Open Door (1945), León Spilliaert
Le empujaron dentro, contra el muro. Quiso salir, al segundo se giró hacia la puerta, pero ya no había puerta. Miró en derredor, asustado, todo estaba oscuro. Una oscuridad que hedía a tierra quemada. Un miasma de tierra quemada invadiendo todo su ser, descolgándosele desde la garganta. Aunque todo eso también desapareció pronto; primero quedó anósmico, luego quedó ciego. En un par de segundos la oscuridad lo había infectado de tiniebla. Quiso gritar pero sus cuerdas vocales pendían flácidas del paroxismo de su miedo. No podía respirar, le faltaba el aire, que ya no llegaba, le faltaba el alma, vaporizada. ¿Se asfixiaba? Ya no, quizá un instante antes, pero no ahora. Nunca más. Sintió con los muchos sextos sentidos de las vísceras y de las tripas. Sintió un morir, un rápido disiparse en lo adentro de las costillas, que dejaron de dar fuelle a un aliento que ya no existía, porque ya toda la oscuridad la sabía como un ubicuo e inifinito magma de cosmos desconectado. Quiso entonces patear la nada con rencor afiebrado... sus piernas eran una línea muerta, no respondían. Quiso entonces arrancarse la cabeza con las manos desesperadas. Ya no estaban. ¿Acaso quedaba aún una cabeza que reventar contra el muro de silencio? Todo se desvanecía en el umbral de su pensamiento, el agua sucia de una noche lluviosa deslizándose hacia el submundo de la alcantarilla. Había muerto. No. Estaba muriendo. No. Estaba desapareciendo. Quiso no pensar más, blindar su mente, última ciudadela de cuanto fue, a resguardo de su propia cabeza borradora, pero fue en vano, el mal, la peste, el absurdo ya estaban arrasando Troya. Todos sus recuerdos e imágenes fueron entregados al fuego líquido de la negrura. Su nombre. Su nombre y los nombres de quienes habían sido su vida fueron los últimos ajusticiados. Después silencio... Después, un silencio terrible y magnético. La gran nada. El gran océano. Los segundos, descabezados de su lexema, podían alargarse evos. Y así. Poco a poco, segundo a segundo, eternamente, sus últimos destellos fueron cayendo del otro lado del sentido, desgranándose y desangrándose sobre la orilla umbría, desierto sin dunas, mar sin mareas. Fue entonces, no sabremos cuándo pero entonces, el destello fugaz de su pensamiento último se soldó sobre sí...
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