Brian Aldiss, como también Stephen King a su manera, es de esos autores que no sienten escrúpulo ninguno a la hora de reincidir en el nada velado tributo a sus mayores. Más concretamente, Aldiss revisitó a Mary Shelley y Bram Stoker, respectivamente, en sus Frankenstein desencadenado y Drácula desencadenado. Pero antes de éstos escribió su particular relectura de H. G. Wells: La otra isla del doctor Moreau, novela que no sólo pretende ser homenaje y remake del clásico de Wells, también se lee como secuela de aquél, y cabe decir que en todas estas pretensiones, a la vista de los resultados, naufraga con todo el equipo. Lo que es una pena, porque al principio promete, Aldiss apunta en un buen montón de líneas interesantes que, sin embargo, nunca explota hasta sus últimas consecuencias: Nueva Carne, sexo interespecie, cobayas humanos, el estigma prometeico, sometimiento y poder, la Guerra Total y las armas de destrucción masiva de diseño, así como el sempiterno debate acerca de la fe en un Dios que consiente el dolor y el padecimiento... Decididamente, mucho relleno para un pavo tan raquítico.
Como todo remake que se precie de semejante nombre, si no hay vuelta de tuerca sobre el original la cosa no tiene razón de ser, de modo que mientras el Moreau de Wells era un alma podrida que actuaba acicateada por la típica y gótica locura de conocimiento, esa suerte de science fever tan propia del XIX, el Moreau de Aldiss es, como aquél, otro monstruo en lo espiritual, pero también, y he aquí el giro, en lo físico: un tullido de la era de la farmacología, un residuo mutado de la era del bienestar, un tarado desde su mismo nacimiento que, movido por el rencor hacia ese mundo de la normalidad que lo convirtió en desecho, consagra su tarada existencia a investigar la plasticidad y los límites de la carne. Un igual y un semejante, por tanto, de los humanimales habitantes de la isla wellsiana.
Corría el año 1980 y este Aldiss bajo de forma, lejos sus días de pilar de la New Wave, finiquitaba su particular Frankenstein's Island no sin cierto maniqueísmo milenarista: cuando los monstruos de la Razón choquen y hagan la Tierra pedazos, transformándola en un infierno de radiación y ceniza, habrá llegado la hora del circo de la tinieblas y su dantesco espectáculo de freaks neocárnicos... Pero cinco años antes, un jovencísimo Cronenberg, ya por aquel entonces ballardiano, nos había insinuado sin ambages que el fin de los tiempos —del tiempo del hombre, se entiende— sería implosivo, que se haría desde dentro y que se engendraría en el sexo.
Como todo remake que se precie de semejante nombre, si no hay vuelta de tuerca sobre el original la cosa no tiene razón de ser, de modo que mientras el Moreau de Wells era un alma podrida que actuaba acicateada por la típica y gótica locura de conocimiento, esa suerte de science fever tan propia del XIX, el Moreau de Aldiss es, como aquél, otro monstruo en lo espiritual, pero también, y he aquí el giro, en lo físico: un tullido de la era de la farmacología, un residuo mutado de la era del bienestar, un tarado desde su mismo nacimiento que, movido por el rencor hacia ese mundo de la normalidad que lo convirtió en desecho, consagra su tarada existencia a investigar la plasticidad y los límites de la carne. Un igual y un semejante, por tanto, de los humanimales habitantes de la isla wellsiana.
Corría el año 1980 y este Aldiss bajo de forma, lejos sus días de pilar de la New Wave, finiquitaba su particular Frankenstein's Island no sin cierto maniqueísmo milenarista: cuando los monstruos de la Razón choquen y hagan la Tierra pedazos, transformándola en un infierno de radiación y ceniza, habrá llegado la hora del circo de la tinieblas y su dantesco espectáculo de freaks neocárnicos... Pero cinco años antes, un jovencísimo Cronenberg, ya por aquel entonces ballardiano, nos había insinuado sin ambages que el fin de los tiempos —del tiempo del hombre, se entiende— sería implosivo, que se haría desde dentro y que se engendraría en el sexo.
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