Resistencia en el flanco débil

marzo 09, 2011

La flema que devoró París




Yo me hallaba allí más en calidad de desesperado chico de los recados que de corresponsal, hacía meses que había perdido la esperanza de encontrar un volumen anotado de la correspondencia entre Henry Miller y Anaïs Nin. Era un encargo de Nicasio, Nicasio Térpolo, un amigo de Malpartida de Plasencia, quien a su vez lo quería para regalárselo a una monja de clausura. Del convento de San Miguel de Trujillo. Que le hacía unos dulces que para qué... Y como muestra de agradecimiento —o pago por mejor no sepamos qué—, Térpolo quería regalarle el libro de marras, las guarrerías epistolares entre «el Henry» y «la June», y además en francés, que da más morbo... Hasta ahí bien, no parece demasiado complicado, ¿no? ¡No!, ¡no!, desde luego... el problema de base es que la monja dulcera del demonio el libraco ¡lo quería intonso!... Que si no es intonso no lo tocan sus manos beatas, me dice Térpolo que le dijo la servidora de Dios, y a partir de ahí quien estuvo bien jodido no fue otro que este servidor, pobre pecador.

Pues el tema fue, como decía, que yo había perdido toda esperanza, pero aun así tenía dicho a Marienne, ama y dueña de la librería Ferdinand Destouches, para más señas, sita en un oscuro confín parisién de cuya dirección concreta mejor no acordarse, que si alguna vez le caía en las manos semejante rareza bibliográfica y bibliofrénica tuviese a bien el guardármelo. Así que allí estaba yo, haciendo tiempo mientras esperaba a Marienne, que había salido a un recado, por ver si tenía buenas nuevas respecto a lo mío —lo de Nicasio y su dulcera beata, en puridad—, ojeando distraída pero estrechamente unos rarísimos ejemplares de Signal muy bien de precio, cuando el chaval aquél con cara de perro le dijo al padre, «¡que no!, ¡que nooo!, cómprame El Principito, ¡El Principito con dibujos, vengaaa!... », de lo que cabe deducir, así a bote pronto, que el niñato en cuestión lo que se dice muchas tablas no tenía, porque a ver quién es el guapo que me encuentra hoy en día una edición del susodicho principito sin sus monigotes made in «Saint-Ex». Entonces el padre, que debía sentirse muy maldito por haber contribuido a traer al mundo un vástago tan mostrenco, le contestó, «No hijo, no, esas mariconadas no... Te voy a comprar el Hazañas Bélicas». El niño hizo un mohín de cagarse en sus abuelos y acto seguido se sopló los mocos de su morro de carlino. El padre totalitario y paramilitar acudió al dependiente: «Quiero un Hazañas Bélicas, por favor... Es para mi hijo, sabe usted. Voy a hacerlo un HOMBRE... », a lo que éste le respondió tal que lo siguiente: «Aquí ya no vendemos esa basura, señor», quedándose tan ancho, el tío. El señor padre del hijo bobo y cara chucho se quedó poco menos que paralizado. Transido por la muerte y algo más. Aún más duro que la muerte. La ignominia. El deshonor. Lo habían acribillado los boches nada más abrirse la compuerta de su barcaza. Estaba frito. Cadáver inerte en las arenas de Omaha Beach, tan lejos de las medallas. Salvas al aire y banderas dobladas y festín de gusanos. Entonces el niño, que al parecer, todo y lo tonto y lo cánido, llegará a ser más listo que su viejo, se llegó hasta el mostrador gritando: «!¿Y El Principito, el Princi... El Principitooo, eh, eeeh?!... ¡¿EEEEH?!"... ». «Sí, mira niño, aquí tienes todos estos...».

Y así sucedió que en tanto el chavalillo mendaz empezaba a degustar —y olisquear— visual y táctilmente los principescos ejemplares del gran, del enorme Saint-Exupéry, los ojos desorbitados de emoción, desencajados los gordos carrillos por la alegría, fue que me apercibí de cómo el padre, rastrero y subrepticio, conseguía permutar su condición de petrificado por la de huido con el rabo entre las piernas y hacía mutis por el foro, ganando así la puerta de entrada, tan cerdamente.

De todo esto fui testigo yo no hace mucho, en la librería Ferdinand Destouches, el enésimo día que no conseguí la correspondencia intonsa de Henry Miller y Anaïs Nin, y cabe reseñar que lo fui en castellano, tal como lo oyen, lo leen, porque de todos es sabido que si hay una palabra en el orbe con la que los franceses no comulgan desde los días de la Liberación, ésa palabra es «colaboracionista», fenómeno sin par que explica, sin ir más lejos, por qué ningún francés, salvo su dueña y ama, Marienne, haya hollado jamás el cuidado parqué de tan pintoresco comercio, que distribuye buenos libros y mala leche desde 1983.



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