Si la luz es espacio, entonces la velocidad es tiempo. Y la gravedad, entonces, la hoja voltaica que incendia el cosmos; su relámpago uróboros. Y las estrellas que murieron, exhaustas de fuego, entonces, aquél su denso centro, aquél su vórtice de sucesos, aquélla su oscuridad incógnita, silente y negra; la inconceptuable suspensión de nuestra lógica: pretendemos calcular lo inconcebible, el innominable hiperespacio, pero doblaríamos la rodilla con sólo sospechar que nuestra matemática tiene los pies de barro, que nuestra razón se levanta sobre pilares torcidos. Víctimas de la espiral. Bastardos de la inabarcable lejanía. La nuestra es la soberbia de un fotón pensante abandonado a su suerte en la oceánica vastedad del gran silencio.
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