De vez en cuando hay que dar oportunidad a lecturas que, en apariencia, no conducen a nada. Es una especie de desintoxicación, de purga, el enema de la chola loca bibliofrénica. Empecé Mi vida en esta galaxia con esa intención de pasarratos y de piloto automático, de deslizar la vista por los párrafos y no pensar, para acabar descubriendo a las pocas páginas que no, que aquí había tema, que hay que haber sobrevivido a un par de infiernos y tragado mucha mierda para reírse uno de sí mismo como lo hace Carrie Fisher en estas páginas sin desperdicio, a medio camino entre la íntima confesión y el libelo bomba lapa.
En contra de lo que pudiese parecer, los últimos que deberían leer este libro son precisamente quienes más lo van a comprar —porque leerlo no sé si lo van a leer, muchos quizá lo empiecen pero no sé si todos lo acabarán—, de modo que fanáticos de Star Wars, ¡cuidado!, ya que, entre otras cosas, Mi vida en esta galaxia es un ajuste de cuentas con George Lucas y su saga galáctica de una mala leche considerable. Por el contrario, los destinatarios de estas pequeñas memorias del subsuelo hollywoodiense —ese planeta marciano— son todos aquellos que, con el sentido del humor por bandera, no tienen escrúpulo alguno en carcajearse de todo y de todos, empezando, cómo no, por sí mismos.
De vuelta de todo y camino de la última estación, la Fisher se enseñorea en sus debilidades para dar cuajo a una voz tan a la vez lúcida como cínica como despanochante. Lo de menos es que en estas apenas 170 páginas reciba hasta el apuntador de la Estrella de la Muerte: desde sus padres, Debbie Reynolds y Eddie Fisher, hasta Harrison Ford; pasando por el mencionado y odiado Lucas; su exmarido y cantante, Paul Simon; George Bush hijo y hasta el gremio de psicólogos y psiquiatras que la trataron a lo largo de sus años de depresiones y adicción; porque la clave está en el aserto irreverente de que las aspiraraciones de felicidad a ultranza son una falacia que sólo conduce al dolor y a la enfermedad, y que cuanto más en serio se toma uno esta vida, a sí mismo y a cuantos le rodean, más lejos se está de cualquier género de significado o asidero.
A estas alturas de Historia de la Química, partirse la caja aún sigue siendo la mejor terapia de desintoxicación, la mayor salud que hay. Así que fúmense ustedes este libro o inyéctenselo en vena. Pasarán un buen rato y se echarán unas risas. Falta nos hace.
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